9
Washington estaba sumida en una campaña electoral que llevaba meses echando chispas. Agresivos anuncios republicanos, difamaciones, calumnias y cosas peores. Y los demócratas, que contraatacaban con todo lo que tenían. Millones de dólares gastados para asegurarse que Bush mantenía su poder en el Congreso. Nadie quería saber nada de asesinos en serie y brutales homicidios. Nadie quería apartar la vista de la lucha que estaba teniendo lugar allí mismo, en su propio campo de batalla. Miller y Roth eran insignificantes, comparados con aquello, pero para Miller no había nada comparable con la sensación de urgencia que sintió al enfrentarse al informe de la autopsia de Catherine Sheridan. Fue como despertarse con un bombazo.
Eran más de las cuatro. Roth y Miller estaban sentados en mesas contiguas, en su despacho. A medida que Miller iba acabando cada página del informe de la autopsia, se lo pasaba a Roth. Con cada nuevo detalle volvían a ver los diferentes aspectos del escenario del crimen: la posición en la que la habían dejado, sobre la cama, la cinta alrededor del cuello, el lazo perfectamente hecho, la etiqueta en blanco, el penetrante olor a lavanda y, por debajo, el olor a muerto. Básicamente era el mismo modus operandi que en los tres casos anteriores. La cinta y la etiqueta no eran de marca. No había huellas dactilares ni células epiteliales en ningún caso. Ni pelos, ni fibras. Se confirmaba que la víctima había mantenido relaciones sexuales en algún momento del mismo sábado. No había señales de violación. Ninguna magulladura ni lesión interna. La presencia de Nonoxinol-9 se correspondía con el uso de un preservativo. No había secreciones internas que determinaran el ADN de su pareja sexual. La presencia de residuos de jabón en el pubis y entre los dedos de los pies de la víctima sugería que se había dado una ducha o un baño tras el coito.
—¿Estás bien? —preguntó Roth.
—Estoy bien —respondió Miller.
—Así que parece que iba a morir de todos modos.
—Todo el mundo va a morir de todos modos —dijo Miller—. Eso no cambia el hecho de que alguien la mató, y no tenemos nada nuevo, salvo que mantuvo relaciones sexuales con no sabemos quién… y que en realidad esta mujer no existe, claro.
Roth no respondió.
—Necesito ver la casa —dijo Miller—. Necesito verla bien. Los de la Científica y los forenses miran el entorno, no se fijan en las peculiaridades del lugar.
—¿De verdad crees que habrá algo que pueda orientarnos hacia ese tipo? ¿El que se acostó con ella, o el que la mató?
—De cualquiera, de ambos… Podría ser la misma persona. Espero por Dios que haya algo que nos hable de ese tipo.
—¿Y si no lo hay?
—Entonces, no estamos ni mejor ni peor de lo que estamos ahora. No tenemos nada que perder —dijo Miller, pasándole el informe de la autopsia a Roth mientras se ponía en pie, casi como si la presencia de aquellas páginas le molestara.
El coche de Greg Reid seguía aparcado frente a la casa. Eran casi las seis. Ya había oscurecido, empezaba a hacer frío, y una vez allí, en la entrada para coches de la casa —con la casa del anciano vecino a la vista y el precinto policial aún pegado al marco de la puerta principal de Catherine Sheridan—, Miller se sintió inquieto y violento. Las luces, el ruido y el jaleo de la noche del sábado habían desaparecido, pero la sensación era la misma.
«Aquí hay algo más —pensó—. Ya he estado aquí antes. En un lugar como este. En un lugar donde una cosa luego resulta que es otra. ¿Con quién había estado Catherine Sheridan?», se preguntó Miller de nuevo. Entre la biblioteca, el deli y su casa, ¿dónde había estado antes de que el viejo apartara la vista de las azafatas del concurso y la viera entrar en casa por última vez?
«¿Dónde fuiste, Catherine Sheridan… Dónde fuiste, por Dios?».
—¿Robert?
Miller se sobresaltó.
—¿Entras? —le preguntó Roth.
Estaba de pie, junto a la puerta. Había despegado el precinto policial de una de las jambas y lo sostenía en la mano.
—Sí, claro —dijo Miller, que siguió a Roth al interior.
Natasha Joyce marcó el número que había encontrado y esperó pacientemente. La pusieron a la espera, le pidieron que seleccionara un departamento, y volvió a esperar.
Por fin dio con alguien que parecía lo suficientemente interesado como para escucharla, y cuando hubo explicado con detalle su petición, le dijo:
—¿Cuál es su relación con el difunto, señora?
—¿Relación? Era mi novio.
—Entonces, no hay relación legal —respondió el hombre sin inmutarse.
—Era el padre de mi hija. Eso contará para algo, ¿no?
Natasha se daba cuenta de que el hombre intentaba ser amable, que intentaba mostrarse comprensivo con la pobre zorra negra que tenía al teléfono.
—Lo cierto, señora, es que no. Sé que parece injusto, y lo siento, pero no es suficiente para acceder a los registros legales, para que la policía o quien sea abra los archivos de un caso…
—Solo quiero saber dónde lo encontraron. Era el padre de mi hija, por Dios. Murió en algún sitio y ni siquiera sé dónde.
—Deme el nombre completo, señora.
—King… Darryl Eric King.
—¿Fecha de nacimiento?
—14 de junio de 1974.
—¿Y fecha de su muerte?
—7 de octubre de 2001.
—Oh…, ¿2001, ha dicho?
—Sí, 7 de octubre de 2001.
—Pues, lo siento, señora, pero en ese caso sí que no puedo ayudarla.
—¿Qué?
—Nuestra base de datos se archiva cada cinco años. Cualquier información que pudiéramos tener aquí, en el Registro Civil, se archivó el mes pasado y se borró del sistema.
Natasha Joyce guardó silencio por un momento.
—No puede estar hablando en serio —dijo en un tono de voz llano y monótono que denotaba su incredulidad.
—Sí, lo siento, señora. Así es, sin duda.
—¿Y si quisiera saber qué departamento de policía se ocupó del caso?
El hombre dudó por un momento.
—No lo sé, señora…, me parece que es buscar una aguja en un pajar. Probablemente tendría que llamar a la comisaría de cada distrito…, o quizá podría llamar a la Administración Central de Policía, en el ayuntamiento. Quizás ellos puedan ayudarle.
—¿Tiene el número?
—No, lo siento. Tendrá que llamar a información.
—De acuerdo…, la Administración Central de Policía.
—Sí, señora.
—Gracias.
—No hay de qué. Que tenga un buen día.
La llamada se cortó. Natasha Joyce se quedó allí de pie un momento, con el suave zumbido del auricular en el oído.
—¿Mamá?
Se volvió al momento. Chloe estaba en el pasillo, con los ojos legañosos y el cabello enmarañado, la mano en el pomo de la puerta y la cabeza ladeada.
—Mami…, tengo hambre.
Natasha sonrió.
—Muy bien, cariño… Voy a hacer la cena. Estará lista enseguida, ¿vale?
Chloe sonrió.
—Vale.
Natasha dejó el auricular en su soporte. Se quedó allí un momento, con una sensación incómoda en el vientre, como de frío.
La misma sensación que sentía Robert Miller al contemplar la cocina de la casa de Columbia Street.
En algún lugar del piso de arriba oyó que Al Roth hablaba con Greg Reid.
Miller tuvo una extraña sensación de familiaridad. Solo había estado entre aquellas paredes una vez, y no durante más de una hora, pero sentía como si el lugar hubiera conseguido penetrar en su interior.
Miró los armarios de la cocina de Catherine Sheridan, el horno, la nevera. Se sacó del bolsillo un fino guante de látex, se lo puso en la mano derecha y abrió la puerta de la nevera. Encontró embutido, un cuenco de chile con carne cubierto con film de cocina, una botella de leche de plástico en el compartimento de la puerta que había caducado dos días antes. Media botella de chardonnay, con el corcho bien ajustado. Todo ello, suficiente para una persona. Se volvió, intentó verlo todo y no ver nada, trató de identificar cualquier cosa que pareciera fuera de lugar. Se detuvo junto a la puerta trasera y observó el patio a través de la ventana. La quiso abrir, pero estaba cerrada con llave.
Recordó el aspecto que tenía Catherine Sheridan. Era una mujer atractiva. Y por lo que había visto, vestía bien. Miller se la imaginaba como una mujer segura de sí misma. Hasta que alguien le hizo aquello —aquella violación, aquel nauseabundo acto de degradación— y la dejó allí, a la vista del mundo, sobre la cama, a cuatro patas, como si quisiera que le mirara mientras se iba. Y luego estaba la cinta. Una fina cinta blanca atada con delicadeza, con un lacito en el cogote. La etiqueta sin nombre. Y el olor a lavanda, penetrante y empalagoso.
Miller intentó borrar aquella imagen de la mente. Estaba seguro de que la recordaría el resto de su vida. Oyó que Roth y Reid bajaban la escalera y que iban en su busca por el pasillo.
—Señor Reid —saludó Miller.
—Inspector —respondió Reid.
—Espero que haya pasado por su casa desde la última vez que le vi.
Reid sonrió; no dijo nada.
—¿Tiene algo para nosotros?
Reid le tendió una bolsita de plástico en cuyo interior había un recorte de periódico. Miller la cogió y la puso a la luz.
—Parece del Post —dijo Reid, mientras Miller lo inspeccionaba.
—¿Dónde estaba?
—Bajo el colchón, en el dormitorio de atrás.
—¿Crees que estaba allí por casualidad, o tenía pinta de que lo hubieran puesto adrede?
—Es como si lo hubieran puesto allí a propósito. Estaba liso, como si lo hubieran colocado sobre la base de madera y luego hubieran dispuesto el colchón encima.
Miller observó el pequeño recorte de cerca.
—«Los resultados no oficiales indican que tiene una clara ventaja sobre sus cuatro rivales —leyó—. Sus seguidores se echaron a la calle ayer cantando el himno de su campaña, Give Peace a Chance, de John Lennon. Una victoria le daría al presidente venezolano, Hugo Chávez, un fuerte aliado en la región, pero el gobierno de EE. UU. ya ha expresado sus serias dudas sobre la transparencia del proceso de…». —Miller levantó la vista—. ¿De qué?
Reid se encogió de hombros.
—¿Alguna idea?
Miller negó con la cabeza.
—Ni idea. Algo sobre algunas elecciones en Sudamérica.
—Creo que es del Post…, parece su tipo de letra —dijo Reid de nuevo—. Y tengo algo más para vosotros.
Retrocedió, se fue hacia la puerta principal y se agachó para recoger algo de un maletín. Cuando volvió, trajo otra bolsita, y en su interior un sobre marrón.
—¿Tienes guantes? —le preguntó a Miller.
Miller sacó un segundo guante del bolsillo interior de su chaqueta y se lo puso.
Reid abrió la bolsita, sacó el sobre y de su interior varias fotografías de un tamaño que no superaba los 15 × 11 centímetros. Había tres, dos en color y una en blanco y negro.
Era Catherine Sheridan, quince, o quizá veinte años atrás, y en todas ellas aparecía junto al mismo hombre. Él era al menos quince centímetros más alto que ella. Miller las cogió por el borde y las puso con cuidado sobre la encimera de la cocina.
—¿Dónde estaban? —inquirió.
—Bajo la alfombra del dormitorio. Justo debajo de la cama donde la encontramos.
Roth miró atentamente las fotos, una tras otra.
—¿Cuánto medía ella? —preguntó.
—¿Uno sesenta? —dijo Miller—. Quizás uno sesenta y tres. No era muy alta.
—Así que el tipo de la foto debe de medir metro setenta y siete o setenta y ocho.
—Altura media, complexión media, cabello castaño o moreno, ningún rasgo distintivo… —enumeró Miller con una sonrisa sarcástica—. ¿Por qué esta gente siempre tiene que tener el mismo aspecto que otros diez millones de personas?
—Eh, da gracias a que no trabajas en Tokio —dijo Roth.
—En esta hay algo escrito detrás —apuntó Reid, que le entregó una de las fotos en blanco y negro a Roth.
Roth la miró de cerca.
—NAVIDAD 1982 —leyó—. Eso puede ser de ayuda. —Volvió a observar la imagen—. ¿Qué narices es esto…? Parece un bosque, o algo. ¿La selva, quizá?
—Sea lo que sea, se me ocurre que quizás este es el tipo que fue a ver a Darryl King con nuestra dama misteriosa.
—Como si pudiera ser tan sencillo.
—Bueno, quizá lo sea, Al, pero lo que está claro es que eso no explica nada. ¿Quién cojones es este tipo? No tenemos nada. Ni un nombre, ni nada que le distinga de ninguna otra persona…
—Vamos a ver a Natasha Joyce —propuso Roth—. Veamos si reconoce al tipo.
—No puedes quedártelas —dijo Reid—. Tengo que llevarlas al laboratorio, buscar huellas, todo eso.
—¿Cuándo? —preguntó Miller.
—Aún no he acabado aquí —dijo Reid—. Venid a verme mañana por la mañana. Os puedo hacer copias. Llamadme para ver si están listas, ¿de acuerdo? Lo siento, pero no puedo hacer más.
—¿Y el recorte? —inquirió Roth.
—Eso sí que os lo podéis llevar. Tengo fotos. Pero traédmelo por la mañana.
Miller le dio las gracias. Roth se dirigió hacia la puerta de entrada.
—Una cosa más —dijo Reid.
Miller se volvió.
—Si mantuvo relaciones sexuales…
—Así fue —respondió Miller—. La forense lo ha confirmado.
—Bueno, entonces mantuvo relaciones sexuales, pero ahora mismo no hay rastro de semen en la cama. —Reid sonrió con naturalidad—. Eso no significa nada, pero…
—Tiene sentido —afirmó Miller—. El informe de la forense dice que se duchó después, lo que explicaría por qué no hay vello púbico de nadie más.
—Así que cabe la posibilidad de que estuviera en casa de otra persona.
—O en un hotel —dijo Miller—. Pero tal como has dicho, eso no podemos demostrarlo ni refutarlo.
—Queda en vuestras manos, chicos —concluyó Reid.
Miller dudó por un momento, allí de pie, en la luminosa cocina donde solo tres días antes Catherine Sheridan estaba preparándose algo de comer, quizá tomándose una copa de chardonnay y escuchando la radio.
Y entonces vino a verla alguien. Alguien que ya había hecho algo así tres veces antes.
Ocho meses. Cuatro víctimas. Ni una palabra.
—Perdona —dijo Miller—. Se me ha olvidado preguntarte… El DVD que estaba puesto, ¿no tenía huellas?
—Solo las suyas —respondió Reid—. Lo siento.
Miller suspiró. Le dio las gracias a Reid y siguió a Roth al exterior.