43

Miller y Roth fueron hasta el campus universitario en coche, se enteraron de que Robey había salido unos minutos antes de su llegada, y entonces decidieron separarse.

—McCullough —dijo Roth—. Eso es lo que me interesa. Young ha dicho que cambiaron al tipo que les habían asignado al Distrito Siete. Bueno, debió de venir de algún sitio. Tiene que estar en el sistema…

—Lo que estoy aprendiendo con este caso es que nada es lo que se supone que debería ser —respondió Miller.

—En cualquier caso, el tipo era poli. Están los registros que encontramos en el Distrito Cuatro cuando hablamos con Gerrity… Al menos es un inicio.

—Ve a ver si te enteras cómo fue la redada antidroga anterior, la de septiembre —propuso Miller—. Esa tras la cual desapareció la coca del almacén de pruebas.

—A ver qué encuentro —dijo Roth—. Entonces…, ¿ahora vamos al piso de Robey?

Llegaron a la esquina de Franklin y New Jersey y pararon el coche.

—La última manzana la haré a pie —decidió Miller.

—¿Y si no está?

—Ya encontraré una cafetería o algo. Esperaré media hora o así y luego volveré al piso.

—¿Estás seguro?

—No tenemos nada concreto. Hace seis días del asesinato de Catherine Sheridan, ¿verdad? —Miller meneó la cabeza lentamente—. No hemos revisado siquiera el apartamento de Natasha, y mucho menos las casas de las otras víctimas. Haz lo que puedas con McCullough y a ver si pueden cruzar los registros telefónicos y del uso de internet.

Salió del coche. Roth pasó por delante y se puso al volante.

Miller hundió las manos en los bolsillos, se quedó mirando cómo se alejaba Roth en el coche y empezó a caminar en dirección al apartamento de Robey.


—Inspector Miller —le saludó Robey, con naturalidad, al abrir la puerta.

—Profesor Robey. Tengo unas preguntas más, si no le importa.

—Bueno, la verdad es que ahora mismo estoy bastante ocupado corrigiendo exámenes. ¿No podría esperar a otro día?

Miller respiró hondo. Sintió el peso del cepillo en su bolsillo.

—Lo siento, no, la verdad es que no puedo esperar. Estoy siguiendo numerosas líneas de investigación relacionadas con esos asesinatos, y tengo algunas preguntas que creo que solo usted me puede responder.

La expresión de Robey dejó traslucir por un momento un gesto de exasperación, pero luego dio un paso atrás, abrió la puerta y le pidió a Miller que entrara.

—¿Quiere un café o algo? —preguntó.

—Sí, por favor…, estaría muy bien.

—¿Cómo lo toma?

—Con leche, sin azúcar —dijo—. ¿Y podría usar su baño otra vez?

—Claro. Ya sabe dónde está.

Miller atravesó el pasillo, entró en el baño, se aseguró de que la puerta estuviera bien cerrada y luego sacó del bolsillo la bolsa de pruebas de plástico con mucho cuidado. Esperó un par de minutos y luego tiró de la cadena, usó el ruido del agua para ocultar el de la bolsa al sacar el cepillo, abrió el armarito del lavamanos y volvió a dejarlo exactamente donde lo había encontrado. Dobló la bolsa, se la metió en el bolsillo y luego abrió el grifo, como si se estuviera lavando las manos.

La sensación de alivio que sintió mientras volvía al salón de Robey fue inmensa. Sabía lo increíblemente temeraria e irreflexiva que había sido aquella acción. No podía ni imaginarse qué habría sucedido si Lassiter o Nanci Cohen se hubieran enterado de lo que había hecho.

—Su café —dijo Robey, señalando una taza en la mesita baja que había en el centro del salón.

Se sentaron uno frente al otro, Robey de espaldas a la ventana.

—De modo que tiene más preguntas, inspector.

—Pues sí. La última vez que hablamos…, la última vez que estuve aquí me habló usted de Nicaragua. Me habló de muchas cosas…, algunas de ellas ni siquiera las recuerdo demasiado bien.

—Estaba usted muy cansado, creo —dijo Robey—. Yo mismo he estado pensando en quién se creerá usted que soy…

Miller sonrió.

—¿Le parece divertido?

—¿Divertido? No, nada de divertido. La gente no solo sonríe cuando algo le parece divertido. Sonríe cuando reconoce una verdad que no esperaba.

—¿Y qué verdad es esa que no se esperaba?

—Que nos pasamos demasiado tiempo preocupándonos de lo que los demás puedan pensar de nosotros.

—Mi interés no se debía a vanidad o egolatría, inspector. Quizás al instinto de supervivencia, inspector…

—¿Instinto de supervivencia?

—Todo lo que hacemos está guiado por el instinto de supervivencia, y si no es por sobrevivir, es por preservar algo que consideramos nuestro. Su asesino quizás haga esas cosas porque ve amenazado algo en particular.

—Un individuo que haga ese tipo de cosas tiene que estar loco. Tiene que estarlo, o no las haría.

—¿Quién lo dice?

—Nosotros —dijo Miller—. La sociedad. Va contra las normas y regulaciones acordadas por la sociedad.

—¿Y eso es lo que le sirve de referencia a la hora de considerar si alguien está loco o no? Ha olvidado muy rápidamente la charla que tuvimos la última vez que estuvo aquí…

—¿Sobre qué? ¿Sobre Nicaragua? ¿Sobre la cocaína que se pasaba de contrabando a Estados Unidos?

—Que aún se pasa de contrabando, inspector. Eso aún sigue. ¿No consideraría que algo así es obra de gente que está loca?

—Por supuesto que sí…, o al menos de gente que considera que el dinero vale más que las vidas humanas.

—Tendría que intentar ver la imagen global —precisó Robey.

—¿Y cuál sería?

—Siento volver a lo de Nicaragua —dijo Robey—, pero es un tema por el que tengo debilidad…

—¿Y eso por qué, profesor Robey? ¿Por qué tiene usted esa debilidad por Nicaragua?

—Perdí un amigo hace unos años. Era un buen hombre, un colega mío. Descubrió que su hijo era drogadicto. Se dirigió a mí, me pidió ayuda, pero yo no sabía nada de esas cosas. El hijo sufrió una sobredosis antes de que su padre pudiera hacer nada efectivo por ayudarle, y su pérdida le afectó tanto que nunca se recuperó. Cuatro meses después de la muerte de su hijo se suicidó. Era un profesor excepcional, y puedo decirle con toda honestidad que nunca me he sentido tan impotente en toda mi vida.

—¿Y qué relación tiene eso con Nicaragua?

—Él era de allí. Al menos su familia. Consiguió salir del país antes de que la guerra de Reagan lo destrozara, pero su hijo quiso quedarse, luchó un tiempo con los contras y allí es donde tuvo su primer contacto con las drogas.

—Lo siento, profesor…

Robey agitó la mano, quitándole importancia.

—Tal como le he dicho, de eso hace ya veinte años. Pero la experiencia me enseñó algo. Me enseñó que fingir que no se ven cosas no hace que se reduzca su efecto. De hecho, hay quien dice que cuanto menos te enfrentas a algo, más fácil es que acabe dominándote…, como ese pequeño problema que tuvo usted hace unos meses.

Miller notó cómo se le abrían los ojos sin que pudiera evitarlo. Robey se echó a reír.

—Yo también he hecho averiguaciones sobre usted —confesó—. Ese lío que tuvo con aquella prostituta y su chulo. Brandon Thomas, ¿verdad? ¿Y Jennifer Ann Irving? Todo aquel asunto fue otro ejemplo clarísimo de algo que acaba convirtiéndose en lo que otra persona quiere que sea.

A Miller aquello le pilló desprevenido.

—No entiendo…

—¿El qué? ¿Qué es lo que no entiende exactamente? ¿Cómo pudieron hacer que aquella situación pareciera lo que no era? Un simple interrogatorio de un testigo potencial se convierte en un asunto de coacción, o de intereses creados, o de si un inspector de policía es corrupto o no. ¿Estaba usted implicado? ¿El poli se había tirado a la puta? ¿Discutió con su chulo porque el chulo se había dado cuenta de que la puta se había enamorado del poli y pensó que podía dejarlo tirado? ¿Era una cuestión de celos? ¿Se estaba tirando la puta al chulo, o le estaba dando una paliza él a ella cuando se presentó el inspector? ¿Se pelearon, y fue una pelea justa, en la que el inspector actuó en defensa propia? ¿O sacó la pistola y sacó al chulo al rellano y luego lo tiró escaleras abajo? ¿Qué es lo que pasó realmente aquel día?

Miller abrió la boca para defenderse, pero Robey le interrumpió:

—No se lo estoy preguntando, inspector. En realidad no es asunto mío si mató al chulo o no. Si le digo la verdad, si lo hubiera hecho no me preocuparía lo más mínimo. El asunto aquí no es si mató al chulo intencionadamente o no. La cuestión es cómo lo convirtieron los periódicos en un problema racial. La puta era negra, el chulo era un mulato con rastas. Tenía antecedentes penales. Había sido detenido cuatro veces aquel mismo año por asalto con agresión. Probablemente se merecía morir. Joder, si uno de esos capullos progresistas que pusieron el grito en el cielo, pidiendo que se le procesara, se encuentra con un tipo así en el patio de su casa…, daría lo que fuera por que apareciera alguien como usted para encargarse de que el tipo acabara en la piscina del vecino… —Robey hizo una pausa. Estaba casi sin resuello.

Miller lo miraba atentamente, observando el énfasis con que decía todo aquello, como si fuera importantísimo. El hombre estaba emocionado, se había dejado llevar.

—Ese es el mundo en el que vivimos, inspector Miller, y es el mundo que nos hemos creado nosotros mismos, y aunque tuviera cien mil preguntas que hacerme, lo cierto es que no debería estar analizando lo que ha sucedido con esa estrechez de miras.

—Usted dice esas cosas, profesor Robey… —dijo Miller—. Dice esas cosas como si tuviera alguna idea de lo que está sucediendo, como si supiera cosas que yo no sé. Y le escucho decir todo eso, y en el mismo momento que le salen las palabras de la boca, me pregunto qué demonios es lo que sabe.

—Yo no sé casi nada, inspector Miller, solo lo que he leído en los periódicos.

Miller estaba rabioso, enfurecido. Tenía ganas de agarrar a Robey por la garganta y zarandearle. Querría agarrarlo y ponerle una pistola en la frente, y preguntarle, si no sabía nada, si solo sabía lo que había leído en los periódicos, cómo podía ser que un cabello de Catherine Sheridan hubiera acabado en el cepillo que había en su baño.

Pero no se lo preguntó. Robert Miller no sacó la pistola, ni levantó la voz, ni agarró al profesor John Robey por la garganta ni le inmovilizó contra la pared. Robert Miller se recostó en su silla.

—Creo que está teniendo demasiada paciencia, inspector.

—Demasiada paciencia… ¿A qué demonios se refiere?

—Todo eso de lo que hemos hablado…, sobre Nicaragua, sobre las guerras de la cocaína que se libraron en aquel tiempo…

—No vamos a hablar de eso —le interrumpió Miller, levantando la mano.

—¿No vamos a hacerlo? ¿Qué quiere decir con eso? Es algo que ya hemos hecho, inspector. Ese es el monstruo sagrado que está buscando…, eso es lo que le cuesta tanto afrontar. Está buscando a un hombre, y lo que tiene que buscar es un monstruo que han creado los hombres.

—Si tiene algo que decirme, dígamelo, profesor…

—Creo que es usted quien tiene que decirme algo, inspector.

Miller pensó en responder, pero luego se contuvo. Robey le miró con una seguridad que hizo que Miller sintiera cómo se le tensaba el espinazo hasta la nuca. Pensó en la retirada ilegal de pruebas, en cómo había recurrido a Marilyn Hemmings, en cómo la había implicado en un delito, en la versión que darían los periódicos, en la fotografía que saldría en el Globe, que aparecería una y otra vez… La forense auxiliar Marilyn Hemmings y el inspector Robert Miller, esta vez respondiendo en una investigación de Asuntos Internos, declarando ante el Gran Jurado, acusados de conspirar para implicar al respetado escritor John Robey, profesor de literatura del Mount Vernon College… Y si habían podido robar algo de la casa de aquel hombre, ¿no sería posible también que hubieran colocado ahí el cabello de la víctima? Tenían el cadáver allí mismo, en el congelador del depósito. No podría ser más fácil: se coge un cabello, se enreda entre las cerdas del cepillo, y ya tienen una prueba incriminatoria. Qué práctico. Evidentemente, dos personas capaces de hacer algo así eran más que capaces de falsificar la documentación de una autopsia. ¿Se había caído el chulo mulato, o le habían empujado? El inspector exculpado ahora parece alguien completamente diferente, y su cómplice, la bella y peligrosa forense auxiliar…

Miller cerró los ojos por un momento. Sintió algo, pero por un instante le costó identificarlo como miedo. Se había pasado mucho tiempo fingiendo que todo aquello no le había afectado, que no podía afectarle, pero cada vez que cerraba los ojos veía la imagen de Jennifer Ann Irving, y luego, a su lado, casi como si ambas imágenes tuvieran relación, la de Natasha Joyce, tendida sobre su cama, después de sufrir aquella brutal paliza…

—Lavanda —dijo Robey como quien no quiere la cosa.

—¿Qué? —reaccionó Miller sobresaltado.

—¿No deja un olor a lavanda en la escena del crimen?

Miller no podía creerse lo que estaba oyendo. Era imposible que Robey pudiera saber lo de la lavanda. No había aparecido en los periódicos, ni formaba parte de ningún informe oficial. La cabeza se le fue a la conversación que había tenido con Hemmings y Roth, a las hipótesis planteadas, que si el hombre que había hecho esas cosas tendría que tener acceso a los archivos policiales, a los informes de las autopsias… O eso, o es que él había dejado caer lo de la lavanda sin darse cuenta.

—¿Cómo…?

—¿Cómo lo he adivinado?

—No lo ha adivinado, profesor Robey. No hay modo de que pudiera…

—Sí que hay modo, inspector… Desde luego que hay modo de que lo pudiera saber. Yo no paro de decirle cosas. No paro de indicarle el camino que debe seguir. Voy dándole indicaciones y dejando pistas, y por algún motivo a usted le cuesta mucho verlas. Eso es lo único que le pido, inspector. Que simplemente mire. Abra los ojos bien y vea lo que tiene delante. Haga las preguntas que quiere hacer de verdad. Vaya a hablar con la gente implicada en esas cosas. Descubra qué pueden decirle… Es más, descubra qué es lo que no quieren decirle, y entonces empezará a ver la imagen global. —Robey hablaba con paciencia, como un profesor, acostumbrado a explicar las cosas una y otra vez—. Y más importante, quizá —añadió—, empezará a ver lo que yo he visto.

—No veo que nada de todo eso tenga sentido…

—Lavanda —dijo Robey—. Deja olor a lavanda en el escenario de cada crimen, ¿no?

—Eso no puedo decírselo —repuso Miller.

—Lo cual quiere decir que es cierto, porque si no simplemente lo negaría.

—El mero hecho de que esté tan seguro de eso me da motivos suficientes para someterlo a un interrogatorio oficial.

Robey se rio.

—En absoluto. ¿Qué es lo que va a hacer? ¿Detenerme? ¿Llevarme a comisaría e interrogarme?

—Sí…, basándome en que ha demostrado un conocimiento específico de detalles de una escena del crimen que no se han hecho públicos de ningún modo.

—¿Y quién dice que lo haya hecho?

—Yo.

—En ese caso sería su palabra contra la mía… Yo, el reputado y respetado profesor del Mount Vernon College, y usted, el poli que ha salido en los periódicos porque todo el mundo pensaba que había matado a un chulo en un ataque de celos. ¿Quiere jugársela, inspector? ¿De verdad es así como quiere llevarlo?

Miller no respondió.

Robey negó con la cabeza.

—Ya me parecía…, y lo único que ha hecho es confirmarme que efectivamente deja un aroma a lavanda en la escena del crimen. —Robey hizo una pausa. Cerró los ojos por un momento, y luego prosiguió—. Y una cinta atada alrededor del cuello, ¿no?

—Eso sí ha salido en los periódicos —respondió Miller.

—Y luego está la etiqueta…, una etiqueta en blanco, como la que se cuelga de un dedo del pie a los muertos cuando los almacenan en el depósito de cadáveres.

—Sí, así es. —Miller había perdido la iniciativa, y no parecía que pudiera recuperarla.

De no haber robado pruebas del piso de aquel hombre, se sentiría en una posición más fácil de defender. Pero se había llevado aquel cepillo, y había implicado a otra persona. ¿Y si la cosa iba mal, mentiría ella por él? ¿La creería el mundo una segunda vez?

—¿Y por qué la lavanda, y por qué la etiqueta, inspector? ¿Por qué les deja esas cosas?

—No las deja para mí…

—¿Eso cree?

Miller sonrió, casi nerviosamente.

—No, no hace todo eso por mí…, claro que no.

—Mató a Natasha por usted.

—¿Por mí? ¿Está loco? ¿De qué demonios está hablando? No mató a Natasha Joyce por mí…

Robey asentía.

—Me temo que sí. Me temo que debo decirle que si usted y su colega no se hubieran presentado en su piso, ella seguiría viva y su hija no estaría con los de Servicios Sociales…

—¿Cómo demonios sabe…?

Robey hizo caso omiso a la pregunta de Miller.

—Tal como le he dicho, he investigado un poco. He escarbado un poco por mi cuenta. He leído sobre el asunto para intentar entender qué tipo de hombre cree usted que soy…

—Todo eso es una patraña, Robey…

—¿Una patraña? ¿Es eso lo que es? Por Dios, inspector, ¿qué es lo que le da tanto miedo? ¿Tiene la más mínima idea del alcance de esto? ¿Tiene la más mínima sospecha de hasta dónde llega el asunto al que se está enfrentando? No se trata de la muerte de unas mujeres…, se trata del asesinato de toda una generación…

—Ya está bien —le cortó Miller—. Dígame lo que quiere decirme o no diga nada.

—O si no, ¿qué? ¿Me detendrá? ¿Acusado de qué? Respóndame a eso, al menos, inspector… ¿Qué excusa podría tener para detenerme?

Miller volvió a mirar a Robey. No hablaba con arrogancia, simplemente estaba seguro de lo que decía. No se daba aires de importancia, era simple certeza. Tenía la mirada tranquila, no parpadeaba, y cuando sonreía no era por engreimiento o con aires de superioridad, sino con una expresión de convencimiento.

—Yo digo lo que quiero decir —respondió Robey—. Siempre.

—Entonces, sencillamente no le entiendo —dijo Miller.

—La comprensión no es una cualidad que se pueda vender o comprar, inspector Miller. Comprender es algo que deriva de la observación y de la experiencia personal. —Robey apoyó los codos sobre las rodillas y juntó las palmas de las manos—. Yo he visto cosas que harían vomitar a un perro. He visto a niños huyendo de casas en llamas con el pelo ardiendo. He visto a un hombre disparando a su propia esposa para protegerla de lo que sabía que le ocurriría. He visto a hombres enterrados vivos, decapitados, colgados y destripados… He visto a trescientas o cuatrocientas personas inocentes masacradas en cuestión de minutos…, y todo ello se hacía en el nombre de la democracia, de la unidad, de la solidaridad, en el nombre de los grandes y magníficos Estados Unidos de América… O quizás esté loco. Quizás esas cosas existan únicamente en mi imaginación. Quizá yo sea la persona más loca que llegue usted a conocer nunca…

—¿Y va a decirme qué relación tiene todo eso con lo que les ha ocurrido a esas mujeres, profesor Robey? —preguntó Miller—. ¿Va a darme alguna idea sobre la conexión que hay entre todo eso y las cinco mujeres muertas?

—No, inspector, no voy a hacerlo. No voy a decirle nada. Voy a enseñarle algo y luego puede usted pensar por su cuenta… e ir a mirar usted mismo. Entonces podrá decidir si quiere seguir investigando esta pesadilla o no.

—¿Enseñarme algo? ¿Enseñarme qué?

—El monstruo sagrado, inspector… Voy a enseñarle el monstruo sagrado.