40

Miller cogió una discreta berlina del aparcamiento y le dijo al encargado del parque móvil que estaría de vuelta en una hora. Se dirigió al este, hacia Pierce Street, encontró a Hemmings en su despacho y entró sin llamar.

—No sé lo que has hecho, pero no me gusta —dijo Marilyn Hemmings—. Y estoy muy, muy tentada de preguntarte de dónde ha salido esto exactamente. Si ha salido de donde yo creo que ha salido… —Movió la cabeza—. No, no te estoy preguntando, no estoy haciendo ninguna suposición. Ya he decidido que no te haría preguntas.

—¿De quién son?

—¿Las huellas? Por Dios, ni siquiera quiero saber de qué va esto, Robert. Las huellas están protegidas. No puedo decirte a quién pertenecen.

—¿Protegidas?

—Exacto. Protegidas. ¿Entiendes lo que quiere decir?

—Que quienquiera que sea…, que esta persona es…

—Que es del FBI, o del NSC, o de Asuntos Internos, o del Departamento de Justicia. De cualquier organización de Inteligencia.

—¿La DEA?

—El Departamento de Defensa, el Departamento de Estado, de Interior, la Oficina de Inteligencia Naval…, cualquiera. Ya sabes cómo van estas cosas. Sea lo que sea lo que buscas, aquí se acaba, Robert. Has llegado a un callejón sin salida. Quiero decir… ¿Qué…? —Se calló de golpe y respiró hondo. Levantó las manos como si quisiera placar a Miller—. No quiero saber de dónde ha salido esto, y eso que aún no te he contado lo mejor.

—¿Lo mejor? —Miller ya notaba cómo se le aceleraba el pulso, sentía el corazón, que le latía con fuerza.

Marilyn Hemmings parecía asustada, y lo entendía… A él le pasaba exactamente lo mismo. Recordó lo que le había dicho Robey en la cafetería, que era Miller el que no se daba cuenta de la gravedad de la situación.

—He reconstruido la huella a partir de diversas huellas parciales, y había otra huella en el mango, demasiado pequeña como para identificarla. Pero había pelos, pelos largos, y se me ha ocurrido pensar que quizá las huellas y los pelos no eran de la misma persona. Lo he hecho sin pensar, Robert, ha sido algo realmente impulsivo, pero he procesado uno de esos pelos y he obtenido ADN del folículo, y lo he introducido en el registro para compararlo…

—¿Y pertenecía a alguien que estuviera en el sistema? —preguntó Miller.

—Catherine Sheridan.

Miller se quedó boquiabierto, como si fuera a cazar moscas.

—No hablas en serio…

—Nunca he hablado tan en serio. Lo he introducido dos veces para asegurarme. Las huellas no son suyas, pero el cabello sí. Incluso tengo una muestra física para compararlo. ¡Joder, esa mujer aún está en mi congelador!

—Por Dios… —dijo Miller—. Por Dios y por todos los santos…

—¿Quién es, Robert? Dime que no has obtenido este cepillo de alguien del departamento.

Miller frunció el ceño.

—No, Marilyn, qué va. No digas tonterías.

—¿No es de nadie que conozcamos? ¿De alguien con quien trabajamos?

—Dios, no, por supuesto que no. ¿De quién pensabas que era?

—No lo sé, Robert… ¿Qué esperabas que pensara? Me traes esto a escondidas, sé que es problemático… Lo has robado de algún sitio, ¿verdad?

Miller negó con la cabeza.

—No voy a decirte nada, Marilyn. Lo que no sepas…

—Muy bien, muy bien… De modo que te llevaste esto de algún sitio y me lo traes a escondidas, me pides que lo procese y encuentro que tiene unas huellas protegidas, y cabello perteneciente a nuestra víctima de asesinato. ¿Qué demonios se supone que tengo que pensar?

—¿Dónde está ahora el cepillo? —preguntó Miller.

—Lo tengo en la sala de pruebas.

—Tráemelo —dijo Miller—. Tengo que devolverlo al lugar de donde salió.

Ella soltó una risa nerviosa.

—No puedes estar hablando en serio… ¡Ni hablar! No vas a…

—¿Y qué demonios esperas que haga con él? Claro que voy a devolverlo. No se puede quedar aquí, y no quiero que lo tengas cerca más tiempo del necesario. Tráemelo y me iré enseguida, ¿vale?

Marilyn Hemmings se quedó inmóvil un momento, y luego salió a toda prisa de la habitación. Volvió al cabo de un segundo, con una bolsa de pruebas azul y el cepillo dentro. Miller hizo un rollo con la bolsa y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Qué es lo que tienes? —preguntó Hemmings.

—A un mentiroso. A un hombre que dice que no sabe nada y que evidentemente sabe muchísimo más de lo que dice…

—¿Tengo que decirte que vayas con cuidado?

La expresión de Miller no cambió.

—De verdad, Robert, quiero que vayas con cuidado. No sé en qué narices te has metido, pero no quiero que este caso acabe contigo.

—Está bien —dijo Miller—. Saldrá bien. Confía en mí.

Hemmings sonrió y se echó a reír.

—Eso es lo típico que dicen en las películas justo antes de que todo se vaya a la mierda.

—Esperemos que no, ¿eh? Gracias por tu ayuda, ¿vale? De verdad.

Habría querido estirar el brazo y cogerle la mano. Habría querido rodearla con sus brazos. Habría querido decirle que había estado pensando mucho en ella, pero no podía decir todas esas cosas. Lo único que pudo hacer fue dirigirse a la puerta y salir en silencio. Volvió a comisaría y metió el cepillo dentro de una zapatilla deportiva, en su taquilla. Comprobó dos veces que la taquilla estuviera perfectamente cerrada antes de salir de los vestuarios, y cuando llegó a la puerta volvió a entrar y lo comprobó por tercera vez. Se sentía fatal. Estaba asustado, cansado, inquieto. Se sentía como un criminal, como un ladrón y un mentiroso. Intentó convencerse de que estaba haciendo lo correcto, pero aquello no era más que una racionalización. Había infringido la ley. Tan simple como eso. El simple hecho de haber infringido la ley y de haberse enterado de algo útil, consciente como era de que nunca podría usar lo que sabía, solo empeoraba las cosas.


Volvió a subir la escalera hasta el despacho de la primera planta y se encontró a Al Roth rodeado de papeles.

—Esto es una mierda —dijo Roth en cuanto apareció por la puerta—. La administración de esta comisaría debe de ser la peor… Por Dios, ni siquiera sé por dónde empezar. —Tiró un sobre marrón en la mesa y se puso de pie. Se dirigió a la ventana, con las manos en los bolsillos y se quedó allí un rato. Arqueó la espalda y aspiró sonoramente.

Miller echó un vistazo al montón de carpetas. La ficha de registro de Margaret Mosley estaba incompleta. La mitad de la página estaba en blanco, y la otra mitad apenas era legible. En el dosier de Rayner encontró tres entrevistas que pertenecían a Barbara Lee, un informe de autopsia, no había ficha de registro, y garabateada en el dorso de la carpeta una pregunta de Metz: «¿Dónde está el informe original del caso?». Leyó las palabras, pero no podía concentrarse. Lo único que veía era el cepillo, con el cabello enredado entre las cerdas, la certeza de que Robey había mentido una y otra vez…

—De modo que Catherine Sheridan se convierte en Isabella Cordillera —dedujo Roth, interrumpiendo sus pensamientos. Había traído una pizarra blanca de uno de los despachos contiguos. En la pizarra había escrito el nombre de Catherine Sheridan. Debajo había puesto «Isabella Cordillera», y había subrayado el nombre dos veces—. E Isabella Cordillera murió en un accidente de tráfico en junio de 2003. No obstante, no existe información de ese supuesto accidente.

Miller, que se esforzaba por concentrarse en lo que decía Roth, señaló el lado derecho de la pizarra.

—Escribe ahí «soltera».

—¿Soltera?

—Claro. Escribe la palabra «soltera» y luego «sin amigos conocidos».

Roth lo hizo.

—Luego tenemos a Margaret Mosley —prosiguió—. En el registro no figura ninguna persona con ese nombre nacida en junio de 1969.

—Igual que en los otros casos —respondió Miller—. Y no te olvides de Michael McCullough.

—Delincuentes —dijo Roth—. Informadores, protección de testigos, como dijimos. Al menos eso tendría sentido, pero… ¿Cómo podemos saberlo?

—No creo que podamos —repuso Miller.

Se dio cuenta de que tenía los puños apretados y los nudillos blancos. El corazón ya le iba más lento, el sudor se le estaba secando bajo el pelo y eso hacía que le picara la cabeza. No recordaba haber estado más asustado en su vida…, salvo tras lo de Brandon Thomas quizá.

Roth no respondió. Se quedó mirando a la pizarra, concentrado.

—¿Por qué miente Robey? —preguntó Miller de pronto, y se dio cuenta de que había puesto en palabras lo que pensaba, casi de forma involuntaria.

—Porque mató a Sheridan —contestó Roth—. La mató, al igual que a las otras. A lo mejor trabaja a sueldo. A lo mejor simplemente se echa a la calle y mata por contrato. A lo mejor se dedica a eso.

Miller se preguntó qué sabía: Robey conocía a Sheridan. Al menos sabía de su existencia. Había un cabello de ella en su cepillo. Había estado en su apartamento, o quizá Robey se hubiera llevado el cepillo de su casa después de matarla. ¿Un recuerdo? ¿Una prenda? ¿Algo que le recordara los momentos especiales que habían compartido? Cualquiera que fuera el motivo, no había duda de que Robey estaba metido hasta el cuello.

No podía decírselo a Roth. Y desde luego no podía decírselo a Lassiter ni a Nanci Cohen. Y cuando Roth se lo quedó mirando con la interrogación en el rostro, Miller no pudo evitar apartar la cara de pronto.

—Volvamos a las mujeres —sugirió Miller—. Al hecho de que sus identidades no concuerdan con los registros. Pero ¿por dónde empezamos?

—¿Tenemos sus huellas dactilares en algún sitio, o solo aparecen en sus fichas?

Miller negó con la cabeza.

—No lo sé… La verdad es que no lo sé.

—Los dosieres —dijo Roth, levantándose de la silla y dirigiéndose al escritorio al otro lado de la habitación.

Miller fue con él, y los dos empezaron a analizar los documentos de cada dosier.

—Esta, Margaret Mosley, no —dijo Roth, moviendo la cabeza—. Se la identificó por el carné de conducir y por el número de la seguridad social.

—Lo mismo pasó con esta, Ann Rayner —respondió Miller.

—¿Tú crees que al menos les tomarían las huellas? —preguntó Roth.

Miller asintió.

—Es el procedimiento estándar, claro —respondió.

—Llama a Tom Alexander… Pregúntale si tienen las huellas archivadas.

Miller marcó el número, preguntó por la oficina del forense y esperó a que le pasaran.

—¿Tom? Robert Miller. Una pregunta… ¿Vosotros tenéis archivadas las huellas de todas las víctimas, desde Margaret Mosley?

Miller hizo una pausa y miró a Roth.

—¿Sabes si existe alguna identificación con huellas? —Miller frunció el ceño—. No, está bien, ya espero.

Miller puso la mano sobre el micrófono.

—No lo cree. Dice que solo toman las huellas cuando la identificación física resulta imposible. —Se volvió de pronto—. Sí, claro… Guárdamelas; ya iremos nosotros.

Miller colgó.

—Las tienen archivadas, pero no comprobaron las tres primeras, Mosley, Rayner y Lee. No lo necesitaron, porque las habían identificado por sus efectos personales. Vamos a ver qué encontramos si las cotejamos con el AFIS.

Roth cogió su chaqueta y salió detrás de Miller.