26

A las cuatro menos ocho minutos Lorentzen volvió. Tenía un puñado de papeles en la mano, y una expresión decidida pero tranquila en la cara.

—He movido montañas —dijo, cuando volvió a sentarse. Puso el montón de papeles en la mesa, frente a él, y luego fue cogiéndolos uno por uno y pasándoselos a Miller.

—La copia del carné del departamento de policía del señor McCullough, su tarjeta de la seguridad social y una copia de la factura de teléfono que usó para confirmar su dirección. También tengo una copia del impreso original que rellenó para abrir la cuenta.

Miller ojeó los papeles y se los fue pasando a Roth.

—Señor Lorentzen, estoy en deuda con usted —dijo—. Ha hecho un trabajo excelente. El departamento de policía le queda muy agradecido.

Lorentzen estaba contento de haber solucionado el problema.

Unos minutos más tarde les estaba expresando a Miller y a Roth sus mejores deseos para la investigación, de pie, junto a una de las lunas de la fachada del banco, y se los quedó mirando mientras desaparecían por la esquina. Se quedó allí un momento más, luego dio media vuelta y se fue por donde había venido.


Veinticinco minutos más tarde, en plena hora punta de media tarde, Al Roth y Robert Miller estaban en la acera, frente a un vetusto bloque de pisos en Corcoran Street. Llevaban diez minutos caminando por ambos lados de la calle. Roth había comprobado la numeración de los edificios dos veces. No había duda. La dirección que había dado McCullough al Washington American Trust, confirmada por una factura de la telefónica AT&T, no era más que un edificio en estado ruinoso aparentemente deshabitado desde hacía años.

Miller se quedó allí un rato, con las manos en los bolsillos y una combinación de incredulidad y resignación en el rostro. Daba la impresión de que una irrefrenable sensación de inevitabilidad impregnaba todo lo relacionado con el caso. Nombres que no coincidían con números de la seguridad social. Pensiones no pagadas a sargentos de policía desaparecidos con direcciones ficticias. Fotos bajo la alfombra, recortes de periódico bajo el colchón… Todo ello inconexo, y sin embargo todo parecía formar parte de lo mismo.

—Volvamos a comisaría —propuso Roth—. Tenemos que comprobar su número de la seguridad social y ver si AT&T ha tenido alguna vez un cliente llamado Michael McCullough.

Miller no respondió.

Les llevó media hora más regresar al Distrito Dos. Para cuando llegaron, eran las cinco y cuarto. Roth bajó a la sala de ordenadores, en el sótano, mientras Miller subía a ver a Lassiter. Lassiter se había ido, tenía una reunión en el Distrito Ocho. Había dejado el mensaje de que si Miller o Roth aparecían le llamaran al móvil. Miller pensó que aquello podría esperar, al menos hasta que tuvieran algo que contarle.

Fue a ver si habían recibido mensajes. Habló brevemente con Metz, escuchó sus exabruptos por la cantidad de gente que les hacía perder el tiempo con sus llamadas. Todo aquello resultaba decepcionante.

—Siempre es así —le dijo Metz—. Las pistas que parecen más prometedoras son las que más nos hacen perder el tiempo; es como si el objetivo de la llamada fuera precisamente ese. Joder, tío, esto es de lo más frustrante.

Miller dejó a Metz en el pasillo de la planta baja y volvió a su despacho. Roth ya había vuelto.

—Adivina…

Miller sonrió y levantó las cejas.

—El número de la seguridad social no existe.

—No, el número existe. Y corresponde a un tal Michael McCullough, pero el Michael McCullough en cuestión murió en 1981.

—¿Qué?

—Pues sí. 1981. Nuestro sargento McCullough, que prestó dieciséis años de leal servicio y se jubiló del Departamento de Policía de Washington en 2003, en realidad lleva muerto casi veinticinco años.

—No —replicó Miller, dejándose caer sobre la silla a plomo—. No me jodas. ¿Qué narices está pasando aquí? ¿Es que no hay nada que nos lleve a una persona real?

Roth meneó la cabeza.

—También he llamado a AT&T. Dicen que en su sistema no consta esa dirección, y que sí han tenido un cliente llamado Michael McCullough, pero que causó baja en 1981.

—No me digas. Porque murió, ¿verdad?

—Solo puedo suponer que es la misma persona.

—Por Dios… ¿Y qué nos queda?

—Nada —constató Roth—. En esencia no tenemos nada, Robert. Lo cierto es que todas las pistas acaban en seco. La persona no existe. La dirección es falsa. La factura de teléfono la crearon para abrir una cuenta destinada a recibir una pensión que no llegó. Nada de esto tiene sentido, porque no está hecho para que tenga sentido, y si no puede tener sentido es porque alguien ha querido que no lo tenga. ¿Entiendes lo que te digo?

Miller asintió. Respiró hondo y cerró los ojos. Se masajeó las sienes con la punta de los dedos.

—Así que hemos vuelto a la casilla de salida —dijo—. Al mismo punto de partida.

—A menos que saquemos algo de esa foto que tenemos… A menos que alguien identifique a ese tipo y que efectivamente tenga algo que ver con Catherine Sheridan…, o que nos pueda decir algo que abra alguna otra línea de investigación.

—Ya basta —decidió Miller—. He tenido bastante por hoy. Lo dejo, me voy a descansar. ¿Les puedes decir a Metz y a los demás que si llega algo nos llamen a uno de los dos?

—Claro. ¿Quieres que me quede?

—Vete a casa. Tal como van las cosas, no creo que tengamos mucho tiempo para estar en casa. Si Lassiter se entera de que nos hemos ido, nos volverá a llamar.

—Iré a ver a Metz antes de irme —dijo Roth.

Miller se quedó allí sentado casi media hora, con la cabeza entre las manos, y luego se puso en pie, con la fatiga presionándole como un peso muerto sobre los hombros, salió del edificio y se dirigió al coche. No sabía qué hacer. No quería pensarlo. El día ya había sido lo suficientemente largo.


Para cuando llegó a Church Street, ya le costaba mantener los ojos abiertos.

Harriet le llamó en el momento en que subía la escalera.

—Llevo toda la noche despierto —le dijo Miller—. Estoy muy cansado, cansadísimo.

—Pues vete a dormir —dijo ella—. Vete a dormir, y cuando te levantes baja aquí, come algo y me cuentas qué es de tu vida, ¿de acuerdo?

Miller sonrió, alargó el brazo y le cogió la mano.

—Vete a dormir —dijo ella—. Yo te prepararé algo de comer.

Una vez arriba, Miller se quitó el abrigo y se dejó caer sobre una silla del salón. No se preguntó adónde iba la investigación. El mal presagio que tenía era algo en lo que intentaba no pensar. No se cuestionó su responsabilidad en la muerte de Natasha Joyce. No se preguntó si su vida estaría en peligro. Intentó no imaginarse el rostro de Marilyn Hemmings, la breve conversación personal que habían tenido. No pensó en Jennifer Ann Irving, en el aspecto que tenía su cuerpo cuando la encontraron. Como si algo la hubiera aplastado y la hubiera matado. La investigación de Asuntos Internos, los interrogatorios interminables, las respuestas no aceptadas, las noches sin dormir, los artículos en el periódico, las presuposiciones, las acusaciones…

La sensación de que la vida se le había cerrado, y que luego se había vuelto a abrir, poniéndole delante algo lo suficientemente grande como para acabar con él.

Se había estado engañando. El caso Irving, la muerte de Brandon Thomas… Todo eso no era nada en comparación con lo que pasaba ahora.

Eran las seis y diecinueve minutos de la tarde del miércoles 15 de noviembre. Catherine Sheridan llevaba muerta cuatro días, Natasha Joyce poco más de veintiséis horas.

El teléfono móvil le despertaría a las ocho y cuarto, y Al Roth estaría al otro lado de la línea, y le diría algo que le dejaría sin respiración. Solo un momento, nada más, pero le dejaría sin respiración.

Dos horas de calma antes de la tormenta. Por un momento, aunque fuera, el mundo se detuvo para Robert Miller y, aunque solo fuera por eso, dio gracias.