—No lo entiendo —dije.
Catherine desplazó el peso del cuerpo ligeramente a la derecha y sacó la pierna de debajo. Se quedó sentada frente a mí, en el sofá de su apartamento; yo estaba en el suelo, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en la pared y la cabeza ladeada, de modo que veía el techo mientras hablaba.
—¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó. Yo no quería mirarla—. ¿Qué es lo que te dijo, John?
—¿Dennis? Dijo que tú y yo deberíamos ir allí. Dijo que debería trabajar con alguien, coger práctica en el trabajo. —Negué con la cabeza—. ¿Cómo puede decir eso de algo así?
—¿El qué?
—Lo de «coger práctica», por Dios… Hablaba de algo equivalente al asesinato. Equivalente al asesinato.
Catherine sonrió, aunque más que verlo directamente, lo percibí.
—No es algo equivalente al asesinato. Es asesinato.
—¿Y crees que está justificado?
—Indudablemente. —Su tono era de certeza.
Aquello era algo que siempre se podía decir de Catherine, incluso hasta en el peor momento, en el último: Catherine Sheridan era un modelo de certeza.
—¿Indudablemente?
—Mírame un minuto.
Bajé la mirada y la fijé en ella.
—¿Ya te ha enseñado las grabaciones?
Negué con la cabeza.
—Me ha dicho que me iba a enseñar unas grabaciones esta tarde.
—Ve a verlas. Ve a ver qué está haciendo esa gente. Esa gente son… —Negó con la cabeza, y por un momento me pareció que estaba enfadada—. Dios, no sé ni qué decir. Ve las grabaciones y luego decide si quieres hacer algo y participar en la acción directa.
—«Acción directa». ¿Es así como lo llaman ahora?
—Creo que lo han llamado siempre así.
Me quedé callado un rato. Al otro lado de aquellas paredes había gente que no sabía nada de lo que estaba sucediendo. Quizá la gran mayoría de la población quería creer que nadie hablaba de cosas así. La gente no discutía sobre asesinatos políticos. No tomaban decisiones sobre las vidas ajenas: sobre vidas de personas que no conocían, que nunca conocerían, que solo verían una vez en la vida y a través de la lente de un teleobjetivo, a través de la mira de un fusil, en el mismo momento en que apretaban el gatillo.
—¿Qué pasa? —preguntó Catherine.
—Solo estaba pensando.
—Sopesando argumentos éticos y morales, ¿verdad?
—Exacto.
—¿Entiendes la diferencia entre la ética y la moral?
Yo me encogí de hombros.
—La moral son las reglas y normas impuestas por la sociedad. No matarás. No robarás. Ese tipo de cosas, ¿vale?
—Sí, claro. Eso lo entiendo.
—Bueno, la ética es diferente. La ética tiene que ver con las decisiones que uno toma cuando se enfrenta a una situación auténtica en base a su conciencia. Alguien se cuela en tu casa. Tiene un cuchillo. Coge a tu hijo. Tú tienes una pistola y una línea de tiro limpia, un momento en que todo está ahí, frente a ti, y tienes la certeza de que puedes dispararle al tipo en la cabeza y que así acabará todo. ¿Qué haces?
—Le disparo.
—¿Estás seguro?
—Seguro. Estoy seguro… Defensa propia, ¿no?
Catherine sonrió y negó con la cabeza.
—No, no es defensa propia: es ética. La moral te dice que no puedes matarlo. La ética te dice que sí. Tú te has comprometido a acatar la moral de la sociedad, y la sociedad dice que no mates a nadie. Pues bien, tú acabas de decidir que sí, y has matado a alguien.
—Eso es diferente.
—¿Y por qué?
—Porque el tipo estaba a punto de matar a mi hijo. Era necesario matarlo para proteger la vida de mis seres queridos.
—¿Y si fueran extraños?
—Eres buena, ¿sabes? —dije, riéndome—. Hablas como Matthews o Carvalho, como Dennis Powers. Realmente te han…
—… abierto los ojos, John. Eso es lo que han hecho. Me han abierto los ojos y me han dado la oportunidad de ver algo que no había visto. Por Dios, he presenciado tanta mierda que me avergüenzo de mi condición de ser humano. Cuando veo todo eso, me siento absolutamente inútil. Impotente, tremendamente impotente. Y quiero hacer algo.
—Y ahora has visto la luz, y Dennis Powers te ha enseñado cómo puedes restablecer el equilibrio…
—No seas sarcástico. Venga, hombre, escúchate: lo que dices suena de lo más ingenuo, John. De hecho, no quiero siquiera seguir hablando de ello. Tú haz lo que tengas que hacer. Yo ya he tomado mi decisión. Joder, puede que no sea la decisión correcta, o la mejor decisión, pero al menos tengo la suficiente perspectiva sobre toda esta mierda como para tomar una decisión.
Por un momento me convertí en un niño al que le dan permiso para sentarse con los mayores y los abochorna a todos con su lenguaje.
—Y, sí, he hablado con Carvalho y Dennis Powers —añadió Catherine—. Y, sí, he visto las grabaciones, y quizá sean un montaje propagandístico, pero no me lo pareció cuando las vi —dijo, agitando la mano, como para quitarle importancia—. Piénsatelo. Piensa lo que sea que tengas que pensar, y cuando te hayas decidido, dímelo, ¿de acuerdo?
Yo me quedé donde estaba.
Catherine movió el cuerpo, puso los pies en el suelo y se echó hacia delante.
—Este es mi apartamento, John. Te estoy pidiendo que te vayas. ¿Lo entiendes, o necesitas que te aclare algo?
Aquello me pilló a contrapié. La sorpresa debió de reflejárseme en el rostro, y ella se rio.
—Ahora parece como si tuvieras doce años —dijo—. Te estoy pidiendo que te vayas. ¿Qué es lo que no te ha quedado claro?
Yo meneé la cabeza con gesto de disculpa.
—Perdóname si…
Catherine levantó la mano, mostrándome la palma, indicándome que parara.
—Ya vale. Ve a ver las grabaciones. Si después tienes algo diferente que decirme, vuelve y habla conmigo —dijo con tono autoritario y expresión dura, sin pestañear—. ¿La verdad? ¿Quieres saber la verdad?
—Claro que quiero saber la verdad. ¿Por qué te crees que estoy aquí? ¿Crees que dejé la universidad y me vine hasta aquí por motivos de salud?
—La verdad es que todo esto es más grande que nosotros mismos, más grande que todos los que estamos aquí. El viejo dicho, ¿no? «El todo es mayor que la suma de sus partes». ¿Has leído a Truman Capote? Bueno, escribió un libro llamado Plegarias atendidas. El título procede de un viejo dicho: «Las plegarias atendidas provocan más lágrimas que las que no reciben respuesta». ¿Lo coges?
—Claro que lo cojo.
—Pues ahí va otro: «Si Dios te odia de verdad, te concederá tu mayor deseo».
—Ese es muy cínico.
—Será cínico, pero aun así es muy cierto. Bueno, ¿sabes qué? Que yo estoy aquí, John. A mí se me ha concedido mi mayor deseo. Un día miré alrededor y vi un poco de lo que pasa en el mundo, y llegué a la conclusión de que no soy más que una persona, que no cuento más que con mis propias fuerzas. Quería hacer algo, de verdad, pero solo soy una persona. Una chica de veintitrés años, a un salto de la América profunda, y de pronto viene alguien y me dice que quizá no esté sola. Vienen y me dicen que puedo hacer algo al respecto, y que si hay aspectos morales cuestionables en el asunto no importa, porque podemos apelar a la ética. En este caso no estamos hablando de una vida, de una persona… —Se interrumpió un momento. Tenía color en las mejillas, y los ojos brillantes, como si se los iluminaran desde dentro—. Estamos hablando de todo un país, de una nación… Por Dios, ¿no ves lo que está ocurriendo? Estamos hablando de tener la posibilidad de hacer algo para reparar las injusticias que se cometen en aquel lugar…
—¿Y qué hay de las injusticias de aquí? —dije—. Aquí, en Estados Unidos, deben de haber tantas injusticias como en cualquier otro lugar del maldito mundo.
—Claro que sí. Estados Unidos tiene sus problemas. Ya lo sabemos. Pero los problemas que tenemos aquí son mucho más complicados, mucho más complejos. Estás hablando de inmigrantes ilegales, de la corrupción en la policía, en el ayuntamiento, en el gobierno. Estás hablando de la manipulación de la justicia, de ese tipo de cosas.
—Pues sí, y esas cosas son tan importantes como cualquier otra que pueda estar pasando allí.
Catherine sonrió.
—Estás pasando algo por alto, John, algo tan evidente que resulta sorprendente. Para que se produzca una manipulación de la justicia tienes que tener un sistema judicial. Para que puedan sobornar a un policía tienes que tener un cuerpo de policía. En este caso estamos hablando del comunismo… Estamos hablando de la infiltración del comunismo por el corredor centroamericano en dirección a México. Pongamos que sigue adelante: ¿Cuánto tardaremos en tener revueltas comunistas en Honduras? Y luego están El Salvador y Guatemala, y luego pasarán a Costa Rica, y antes de que te des cuenta, los comunistas controlarán el canal de Panamá…
—¿Y qué es lo que propones, Catherine? ¿Me estás diciendo que para evitar que los comunistas se hagan con el control del mundo tú y yo tenemos que coger un avión hasta allí y aprender a usar armas de fuego, a hacer lo que sea…?
—Tendrá que morir gente, John. Te lo digo tal como es. Tenemos que afrontar la verdad. Tenemos que abrir los ojos y ver lo que hay delante de nosotros. Hay gente por ahí matando a otra gente, y los hay que los matan a montones, y no les importan un carajo los derechos humanos, la ética ni nada que se acerque a los principios morales que nosotros damos por sentados. Y se nos presenta la ocasión de hacer algo al respecto, y yo pensaba que quizá tú y yo podríamos ir allí y poner algo de nuestra parte…
Yo levanté ambas manos en un gesto conciliatorio pero que al mismo tiempo dejaba claro que no quería oír más. Al menos de momento.
—Me voy —anuncié, poniéndome en pie—. Iré a ver a Dennis Powers y veré esas grabaciones. Y tú y yo ya hablaremos en otro momento.
Me di media vuelta y me dirigí hacia la puerta del apartamento. Sabía que me diría algo, o que al menos intentaría disculparse a su modo por el sermón. O eso creía. Incluso me frené un momento en la puerta por si decía algo, pero no lo hizo.
Por aquel entonces no conocía a Catherine. Creía que la conocía, pero me estaba engañando. Mucho tiempo después me plantearía si Powers y ella habían preparado la escena: «¿Y si él dice esto y lo otro, tú qué dices?». Pero me equivocaría. Nadie le decía a Catherine Sheridan lo que debía pensar o decir. Durante su juventud había estado con los hippies de Haight-Ashbury, pero solo el tiempo necesario para darse cuenta de que allí se hablaba mucho pero no se pasaba a la acción. Aquellos tipos querían la revolución, pero estaban demasiado colocados como para fabricar molotovs. Catherine quería luchar por una cosa y contra otra. Quería vivir una vida que se recordara. Incluso me citó a Martin Luther King: «La injusticia, allí donde se halle, es una amenaza para la justicia en su conjunto».
Después de ver las grabaciones, aquella tarde, supe sin lugar a dudas lo que sería Catherine para mí. Veintiún años de edad, y el mundo real y yo estábamos a punto de chocar el uno contra el otro.