33

Para cuando dieron con Sarah Bishop ya era casi mediodía. En un gimnasio de Penn Street, a apenas medio kilómetro de la pista de hielo. Lassiter había llamado tres veces. Miller había hablado con él, y las tres veces la conversación había sido breve y expeditiva. Lassiter quería saber si habían encontrado a la tal Bishop. Quería saber justo lo que se imaginaba Roth. ¿Por qué no le había enseñado a Robey las tres fotografías? ¿Por qué había dejado que se fuera? Ya sabía las respuestas, pero eso no le ayudaba a superar la frustración.

Sarah Bishop estaba en el bar del gimnasio. Vestida con un chándal, con el cabello recogido en una coleta. Miller pensó que tendría veintiuno o veintidós años. Era una chica guapa, de cabello oscuro, casi mediterránea; de esas que preferiría competir a ingresar en el equipo de animadoras, que preferiría estudiar idiomas en lugar de estudios sociales. Parecía sorprendida por el repentino interés de dos inspectores de la policía de Washington, y tenía curiosidad por saber cómo la habían encontrado.

—Hemos hablado con alguien en la pista de hielo —le dijo Miller—, y nos han dado el número de teléfono de tu entrenador. Él nos ha dicho que estarías en casa, en la biblioteca o aquí. Hemos probado en la biblioteca, y luego aquí. Ha dicho que no nos daría tu dirección de casa hasta que no probáramos en la biblioteca y en el gimnasio.

—¿Y qué es lo que ocurre? ¿Pasa algo? ¿Ha habido un accidente, o algo?

—No —dijo Miller, sonriendo—. Nada de eso. —Miró alrededor y vio que la gente que poblaba el bar estaba enfrascada en sus propios asuntos—. ¿Podemos sentarnos?

—Claro —respondió Sarah Bishop—. Pónganse cómodos.

Roth cogió una silla de otra mesa.

—Queríamos preguntarte por alguien —dijo Miller—. Tengo entendido que entrenas en la pista de hielo de Brentwood Park un sábado de cada dos.

Sarah asintió. Desenroscó el tapón de una botella de agua mineral y echó un trago.

—Un sábado de cada dos voy por allí a ver a mi padre. Mis padres han acordado una separación de prueba, ¿saben? Tienen muchas tonterías. Quiero decir que, maldita sea, llevan juntos ciento cincuenta años, y no van a encontrar a nadie mejor. Están siendo de lo más infantiles.

—Lo siento —dijo Miller—. Eso debe de ser duro.

Sarah se rio.

—A veces me pregunto si no hemos venido de otro planeta, ¿sabe? Somos todos tan diferentes… Quiero decir que, venga ya… ¿Una separación de prueba? ¡Por Dios! ¿Eso qué es?

—Vale, o sea que entrenas ahí un sábado de cada dos.

—Sí, y casi todas las semanas también los lunes y martes a última hora.

—¿Y estás en el equipo nacional olímpico?

Sarah se rio, y a punto estuvo de atragantarse con el agua.

—No, por favor. ¿Quién les ha dicho eso? ¿Ha sido Per? No, no estoy en el equipo olímpico. Ya querría, pero… ¿tienen idea de lo que cuesta llegar a eso? No se creerían el nivel que hay que tener… Y, además, ahora ya soy un poco demasiado mayor.

—¿Demasiado mayor? —preguntó Miller incrédulo.

—Tengo veintidós años —dijo ella—. Créanme, para el patinaje olímpico, eso es ser un poco demasiado mayor. Tal como van las cosas probablemente acabe de entrenadora, pero aún patino casi cada día. Tiene que gustarte mucho para que dejes que sea el centro de tu vida.

—Yo quería preguntarte por el día 11 —dijo Miller—. El sábado pasado.

—¿Sobre qué?

—Sobre quién estaba en Brentwood mientras entrenabas.

—El sábado pasado no entrené.

Miller frunció el ceño.

—¿No entrenaste?

—No, el sábado pasado no. El sábado pasado fuimos los tres a esa celebración del Día del Veterano, ¿sabe? Se celebró un servicio conmemorativo por donde vive mi madre, y tuvimos que ir hasta allí. Mi abuelo, el padre de mi madre, murió en Vietnam cuando mi madre tenía trece o catorce años, y cada año vamos a la iglesia y pasamos el día con mi abuela, y luego todos se sientan, miran fotografías y cosas así. Es bastante triste, ¿sabe? Mi abuela es muy mayor, y nunca se volvió a casar; se pasa el día hablando de cómo era su marido y todo eso. Está un poquito loca, supongo. ¿Sabe lo que quiero decir?

Miller sentía la nariz despejada. Y la presencia de Roth a su lado. Robey les había mentido. Una mentira directa. Había dicho que había estado en un lugar en el que no había estado. Había dado su ubicación en el momento del asesinato de Catherine Sheridan, y esa ubicación era falsa.

—¿Estás segura de eso? —insistió Miller.

—¿Segura de qué? ¿De que mi abuela está loca?

Miller intentaba contenerse, intentaba no mostrar ninguna emoción.

—No, sobre dónde estabas el sábado pasado.

—Claro que sí. Era el Día del Veterano, ¿no? Eso fue el sábado. Pasé todo el día con mi madre y con mi padre… No le han dicho a mi abuela lo de la separación, ¿sabe? No le han dicho una palabra porque quizá… le daría un infarto o algo así. El caso es que pasamos todo el día juntos. Iglesia por la mañana, y luego estuvimos en casa de mi abuela, en Manassas. No volvimos hasta pasadas las ocho. Lo recuerdo porque había algo que quería ver en la tele y ya casi había acabado para cuando llegué a casa.

—Muy bien, Sarah. Eso es estupendo. Te agradecemos muchísimo tu ayuda.

—¿Y qué importancia tiene dónde estuviera? ¿Qué es lo que era tan importante?

—Solo necesitábamos aclarar dónde estabas, eso es todo.

Sarah frunció el ceño.

—Venga, hombre. Eso no es justo. No pueden presentarse aquí, preguntarme dónde estaba el sábado pasado y luego marcharse como si tal cosa. Eso no está bien. ¿Qué es lo que pasa? ¿Les ha dicho alguien que yo estaba en algún otro sitio? ¿Estoy metida en algún lío?

—No, no estás en ningún lío —dijo Miller, negando con la cabeza—. Y, no, nadie ha dicho que estuvieras en ningún sitio. Pero alguien dijo que te vio en Brentwood, eso es todo.

—¿Fue John?

Miller se quedó de piedra.

—John Robey, ¿verdad? ¿Ha dicho que yo estaba en la pista de hielo el sábado pasado?

—Sí, la verdad es que sí.

—Y ahora está con la mierda hasta el cuello, ¿no? ¿Ha hecho algo? ¿De eso se trata? ¿Les ha dicho que estuvo en Brentwood, y acabo de desmontar su coartada?

Miller intentó reírse, tomarse a chanza aquel comentario. Había dado en el clavo, pero no podía hacerse una idea de la importancia de lo que había hecho.

—¿Conoces a John Robey?

Sarah negó con la cabeza.

—No, no directamente. Mi entrenador, Per Amundsen, antes no era mi entrenador. Cuando yo era más joven tenía otro entrenador, Patrick Sweeney. Era un tío estupendo, un encanto. Un tío duro, ¿saben? Justo lo que debe ser un entrenador. Pero además era fantástico. Y murió. Per era su ayudante, y entonces se convirtió en mi entrenador. Bueno, el caso es que John conocía a Patrick Sweeney. Creo que eran amigos de tiempo atrás. Se mantenían en contacto. John solía venir a ver a Patrick, y así es como lo conocí. Digo que lo conocí, pero en realidad no lo conozco mucho. Él viene y se sienta al fondo de la pista. Hay asientos para que las familias puedan ver a sus hijos cuando vienen a patinar, ese tipo de cosa. El caso es que John viene un sábado sí, un sábado no, y me ve entrenar. Le gusta ver la rutina de Edith Piaf.

—¿Perdón?

—Una rutina que hago. La música que usamos es una canción de Edith Piaf llamada «C’est l’amour». John dice que esa es la que debería usar para las pruebas de selección para el equipo olímpico en febrero del año que viene.

—Pero no el sábado pasado.

Sarah Bishop negó con la cabeza.

—No, el sábado pasado no, y si le he metido en problemas porque yo era su coartada y no ha funcionado…, ¿le dirán que lo siento, por favor?

—Está bien —la tranquilizó Miller—. No es nada de eso. Has sido muy amable, y te agradecemos el tiempo que nos has dedicado.

—Pero… ¿eso que quizás haya hecho es algo malo? —insistió Sarah.

—No puedo decir nada, Sarah, de verdad que no puedo. Lo que hacemos es esto: tenemos una duda sobre algo, y tenemos que seguir la pista. Nueve veces de cada diez no significa nada.

—Saben que es un tipo muy inteligente, ¿verdad? Es profesor universitario, ha escrito libros, y todo eso. Per me lo contó. John no decía nada, pero la verdad es que John no es de los que dirían algo así.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, ya saben…, es un tipo muy tranquilo. La mayoría de las veces no dice gran cosa, y cuando dice algo, siempre es sobre la otra persona.

Miller frunció el ceño.

—¿Nunca han conocido a alguien así? De esos que, por importantes que sean, siempre te hacen sentir como si la persona importante en la conversación fueras tú. Una amiga mía conoció un día a John Travolta. Y dijo que era un tipo muy agradable, muy dulce, y que todo el rato que hablaron no dejó de preguntarle por ella, qué hacía, cómo le iba con el patinaje y todo eso. Mostraba interés y todo. Toda la conversación giraba en torno a ella, como si él no fuera nadie. Bueno, pues John Robey es así. Yo creo que es una persona muy importante, pero por lo que dice y por cómo actúa, no lo parece.

—¿Cuánto tiempo hace que lo conoces?

Sarah se encogió de hombros.

—Uf, no lo sé. Patrick murió hace unos cinco años… Sí, fue en noviembre de 2001, y John solía venir ya antes. No lo sé, quizás hacía ya un año. Supongo que hará seis años que lo conozco, más o menos. Empecé a entrenar con Patrick cuando tenía doce años, así que supongo que tenía unos dieciséis cuando conocí a John.

—¿No te importaba que fuera a verte, ni siquiera tras la muerte de Patrick?

—¿Importarme? No, qué va, no da ningún problema. Él solo se sienta ahí atrás y mira. La mayoría de las veces ni siquiera me doy cuenta de que está. A veces llega tarde, cuando ya he empezado el entrenamiento, y entonces paro un momento, levanto la vista y ahí lo veo, con una bolsa de donuts o algo así. Es un tío inofensivo.

—¿Nunca has tenido la impresión de que hubiera algo impropio en el interés que mostraba?

Sarah se rio.

—¿Eso qué es? ¿Una forma educada de preguntarme si era un asaltacunas?

—Lo siento —dijo Miller—. No es fácil preguntar esto. No quería incomodarte.

—No pasa nada. Yo estoy hecha a prueba de balas. ¿No se acuerda? Soy la que viene de otro planeta, la que tiene unos padres que a su edad piensan que estarán mejor solos. ¿Que si John era un pervertido? No, en absoluto. No era de esos. Una se da cuenta cuando alguien te mira así. Acabas dándote cuenta de lo que piensan. John no es más que un tipo agradable. Conocía a Patrick, Patrick murió y debió de pensar que tenía que seguir viniendo a verme para que yo no pensara que el único motivo por el que venía era Patrick. A mí me gusta… —Sarah hizo una pausa y levantó la mirada—. Y ahora me van a decir que es un pedófilo, ¿no? ¿O que es un asesino en serie o algo realmente retorcido?

—Nada de eso —respondió Miller—. Como te he dicho, simplemente estamos haciendo seguimiento de una pista. Gracias por tu tiempo, de verdad.

—No hay problema —dijo Sarah, que se levantó de la silla, cogió la botella de agua, la toalla sobre la que se había sentado, y se volvió hacia la puerta.

—¿Si necesito volver a contactar contigo…? —preguntó Miller.

—Tienen el número de Per. Él puede ponerse en contacto conmigo.

—De acuerdo. Gracias de nuevo.

—No hay problema. Salude a John de mi parte.

—Lo haré —dijo Miller, asintiendo.

Miller y Roth se quedaron mirando cómo se iba.

—Una chica agradable —observó Roth.

—Que se acaba de cargar la coartada de Robey para la hora del asesinato de Catherine Sheridan.

—Lo lógico sería que se hubiera asegurado, ¿no? Si es tan listo como dice Sarah, cabría pensar que habría comprobado si ese día entrenaba antes de utilizarla como coartada.

Miller sonrió y meneó la cabeza.

—Esa es la cuestión, ¿no? Un tipo así, si ha hecho eso, es que está como una cabra. Esa es la desventaja, por muy brillante que sea. Si hacen ese tipo de cosas es que están locos, y la locura no es de gran ayuda cuando intentas evitar que te investiguen.

—O sea que vamos a verle otra vez.

—Desde luego. Pero antes quiero hablar con Lassiter, solo para asegurarme de que hacemos esto de acuerdo con el manual, recurriendo a todos los mecanismos posibles, antes de ir a buscarle. Quiero que Riehl y Littman también vayan, quiero oír qué le han sacado al decano de la facultad.

—Podemos avisarlos desde el coche —sugirió Roth.

Salieron del gimnasio y fueron con el coche hacia el oeste, en dirección al Distrito Dos, pero había algo que le rondaba por la mente a Miller, algo que Robey había dicho durante su conversación en el café. Había usado una palabra rara, y en el momento de decirla Miller apenas había prestado atención, pero ahora que pensaba en ello le parecía fuera de lugar, una anomalía.

—¿Qué es una borrasca? —le preguntó a Roth.

—¿Una borraja? ¿Como la del agua de borrajas?

—Una borrasca, con ese y ce.

—Un chaparrón, o algo así, con un viento repentino. ¿Por qué lo preguntas?

Miller meneó la cabeza.

—Por algo que dijo Robey… No lo sé, quizá no sea nada. Llamaré a Lassiter y organizaremos esa reunión.

Roth asintió, paró en el semáforo de Florida con Eckington, y cuando se puso verde ya había olvidado aquella conversación. Había cosas más importantes en las que pensar; entre ellas cómo usar su única oportunidad con John Robey y descubrir lo que sabía realmente.