8

De camino a comisaría se detuvieron a tomar café. Miller sabía que estaban haciendo tiempo hasta la hora del almuerzo. Quería ver a Marilyn Hemmings. Quería los resultados de la autopsia. Quería desarrollar la pista de que Natasha Joyce había visto a Catherine Sheridan cinco años antes.

Ya en su despacho, se quedó plantado junto a la ventana. Roth estaba en el pasillo; había ido a buscar un refresco. En la pared de la derecha había dos paneles de corcho —grandes, de unos dos metros por más de un metro— con fotografías de las cuatro víctimas, sus respectivas casas y apartamentos, un plano que abarcaba los diferentes escenarios, notas y recordatorios, y el papel amarillo de pedido con el número 315 3477.

Roth entró y le pasó una lata a Miller.

—Ese jodido número —dijo Miller—. No se me ocurre…

Roth se quedó de pie un momento, sorbiendo ruidosamente de la lata de Sprite. Ladeó un poco la cabeza.

—Siete números —observó—. ¿Las coordenadas de algo?

—¿Tú qué sabes de coordenadas?

Roth se encogió de hombros.

—Nada.

—Pues estamos igual.

—¿Y al revés? ¿7743513?

Miller frunció el ceño, pensativo.

—Si le pones un cero delante tienes un número de caso —dijo—. El prefijo 077…, todos los números son secuencias de tres-tres-dos números con el mismo prefijo, ¿no? Prueba a meterlo en el sistema.

Roth dejó la lata al borde de la mesa y encendió el ordenador. Esperaron, impacientes como un par de niños ante la llegada de la Navidad. Introdujeron el número. Esperaron un poco más. La CPU emitió un furioso zumbido.

Miller estaba junto a la ventana. El cielo era blanco y sin nubes. Por su mente iban pasando ideas fugaces: «¿Qué tipo de vida es esta, por Dios? Perseguir a gente que hace estas barbaridades a otra gente».

—Bingo —dijo Roth.

—¿Qué tienes?

—Nuestro amigo otra vez… Nuestro interesante amigo. Darryl Eric King, nacido el 14 de junio de 1974, detenido el jueves 9 de agosto de 2001 por posesión de cocaína. Número de caso 077-435-13.

—¡Estás de broma!

Roth negó con la cabeza.

—No puedo ir más en serio. Mira…, Darryl King… —Se echó hacia atrás para que Miller pudiera ver mejor la pantalla—. Número de caso 077-435-13. Darryl Eric King.

Miller guardó silencio un momento; se había quedado sin palabras.

—Esto no me lo puedo creer —dijo en voz baja—. Esto es demasiado. —Volvió a quedarse en silencio, moviendo la cabeza, escrutando la pantalla para intentar comprender el significado de lo que estaba viendo—. ¿Dónde fue? —preguntó por fin.

—Distrito Siete.

—¿Quién lo arrestó?

—Un tal sargento Michael McCullough… ¿Lo conoces?

Miller negó con la cabeza.

—¿Qué sucedió?

Roth fue pasando páginas.

—Liberado el mismo día, ocho horas más tarde. Sin cargos.

Miller frunció el ceño.

—¿Cómo puede ser que no presentaran cargos? Fue arrestado con… ¿cuánto?

—Tres gramos…, tres y medio, de hecho.

—Tuvo que ser un informador; o eso, o es que le pasó algo a ese tal McCullough. Quizás entregó al traficante, o algo así.

—Si hubiera sido un informador habría una señal en el archivo —dijo Roth, a quien todo aquello le parecía muy difícil de creer.

Frunció el ceño, se echó hacia delante y miró la letra pequeña que aparecía en la pantalla.

Miller sonrió, consciente de sus dificultades.

—Y tenemos el sistema de archivos más actualizado y mejor organizado del mundo, ¿verdad?

—Bueno, vamos a preguntarle a McCullough.

—Búscalo… ¿Aún está en el Siete?

Roth cerró el archivo de King y abrió otras ventanas; escribió el nombre de McCullough y esperó un momento. Se volvió y miró a Miller, que estaba de pie junto a la ventana, de espaldas a él.

—No aparece.

—¿No aparece? —Miller se volvió—. ¿Ha muerto?

—No, ya no está en el departamento. Lo dejó en marzo de 2003.

—¿Cuántos años de servicio?

—Veamos… 1987. ¿Dieciséis años?

Miller asintió.

—Y se ha quedado sin su pensión por veinte años de servicio. ¿Quién demonios abandona a cuatro años de conseguir la pensión de los veinte años? Si estás quemado, puedes alegar alguna discapacidad y pasarte esos cuatro años detrás de una mesa, por Dios. Es un montón de dinero, como para tirarlo a la basura tras dieciséis años de trabajo.

—A menos que tuviera que abandonar —sugirió Roth.

Miller se encogió de hombros.

—Quién sabe. Ahora mismo eso no importa mucho. Lo importante es que lo encontremos. Tenemos que hablar con él. Es un vínculo directo entre el asesinato de Catherine Sheridan y un arresto anterior. —Miró hacia la ventana y negó con la cabeza—. Por Dios —dijo, más como expresión de sorpresa que de cualquier otra cosa—. Tenemos que encontrar a ese McCullough… Encarguémoselo a Metz, a alguien que no esté ocupado con algo más importante. —Miller cruzó la sala y se sentó a su mesa—. ¿Qué es lo que tenemos? Chloe Joyce dice que reconoce a la tal Sheridan. Descubrimos que Catherine Sheridan fue hasta aquel barrio desfavorecido para hablar con Darryl King hace cinco años. No podemos hablar con él porque está muerto. No obstante, fue detenido unos dos meses antes de morir por este tal sargento McCullough del Distrito Siete. Y el número de caso de King se corresponde con el número que el asesino de Sheridan dio a la pizzería…

—¿Podría ser que McCullough fuera quien acompañara a Sheridan a los suburbios?

—Yo no voy tan lejos —dijo Miller, meneando la cabeza—. Me pregunto por qué iría Catherine Sheridan a ver a Darryl King, y no una o dos veces, sino quizá tres. Y esas son solo las ocasiones en que él no estaba y se encontró con Natasha Joyce.

—¿Crees que Catherine Sheridan estaba enganchada?

—La forense lo sabrá —respondió Miller, cogiendo la chaqueta que tenía colgada en la silla.

Le costaba entender lo que había sucedido. Había salido del apartamento de Natasha Joyce cabreado y frustrado. Se había ido de allí con el nombre de un muerto, y el nombre del muerto había reaparecido en un caso de hacía cinco años. El número de la pizzería no era un simple número de teléfono, era un número de caso, era una pista, la mejor con la que contaban, y aquello le desconcertaba.


A apenas un kilómetro de allí, bajo el complejo del departamento forense del condado, la forense auxiliar Marilyn Hemmings estaba inclinada sobre el cuerpo de Catherine Sheridan, mostrándole a su ayudante, Tom Alexander, lo que había encontrado.

—¿Lo ves?

Marilyn Hemmings tenía poco más de treinta años; quizá fuera algo joven para el puesto, pero se había enfrentado ya a tantas críticas de quienes dudaban de su capacidad que se había creado una barrera de cinismo y dureza. Aun así era una mujer atractiva, pero la atracción que ejercía se debía sobre todo a la sensación de independencia que transmitía. El forense titular de Washington estaba oficialmente de año sabático hasta enero, y Marilyn había ocupado su puesto sin vacilar. Hoy aquella seguridad se hacía evidente al mirar en el interior del pecho de Catherine Sheridan.

—Una pregunta —dijo Tom Alexander.

—Dime.

Alexander se encogió de hombros.

—Es simple curiosidad, supongo. ¿Cuánto tiempo habría durado?

—No hay modo de saberlo. Cada persona responde de un modo diferente. Depende de muchas cosas. ¿Ya has descubierto quién era su médico?

—Aún no.

—¿No está en la base de datos médicos del condado?

Alexander negó con la cabeza.

Hemmings frunció el ceño.

—¿Y qué es lo que tenemos aquí? El número de la seguridad social no da coincidencias. Su ficha dental, sus huellas, su ADN…, nada coincide con nada. Y ni siquiera está en la base de datos médica del condado.

—Bueno, no aparecerá en ninguna de nuestras redes a menos que haya sido arrestada alguna vez… Aunque incluso en ese caso se limitan a tomar huellas, y no te creerías la cantidad de ellas que se pierden.

—No me tires de la lengua —respondió Hemmings.

—Así pues, ¿qué hacemos?

—Acabar el procedimiento. Hacer lo de siempre. Luego llamar a quien sea que se ocupe de esto, decirle que baje y hacer el informe.

—Ya he hablado con ellos. Están bajando. Lo lleva Robert Miller —dijo Alexander, que hizo una pausa y miró a Hemmings, como si esperara respuesta.

Ella esbozó una sonrisa.

—¿Qué pasa?

—No, nada… Nada.

—Y una mierda, Tom. Intentas sacarme algo.

—No, yo no…

—No deberías creerte todo lo que lees en los periódicos —dijo Hemmings, pero le interrumpió el teléfono, situado sobre la mesa.

Alexander lo cogió, respondió, dio las gracias y volvió a colgar.

—Están aquí.

—Yo me encargo —respondió Hemmings—. Acaba el informe y ya puedes empezar a lavar las camillas.

Hemmings salió de la sala de autopsias y se dirigió a su despacho. Se quitó la bata de laboratorio y tomó el pasillo a la izquierda en dirección a la entrada principal. Cuando llegó se encontró con Miller y Roth, que ya la estaban esperando.

Sonrió al ver a Miller. Él también sonrió, evidentemente incómodo.

—Robert —le saludó ella afectuosa.

Miller le dio la mano.

—Marilyn —respondió, y luego señaló a Roth con un gesto de la cabeza—. ¿Conoces a mi compañero, Al Roth?

—El inspector Roth —dijo ella—. Sí, hemos coincidido unas cuantas veces.

—Encantado de verte —saludó Roth, que rompió la tensión añadiendo—: Bueno, estarás harta de toda esa mierda publicada en los periódicos, ¿no?

—Ni caso —dijo Hemmings, sonriendo.

—¿Ya has acabado la autopsia de Catherine Sheridan? —preguntó Miller.

—Justo ahora. Venid a mi despacho.

La siguieron por el pasillo. Miller se alegraba de tener a Roth al lado. No había ocurrido nada entre Miller y Hemmings, pero los periódicos habían hecho creer a la gente que sí. Era algo difícil de llevar; quizás habría sido más fácil si se conocieran un poco mejor. Ahora todo era tensión y miradas, y Miller se preguntaba si ella se sentía tan violenta como él, si aquella incomodidad procedía de que le habría gustado hablar de lo sucedido, o si prefería fingir que aquello no había ocurrido.

—Es un caso curioso —dijo Marilyn Hemmings, mientras se sentaba tras su mesa—. Bastante cercano a los tres anteriores, pero también diferente. —Les señaló una silla junto a la puerta y otra contra la pared. Roth y Miller se sentaron—. ¿Alguno de los dos ha estudiado patología forense, quizá? —preguntó.

Miller negó con la cabeza. Roth también. Hemmings asintió y siguió adelante.

—Bueno, encuentran un cuerpo en un sitio. Un cadáver, y solo hay cuatro clasificaciones de muerte, por lo que respecta a nosotros. Son: accidental, suicidio, asesinato o causas naturales. Un hombre que limpia su pistola y se dispara en el pecho. Se secciona la aorta y el pecho se le llena tanto de sangre que le oprime el corazón y le causa la muerte. El mismo hombre podría tomar la misma pistola, apuntarse al pecho y apretar el gatillo. El aspecto físico y los daños, y la causa de la muerte serían los mismos, pero la muerte en ese caso sería intencionada. Quería matarse y lo ha hecho. Pongamos que su mujer, harta de que le ponga los cuernos, le dispara en el pecho a bocajarro y lo mata. Misma causa, mismo aspecto, diferente motivo. Por último tenemos el tipo que fuma demasiado, que bebe demasiada cerveza y que sufre un pinchazo en la carretera. Está estresado, enfadado, intenta cambiar la rueda él mismo y una debilidad congénita de la aorta hace que sufra una rotura vascular, que se le inunde el pecho de sangre y muera. Lo que hacemos en todos los casos es lo mismo. Determinamos la identidad del sujeto siempre que sea posible, determinamos la causa de la muerte, la manera, el mecanismo o el modo, y por último hacemos todo lo que podemos por determinar el momento de la muerte. Todo eso es posible cuando tienes un cuerpo entero en el que poder realizar la autopsia.

Hemmings miró primero a Roth y luego a Miller.

—A las tres primeras las autopsiamos aquí. Examinamos las cintas, las etiquetas, las fibras, el cabello, todo. No había nada significativo…, nada en absoluto.

Miller asintió.

—Has dicho que Sheridan se acercaba bastante a las otras tres, pero que era diferente, ¿no?

—Sí, así es. —Hemmings sonrió.

—¿Cómo? ¿Diferente en qué? —preguntó Roth.

—Por eso os he hablado de los cuatro tipos diferentes de muerte… Yo no dudo de que fue asesinada; sino más bien de cómo fue asesinada. El modo y el mecanismo. Son diferentes de los de las tres víctimas anteriores.

—¿En qué aspecto? —insistió Roth.

—Las tres primeras fueron golpeadas y luego estranguladas, y les ataron la cinta al cuello post mórtem. Esta, Catherine Sheridan…, fue estrangulada primero.

—¿Primero? ¿Cómo que primero? —preguntó Miller.

—Las magulladuras producidas en una persona viva tienen unas características muy específicas. Son bastante diferentes de las que salen cuando la persona está muerta.

—¿Y qué es lo que tenemos aquí?

Marilyn Hemmings esbozó una sonrisa.

—Aquí tenemos una cosa que ni yo entiendo del todo, a menos que lo planteemos desde una perspectiva completamente diferente. Las magulladuras subcutáneas, hay muchas, y la decoloración de esas mismas magulladuras indican que las lesiones se produjeron post mórtem.

—No lo entiendo —dijo Miller—. Estás diciendo que en los tres casos anteriores las palizas se las dieron antes de estrangularlas, y que en este caso los golpes se los dieron después.

—Sí, parece que ese es el caso.

—Y la estrangulación… ¿Murió a causa de la estrangulación?

—Sí, la estrangulación fue sin duda la causa de la muerte. En el segundo caso fue difícil de determinar. Ann Rayner, la secretaria del bufete de abogados. La paliza que le dieron fue tan brutal que pudo haber muerto momentos antes de ser estrangulada. Tenía hemorragias en el cerebro, en las cuencas oculares, en la base del cuello. Fue una agresión muy, muy salvaje, y aunque había claras señales de asfixia, creo que habría muerto igualmente.

—¿Y aquí qué es lo que ves?

—Una muerte muy similar pero una secuencia de ataque diferente. Una mujer estrangulada, y luego apaleada violentamente, pero a diferencia de las otras no presenta marcas en la cara.

—¿Y qué te dice tu intuición? ¿Qué sensación te da?

—¿Que qué es lo que pienso yo? No creo que pueda responder a esa pregunta, Robert.

Miller la miró de pronto al oír su nombre. El modo en que lo había dicho. No podía negar que de alguna manera estaba en deuda con ella. Su testimonio le había exonerado de algo que habría podido suponer el fin de su carrera. Le había salvado de algo gordo. ¿Era simple gratitud lo que sentía, o estaba experimentando alguna otra emoción inesperada?

—No tienes que ponerlo en el informe —dijo él—. Luego puedes negar incluso que lo has dicho, pero me interesa lo que piensas que puede haber ocurrido.

Hemmings echó una mirada a Roth. Roth asintió como para darle confianza.

—Yo creo que alguien… Creo que alguien quería que tuviera el aspecto de las tres anteriores. Quería que se pareciera mucho a las tres anteriores.

—Pero ¿no fue la misma persona?

Hemmings vaciló.

—¿Mi opinión, solo eso?

—Solo eso.

—Fue otra persona, inspector… Creo que fue un imitador.

Miller miró a Roth; ninguno de los dos abrió la boca.

—Hay tres cosas más —prosiguió ella—. Lo primero y más importante es el que no hayamos podido identificarla formalmente… —Miller quiso interrumpirla, pero Hemmings no le dejó—. ¿Su pasaporte? Sí, lo tenemos. Incluso tenemos su carné de conducir, pero no hay ningún vehículo registrado a su nombre.

—Eso no es tan raro —alegó Roth—. Hay mucha gente que tiene permiso de conducir pero no tiene coche.

—Lo sé, pero eso no es todo —dijo Hemmings—. Su número de la seguridad social no concuerda con su nombre. Me da el nombre de una mujer hispana, creo. Lo he escrito por aquí.

Miller negó con la cabeza.

—Perdona, no entiendo…

—Lo que he dicho —respondió Hemmings—: Que tengo su número de la seguridad social, al menos lo que se supone que es su número, y cuando lo introduzco en el sistema, me sale alguien completamente diferente.

—Eso es como en los otros casos —apuntó Miller.

Hemmings levantó la vista.

—Las otras mujeres también presentaban problemas de identificación —explicó Miller.

—Lo primero que intentamos hacer es identificar la víctima —prosiguió Hemmings—, y en este caso no hemos sacado nada en claro. Ni con el ADN, ni con las huellas, ni con la ficha dental, y su número de la seguridad social corresponde a un nombre completamente diferente… —Negó con la cabeza—. Además, pensaba que la encontraría en la base de datos médicos del condado.

Miller frunció el ceño.

—¿Estaba enferma?

—Más que enferma… Se estaba muriendo de cáncer.

La expresión en el rostro de Miller lo decía todo. En ella se veía su desorientación, como si fuera demasiada información y no pudiera procesarla.

—¿Hasta qué punto era grave? —preguntó.

—Tenía cáncer de pecho…, bueno, de pulmones, más exactamente. De pulmón derecho. Bastante avanzado, pero lo más importante es que no estaba registrada en la base de datos médicos del condado, y eso significa que no estaba siendo tratada por un médico colegiado.

—¿Bastante avanzado? —reaccionó Roth—. ¿Qué significa eso?

—Es difícil de decir —respondió Hemmings—. El cáncer es una cosa rara. Las células se reproducen solas de forma aleatoria, «células anormales», como las llamamos, y cuando hay suficientes y van suficientemente rápido, se desarrolla el tumor. El cuerpo está preparado para luchar contra algunos de ellos, y ciertos tumores crecen, pero no dejan de ser benignos. En el caso de Catherine Sheridan era maligno, mucho, y no creo que hubiera vivido demasiado tiempo más.

—¿Tomaba alguna medicación o se sometía a algún tratamiento?

—No había rastros de nada en su organismo. Ni analgésicos, nada. Y, tal como he dicho, no he encontrado datos suyos registrados en ningún sitio. Existen algunas clínicas alternativas, bastantes, de hecho, pero las legales necesitan una licencia, tienen que registrar los datos de los pacientes e informar de quién recibe tratamiento.

—Pero ¿hay lugares donde la gente puede recibir asistencia médica sin que se registren sus datos? —preguntó Roth.

—Desde luego —respondió Hemmings—. Abortistas de mala muerte, veterinarios que hacen operaciones menores, cirujanos cosméticos ilegales…

—¿Y gente que trate el cáncer?

Hemmings se encogió de hombros.

—Quién sabe. He oído hablar de homeópatas que usan la vitamina K para tratar el cáncer, pero normalmente la FDA los acaba pillando y huyen a México.

—¿Por qué?

—¿Por qué México, o por qué se les echa encima la FDA?

—¿Por qué los persiguen?

—¿Porque se supone que la vitamina K funciona mucho mejor que muchos tratamientos…, porque es barata, porque en realidad no hace falta una gran experiencia médica para administrarla, quizá? Solo es una suposición, pero por lo que yo sé, la FDA suele cabrearse bastante cuando alguien hace algo que tiene pinta de provocar que la gente mejore.

Miller sonrió, socarrón. Marilyn Hemmings podía ser muy cínica para ser tan joven.

—¿Y hay algún modo de demostrar que las tres primeras fueron asesinadas por alguien diferente del asesino de Catherine Sheridan? —preguntó Roth.

—Cualquier cosa que os sugiera podría rebatirse en un juicio —dijo Hemmings—. Tal como funciona la oficina del fiscal del distrito hoy en día, prácticamente hay que atrapar al tipo, conseguir una confesión firmada y una grabación en vídeo con las manos en la masa para conseguir siquiera una orden para buscar en su cubo de la basura.

—Desde luego eres un filón de comentarios cínicos —observó Miller sorprendido otra vez por el tono usado por Hemmings.

—¿Cínica, yo? Más bien soy realista. Yo veo lo que estos cabrones hacen a la gente día tras día, inspector. Vosotros también, estoy segura, pero yo lo veo de cerca, personalmente. ¿A cuántos asesinatos habéis asistido este año?

—Bueno, no lo sé… Diez, quizá veinte.

—¿Cubrís un distrito, verdad?

—Eso es.

—¿Y hay otros inspectores que se ocupen de homicidios?

—Sí, seremos entre seis y diez.

—Bueno, pues ahora que no está el forense titular, estamos Tom Alexander y yo, y otra pareja en otro turno. Entre nosotros cubrimos once distritos policiales, quince si cuentas los que no pueden atender en Annapolis y Arlington. Tengo unas instalaciones en las que caben cuatrocientos cuerpos a la vez, y un congelador en el que pueden meterse otros ciento cincuenta si hace falta. Revisamos más de seiscientos al mes, y el sesenta y ocho por ciento son asesinatos, homicidios, ajustes de cuentas, ahogados y suicidas. De esos, unos doscientos setenta y cinco son homicidios dolosos, y algunas de las cosas… Bueno, no creo que haga falta que os explique lo que la gente es capaz de hacerse, ¿verdad, inspector?

—Ya te pillo —dijo Miller—. Has mencionado que había tres cosas… La Científica dijo que había la posibilidad de que hubiera practicado sexo con alguien el día de su muerte.

—Esa era la tercera, sí.

—¿Nos puedes decir algo de la persona con quien tuvo relaciones?

—No, salvo que practicaron sexo seguro. Él se puso un preservativo. Había rastro de un agente espermicida llamado Nonoxinol-9, es muy común; lo utilizan decenas de marcas. En eso no puedo ayudaros.

—¿No había pelo púbico ajeno en la vagina?

—No, ni tenía nada bajo las uñas, ni en el pelo, ni había nada en las marcas del cuello que me permita deciros algo sobre el hombre. Diestro, creo, eso es todo. Las marcas en el lado izquierdo son algo más profundas. Los pulgares presionaron en el centro del cuello. Sabía exactamente dónde apretar, pero eso también pudo ser buena suerte. Se situó detrás de ella, y luego dio la vuelta y se le puso delante. Lo tenía delante cuando murió. Eso es todo lo que os puedo decir.

—Esto lo resolveremos con la identificación —dijo Miller, pero en su tono había algo que hacía pensar que lo decía para tranquilizarse a sí mismo.

—Te diré una cosa, Robert… Cuando no puedes identificar a alguien en ningún sistema, algo muy raro pasa.

—Dame el nombre que has obtenido al introducir su número de la seguridad social —dijo Roth.

Hemmings cogió una nota de papel de su mesa y se la entregó.

—«Isabella Cordillera» —leyó Roth—. ¿Es todo lo que tienes?

—Es todo lo que había. Cuando lo introduces, ese es el nombre que te da el sistema.

—A veces el sistema también falla —propuso Miller—. Habrá una explicación. Descubriremos qué ha pasado.

—Mantenedme informada, ¿de acuerdo? Este caso me interesa.

—Te contaré todo lo que pueda —respondió Miller—. Y te agradezco mucho tu ayuda.

Marilyn Hemmings se encogió de hombros.

—Me has pedido mi opinión, eso es todo. Y había una secuencia diferente, o un modo diferente de hacer las cosas. ¿Puedo presentarme ante un tribunal, poner la mano sobre la Biblia y jurar que el tipo que mató a las tres primeras no es el que mató a Catherine Sheridan? No, no puedo. ¿Puedo responder a tu pregunta sobre lo que me dice la intuición? Sí, eso sí puedo hacerlo, y mi intuición me dice que fue otra persona.

—Y que esa persona tendría que tener acceso a registros confidenciales de casos anteriores para haber ejecutado el asesinato y haber colocado el cuerpo de un modo tan parecido —añadió Roth.

—Desde luego. Por lo que yo sé, los periódicos no han detallado la posición en la que se encontraron los cuerpos, ni han dicho nada sobre la lavanda —respondió Hemmings.

—Exacto —confirmó Miller.

—Lo que significa que nos enfrentamos a alguien de dentro del departamento de policía, de la Científica, quizá, del equipo médico que asistió a los escenarios…, o a alguien de dentro de la oficina del forense del condado.

—O a alguien que tiene acceso a nuestros sistemas —añadió Roth.

Hubo un momento de silencio mientras los tres iban tomando conciencia de las implicaciones de todo aquello, y luego Hemmings se levantó de su silla y les tendió la mano. Miller se la estrechó, Roth también, y luego ella les mostró el pasillo de salida.

Al llegar al final del pasillo Miller miró hacia atrás y vio a Marilyn Hemmings observándolo a través del ojo de buey de la puerta. Hemmings hizo un gesto con la cabeza, esbozó una sonrisa forzada y luego desapareció.