57

Miller esperó, ansioso, con el pulso disparado. Un sudor frío le caía por la nuca. Por un momento se preguntó si debía pedir permiso para sentarse. No tuvo que esperar mucho. Apareció un hombre de mediana edad, elegantemente vestido con un traje gris marengo, camisa blanca y corbata azul con lunares blancos. Estos tipos eran todos iguales, absolutamente olvidables, y cuando le pidió a Miller que depositara la pistola, que la guardarían a buen recaudo hasta su regreso, cuando le indicó la puerta de salida que llevaba a la calle, sin presentarse siquiera —y sin darle una explicación por la repentina disponibilidad del juez Thorne—, todo aquello no hizo más que aumentar la ansiedad e inquietud de Miller.

—El juez Thorne no dispone de mucho tiempo —le dijo a Miller mientras caminaban hasta un edificio al final de la calle.

Allí, marcó un número en el teclado exterior de seguridad. Se oyó un zumbido y la puerta se abrió; Miller siguió al hombre al interior.

El vestíbulo olía como una biblioteca, e hizo que a Miller se le fuera la mente a la biblioteca Carnegie, a los libros que había marcado Catherine Sheridan; pensó en el día después de su asesinato, cuando él y Roth habían ido a hablar con Julia Gibb, en la nota que les había escrito ella con la esperanza de que pudiera serles de utilidad. Se planteó dónde había empezado aquello, el absoluto desconocimiento que tenían de adónde podía llevarlos: allí. Nueve días después del asesinato de Sheridan, ella misma le había llevado allí, al despacho privado del juez Walter Thorne, un hombre muy respetado e inteligente, candidato al Tribunal Supremo de Estados Unidos, o quizás al Senado.

Le indicaron que esperara un momento en la sala de espera. Lo hizo, y en menos de un minuto le hicieron pasar a un lujoso despacho con estanterías hasta el techo a la derecha y un par de ventanales a la izquierda, y le dijeron que el juez Thorne llegaría enseguida.

Miller apartó la cortina de encaje que tapaba las vistas del patio. Los ventanales daban a un patio cercado con cuidados jardines, preparado para el invierno; en el centro había una pequeña urna de mármol flanqueada por un par de bancos de hierro colado.

Oyó que la puerta se cerraba con suavidad tras él.

Se volvió y ahí estaba el juez Walter Thorne, sonriéndole.

—Cuando hace calor me siento ahí fuera —dijo—. Y cuando no quiero que escuchen mis conversaciones… No es que cambie mucho la cosa, seguro. Imagino que si alguien quisiera pegar la oreja, podría hacerlo en cualquier sitio.

Miller calculó que Walter Thorne tendría sesenta y pocos años. Medía poco menos de metro ochenta, pero la personalidad de su rostro y su gesto autoritario le daban la presencia de alguien mucho más alto. Había algo en Thorne que imponía respeto.

—Tiene suerte de estar vivo. —Fue lo primero que le dijo Walter Thorne a Robert Miller.

Miller frunció el ceño.

—No sea inocente, inspector Miller… No me diga que no se dio cuenta de que debía ser usted quien muriera el viernes por la noche en lugar de su compañero.

—¿Qué? —Miller sintió que le fallaban las rodillas. Dio un paso atrás.

—Yo tenía entendido que usted estaba mucho más al corriente de lo que estaba sucediendo en este caso —observó Thorne. Sonrió y le señaló una silla junto a los ventanales—. Por favor, siéntese. Déjeme que le ponga un brandy.

Miller levantó la mano.

—¿Qué? ¿No quiere brandy? Pero no está de servicio, inspector… Creo que le han liberado de esta investigación, que es libre de hacer con su tiempo lo que desee…

—El FBI nos ha quitado el caso.

Thorne sonrió.

—El caso se lo ha quitado James Killarney. El FBI y James Killarney no son necesariamente lo mismo.

Miller abrió la boca para decir algo, pero no se le ocurrió nada. No entendía lo que estaba diciendo Thorne. Pensó en la fotografía que llevaba en el bolsillo, pero le pareció que más valía no mostrar sus cartas hasta que no entendiera las reglas del juego.

Thorne sacó unas copas de brandy y un decantador. Se volvió hacia Miller, con una copa en cada mano.

—Esto es mejor que el brandy —dijo—. Es un armañac del veintinueve, realmente bueno.

Miller cogió la copa y la vació de un trago, sintiendo el calor que le llenaba el pecho. Thorne levantó las cejas.

—Así no es como se bebe un armañac de 1929, inspector Miller.

Miller no podía mirar a aquel tipo. Se quedó observándose las manos, y vio cómo le temblaban.

—Ha llegado usted un poquito más lejos de lo que habría sido deseable —dijo Thorne sin alterarse—. Desde recepción me han dicho que quería hablar de una orden. Luego me dicen que quiere hablar de United Trust. —Thorne le miró con una expresión de comprensión en los ojos—. Está usted metido en terreno pantanoso, inspector Miller, y el mejor consejo que le puedo dar llegados a este punto es que salga de mi despacho, que se suba al coche, que regrese a casa y que duerma un poco. Vuelva al trabajo en un par de días y olvídese de que ha oído hablar siquiera de John Robey o Catherine Sheridan, o de cualquier otra persona que pueda o no tener relación con esta cosa.

—Esta cosa… —replicó Miller.

—Esta… cosa… es lo que nosotros llamamos un «monstruo sagrado» —precisó Thorne, sonriendo con benevolencia, como si supiera exactamente por lo que estaba pasando Miller.

Miller abrió los ojos como platos. Aquello lo había oído antes. John Robey había usado la misma expresión.

Monstre sacré —dijo, recurriendo al francés—. Nuestro Frankenstein. —Ahora el juez sonreía abiertamente, como si de pronto se diera cuenta de la ironía de todo aquello—. Uno de nuestros muchos Frankensteins —añadió. Levantó la copa e hizo girar su contenido antes de llevárselo a los labios y darle un sorbo—. Le ofrecería otra, pero es muy, muy cara y usted no la aprecia.

Miller se inclinó hacia la derecha y dejó la copa vacía sobre la mesa.

—No entiendo lo que está pasando aquí…

—Y no creo que lo entienda nunca —respondió Thorne—. El hecho es que esto tiene muchas partes, muchos puntos de vista diferentes y modos de entender cómo ha ido sucediendo todo, y no creo que haya nadie que tenga toda la información… Salvo quizá John Robey. Quizás, de todos nosotros, John Robey sea quien sabe más.

—¿De todos nosotros? ¿Usted también está implicado?

—Uso «nosotros» en el sentido más amplio. Me incluyo solo porque sé de esto desde hace muchos, muchos años. No es algo a lo que nadie quiera enfrentarse. Muchos de los que lo empezaron ya están muertos, y la gran mayoría de los que tenían algún tipo de idea de lo que estaba pasando fueron despachados…

—¿Despachados? ¿O asesinados? ¿Es eso lo que quiere decir cuando dice «despachados»? Está hablando de toda esa gente que ha sido asesinada, ¿no?

—¿Gente? ¿De qué gente habla?

—Las personas que Catherine Sheridan anotó en los libros que devolvió a la biblioteca.

Thorne frunció el ceño.

—No sé qué quiere decir, inspector… ¿Qué libros?

—Ella y John Robey… Sheridan devolvió unos libros a la biblioteca la mañana de su muerte. Los tenemos en el Distrito Dos, y hemos encontrado anotaciones en las páginas…, iniciales y fechas, ¿sabe? Hemos empezado a buscar, para intentar descubrir quiénes eran todas esas personas.

—John Robey —dijo Thorne, en voz baja, casi para sus adentros—. Y pensar que después de todo este tiempo…

—Son nombres, ¿no? ¿Las iniciales y las fechas del libro? Ya hemos empezado a analizarlas, cruzándolas con las denuncias de desapariciones…

Thorne levantó la mano.

—Ya vale, inspector. No hace falta que me ponga al día de los numerosos detalles de su investigación. Han muerto personas. Eso lo entiendo. Hace años que mueren personas por este asunto…

—¿Qué asunto? ¿De qué está hablando?

Thorne guardó silencio un momento, sonriendo como si le concediera su indulgencia. Se acercó a los ventanales. Por un momento le dio la espalda a Miller, y luego se volvió.

—¿Ha visto la película Algunos hombres buenos? Tom Cruise, Jack Nicholson, ¿se acuerda?

—Sí, sé cuál es. La he visto un par de veces.

—¿Y cuál le parece que es la esencia de la historia, inspector Miller?

—Lo siento… No comprendo qué tiene que ver eso con…

Thorne le interrumpió:

—Hágame el favor, inspector.

—No lo sé… Que la autoridad puede corromper a un hombre… Que las personas con poder pueden olvidar…

Thorne negó con la cabeza.

—No, inspector, todo lo contrario. Lo que intenta comunicar la película es que es totalmente imposible pasar por alto la imagen global. ¿De verdad cree que sacar a un hombre de la escena cambiaría algo? Por cada hombre que cae, hay tres más listos para ocupar su lugar.

—Me he perdido, juez Thorne… No sé si estamos hablando de lo mismo.

—Claro que sí, inspector… Estamos hablando de Nicaragua.

Los ojos de Miller se abrieron visiblemente.

—¿Lo ve? —prosiguió Thorne—. Estamos hablando de lo mismo. Estamos hablando de Nicaragua, de una guerra ilegal financiada con el contrabando de drogas y el tráfico de armas. Estamos hablando de las cuarenta toneladas de cocaína que llegaban al mes en aviones pilotados por la CIA. Estamos hablando de los operativos de la CIA…, gente que por su trabajo descubrió parte de lo que estaba ocurriendo realmente y que empezó a comprender que la cocaína, las armas y todo lo demás daban demasiados beneficios como para parar una vez terminada esa guerra imaginaria…

Miller se puso en pie de golpe. Quería marcharse. No estaba preparado para oír aquello. Todo lo que le había dicho Robey se lo estaba confirmando un juez de Washington personalmente.

—Siéntese, inspector Miller —dijo Thorne.

—No —dijo Miller—. Me voy ahora mismo. No quiero…

—Lo que usted quiera es la menor de nuestras preocupaciones —le interrumpió Thorne—. Siéntese o llamaré a seguridad y se lo llevarán de aquí, lo llevarán a algún barrio marginal dejado de la mano de Dios y lo matarán.

Miller no podía creerse lo que estaba oyendo.

—Usted es juez…

—Claro que soy juez —replicó Thorne—. Y usted es inspector del Departamento de Policía de Washington, y el caso es que ha metido las narices en algo sin comprender realmente a qué se enfrentaba. ¿Y ese John Robey? —Thorne se rio—. ¿John Robey cree que puede cargarse algo que hemos tardado treinta años en construir? Es un hombre, inspector Miller, solo un hombre, y si cree que tiene la mínima posibilidad de romper esto en pedazos, está muy equivocado.

Thorne se apartó del ventanal y volvió a la silla que había frente a la de Miller. Se sentó y se puso cómodo.

—¿Quiere comprender lo que ha pasado aquí? —preguntó.

Miller levantó la vista.

—¿Comprender qué? ¿Que el gobierno de Estados Unidos sigue trayendo cocaína de contrabando de Nicaragua?

—El gobierno no, amigo mío; la CIA.

—¿La CIA?

—¿Se acuerda de Madeleine Albright, la secretaria de Estado?

—Sí.

—Dijo que la CIA se comportaba como si tuviera el síndrome del niño maltratado. —Thorne se rio—. No sé muy bien qué es el síndrome del niño maltratado, pero aun así da una idea de la sensación, ¿no cree?

Miller tenía el corazón desbocado. Se sentía mareado y con náuseas.

—Se encuentra usted en una situación muy comprometida, inspector Miller. No es más que el último de una larga fila de personas que, adrede o no, han puesto en peligro una operación espectacularmente provechosa en la que ha trabajado la CIA durante muchos, muchos años.

A Miller le costaba respirar. Miró a Thorne.

—Robey lo intentó antes, ¿sabe? Hace cinco años…, con un operativo de la CIA llamado Darryl King. A Darryl King lo tuvieron agarrado de las pelotas en unas tres semanas. Heroína. Crack. Podían haberle dado cualquier cosa.

—¿Darryl King era de la CIA?

—Igual que Catherine Sheridan y Ann Rayner… A Ann la conocí. Una chica muy agradable; solía trabajar para Bill Walford.

Miller recordó la conversación en el despacho de Lassiter, aquello de que la conexión de Rayner con Walford era motivo suficiente como para mantener a los periódicos lejos del caso.

—¿Todos pertenecían a la CIA…? ¿Todos a los que asesinaron? —preguntó Miller.

—De la CIA, familiares, colegas, soplones, informadores…, cualquiera que tuviera relación…

—Pero no pueden matar a gente así, sin más…

—¿Qué quiere decir con eso de que no pueden matar a gente sin más? Los mataron, inspector Miller. Mataron a un montón de personas…

—¿Por dinero?

—Por dinero, sí. Por dinero… y por poder. Por influencia política. ¿Cómo demonios cree que se financia la CIA? ¿Tiene la mínima idea de lo que cuestan algunos de estos proyectos? —Thorne hizo un movimiento despectivo con la mano—. No, qué va a saber. La cocaína procedente de Nicaragua sirve para pagar armas y favores políticos; sirve para pagar los atentados en el extranjero y el asesinato de figuras políticas. No se pensará que vamos con la gorra al Departamento del Tesoro y le pedimos trescientos millones de dólares, ¿no?

—Yo… yo no…

—Y luego está la cuestión de la seguridad nacional —prosiguió Thorne—. Cuando acabó la guerra, cuando abandonamos Nicaragua con el rabo entre las piernas, hacía falta dinero para garantizar la seguridad de la gente. El Departamento de Estado, Defensa, el Consejo de Seguridad Nacional, Asuntos Exteriores, Inteligencia y hasta la propia CIA. Había gente a la que teníamos que proteger, gente que había tomado decisiones sobre Nicaragua y sobre la seguridad de Estados Unidos que se encontrarían en la línea de fuego si la verdad llegaba a salir a la luz. Estamos hablando de gente que tuvo que enfrentarse a lo de Granada en el ochenta y tres, a lo de Libia en el ochenta y seis. El Salvador, Panamá, Irak, Sudán…, personas que aún son necesarias actualmente. Y teníamos el deber, la responsabilidad ineludible de asegurarnos de que las decisiones que se habían tomado por el bien del país nunca se cuestionarían. La verdad habría puesto al gobierno de Reagan de rodillas. Hasta su intento de asesinato fue una treta para distraer la atención de la gente.

Miller abrió la boca para decir algo.

—¿No es evidente, detective? Se suponía que tenían que dispararle. En cualquier caso, Reagan nunca fue una lumbrera, así que no sé qué demonios esperaban de él.

—Esto es de locos… ¿Quién iba a hacer eso? ¿Quién iba a orquestar un intento de asesinato contra un presidente?

—La CIA —respondió Thorne—. Eso es a lo que se dedican. Se suben a la muralla. Se suben a la muralla y defienden el país, y hacen lo que tienen que hacer, todas esas cosas que nadie más puede hacer, porque no tiene las agallas o las pelotas necesarias, y luego se preguntan qué dicen esos capullos liberales en el Congreso cuando hablan de violaciones de las libertades civiles y de los derechos de los extranjeros en sus países. —Thorne se echó hacia delante, con un brillo en los ojos, como si no pudiera evitar contarle a Miller lo que sabía—. Por lo que respecta a la CIA, nadie tiene derecho a nada a menos que la CIA le conceda ese derecho…

—No me dirá que dieron instrucciones a Hinckley para que matara a Reagan…

—No voy a decir ni una cosa ni la otra, pero nosotros estábamos allí para asegurarnos de que no lo hiciera. Oswald pagó el pato por Jack Kennedy, del mismo modo que Sirhan Sirhan lo hizo por Bobby, en el hotel Ambassador, en 1968. ¿Y quién les puso un micrófono delante a Woodward y Bernstein cuando decidieron echar a Nixon del Despacho Oval? Nosotros. Para eso estamos.

Thorne se inclinó hacia delante.

—¿Y sabe por qué le estoy contando esto, inspector Miller? Porque no puede hacer nada al respecto.

Miller reaccionó con evidente sorpresa.

—No hay motivo para que se sorprenda. ¿Quiere saber lo que le pasó a John Hinckley después de que intentara matar a Reagan? Lo metieron en un sanatorio, le llenaron de psicotrópicos y le dejaron el cerebro hecho puré… Probablemente le inducirían un coma. Le decían que pensara una cosa un día y al día siguiente le decían lo contrario. Una vez y otra, y otra. Le confundieron, le desorientaron, le hicieron cuestionarse hasta su propio nombre, hasta su propia existencia. Lo sumieron en un estado de delirio tan profundo que aunque recordara quién le había dicho que disparara a Reagan, no habría sido capaz de decirlo. Ahora puede contar lo que le parezca, porque tiene pinta de loco y habla como un loco. ¿Y quién iba a creerse a un hombre que intentó asesinar al presidente de los Estados Unidos de América?

Miller sintió una profunda rabia; la rabia que se había ido acumulando en su interior durante días, y cuando por fin había encontrado a alguien que sabía más que él de todo aquel asunto, resultaba que esa persona le tomaba el pelo.

—Eso… eso no puede ser —dijo Miller—. Yo no estoy loco. Yo soy inspector de la policía de Washington, y hay mucha gente que estaría muy interesada en saber lo que tengo que decir de…

—¿De qué, inspector? ¿De una conspiración imaginaria que se remonta a la guerra de Nicaragua, una guerra que la mayoría de los estadounidenses ni siquiera recuerdan? ¿O de John Robey, respetado profesor universitario, autor de libros, candidato al Pulitzer? ¿Va a decir que en realidad era un asesino entrenado por la CIA, responsable de decenas y decenas de asesinatos en Nicaragua, y en una interminable lista de otros países, por orden de sus jefes en el gobierno? ¿Eso es lo que va a contar, inspector? ¿Es esa la historia que quiere contarle al mundo? ¿O quizás esa historia del Asesino de la Cinta, de cómo un mercenario pagado en otro tiempo por el gobierno recibió instrucciones de liquidar un par de problemas aquí en Washington, que se puso creativo y que decidió usar el método clásico de archivo que usábamos en las misiones de campo? —Thorne sonrió con la expresión de quien recuerda algún momento agradable del pasado.

—¿De archivo? ¿Qué quiere decir?

—Los cuerpos…, decenas de ellos. Se colocaban en unas estanterías de madera apilables y se cubrían con una lona. Solíamos rociarlos con agua de lavanda, litros y litros. Aquello apestaba…, un olor asqueroso, a cuerpos en putrefacción y lavanda. No sé de quién sería la idea. Y solían colgarles una etiqueta, con una cinta alrededor del cuello, como si fueran un fardo, y la etiqueta indicaba qué debía hacerse con ellos. Algunos debían encontrarse, otros tenían que desaparecer, y había brigadas de limpieza que se encargaban de eso tras el envío de los cuerpos.

—¿Y eso era lo que hacía Robey…? ¿Es eso lo que me está diciendo? ¿Que Robey hacía eso en Nicaragua y que luego siguió haciéndolo aquí?

—No, por Dios. Robey nunca habría hecho eso. Robey era, o más bien es, un hombre muy íntegro. No, la persona a la que se enfrentaban era otra, nada que ver… De hecho, usted lo conoce.

—¿Qué?

—El cuerpo que encontró en el maletero del coche… Ese, inspector, era su Asesino de la Cinta…

—¿Y quién demonios era? —preguntó Miller, y en el mismo momento en que hacía la pregunta, comprendió que la verdad era mucho peor que cualquier cosa que hubiera podido imaginarse.

—¿Que quién era? Se llamaba Don Carvalho, pero su identidad no importa en absoluto. Tenía instrucciones de ocuparse de determinados asuntos, les añadió un toque personal por motivos que nadie sabe y a nadie le importan, y tuvieron que sacarlo del campo de juego. El hecho de que fuera John Robey quien se encargara de eso quizá le resulte interesante.

—¿Robey le mató?

—Parece que sí… pero solo porque quería evitar que Carvalho le matara a usted.

Miller apenas podía respirar.

—No se alarme tanto, inspector… Yo creo que a estas alturas cualquier otra revelación no debería afectarle tanto. Robey tenía algo en mente para usted. Cambió hace muchos años… Se volvió contra la Compañía, contra sus propios mentores y colegas. Catherine Sheridan y él creían que el mundo tenía derecho a saber lo que había ocurrido en Nicaragua, lo que sigue ocurriendo, y por motivos obvios eso era algo que no se podía permitir. Y que enviara documentación a esas personas… Barbara Lee, Ann Rayner, la primera… Lo siento, no recuerdo su nombre…

—Mosley. Margaret Mosley.

—Sí, eso es… El hecho de que tras ese fiasco con Darryl King hace cinco años tuviera el valor de volver a empezar, con toda esa mierda tan progresista sobre lo que se hizo y lo que se hizo mal en aquella época… —Thorne dio un puñetazo sobre el brazo de su butaca y Miller dio un respingo—. El bien y el mal no existen cuando se trata de la seguridad de un país.

—Está loco… Está completamente loco…

Thorne levantó la mano.

—No he terminado… —Hizo una pausa—. La opinión pública le ha juzgado, inspector Miller, y le ha encontrado culpable. No importa lo que diga la investigación de la Científica. No importa el testimonio que haya aportado su amiga Marilyn Hemmings… La gente le ha etiquetado de disidente, de poli corrupto. No tiene dudas de que los policías pueden defenderse unos a otros, así que no le sorprendió a nadie que le exculparan del asesinato de Brandon Thomas. Nadie se esperaba lo contrario.

Miller no se creía lo que estaba oyendo.

—¿Cómo narices…?

—Venga, inspector, no creería de verdad que ese asunto pasaría desapercibido, ¿no? ¿Dónde se cree que estaba James Killarney? ¿En el FBI? ¿Cree que al FBI le interesaban las muertes de cinco mujeres solitarias, una de ellas negra, y de un barrio marginal? Fíjese que yo no lo creo. Killarney es de la CIA, tanto como lo era Robey. Nos trajo esos informes directamente a nosotros.

—¿Qué quiere decir con «directamente a nosotros»? ¿Quiénes son ustedes?

—¿Que quiénes somos nosotros? Pues eso mismo, inspector Miller. No somos más que «nosotros». Somos los que vemos todo esto a una escala global. No nos dedicamos a preocuparnos por la próxima nómina o por si nuestras mujeres se acuestan con otros o no, o por dónde vamos a llevar a los niños de vacaciones. Hay que mantener una visión del mundo, inspector… La visión del mundo que quiere ver la gente, tal como quieren que se mantenga, y nosotros somos precisamente los que damos al mundo, o a la mayoría del mundo, exactamente lo que quiere. El hecho de que usemos a la CIA para esas operaciones, bueno…

—¿Usted se cree eso? —replicó Miller—. ¿De verdad se cree lo que me está contando?

Thorne sonrió con condescendencia.

—Yo le tomaba por un hombre de visión más amplia, ¿sabe? Creía que vería las cosas con más perspectiva que el obrero medio. Pero me ha demostrado que me equivocaba. Raramente me equivoco, inspector. Equivocarse es algo que un hombre en mi posición no se puede permitir. El futuro del gobierno actual, y de los gobiernos que vengan tras él, incluso cuando yo ya no esté… Todo eso son cosas que decidimos ahora. Esos son los asuntos que preocupan a la gente como yo, no si un puñado de personas que meten demasiado las narices en algo acaban muertas o no.

Thorne respiró hondo y se puso en pie. Se acercó de nuevo a los ventanales y se quedó de espaldas al despacho.

—Le aconsejo, inspector Miller, que se aparte de esto. Lo cierto es que tiene mucha suerte de seguir con vida. Debería haber muerto usted en lugar del inspector Oliver. No crea que se ha ganado un indulto. No le puedo garantizar que llegue al final del día, y mucho menos al final de la semana, pero si se aparta de esto, si acepta el hecho de que esta investigación es ahora cosa del FBI, entonces quizá, solo quizá, puede que vaya desapareciendo poco a poco de la mente de determinados hombres. Han muerto algunas personas. Tampoco estamos hablando de tantas. Cincuenta, cien… ¿Qué importa? Deberían haberse apartado, igual que usted. Pero no lo hicieron… Quisieron saber qué pasaba, aunque el instinto y la intuición les decían que aquello les traería más problemas que otra cosa. Cuando alguien entra en este programa lo hace de por vida, y cuando se enteraron de parte de lo que ocurre en Nicaragua, creyeron que las autoridades, o, peor aún, la opinión pública, tenían derecho a saber. Informaron de sus hallazgos a sus superiores, y sus superiores se dirigieron a nosotros, y nosotros nos ocupamos del asunto. Aceptaron un acuerdo, y luego rompieron el pacto. John Robey, Catherine Sheridan, Darryl King. No les hizo ningún bien. Sheridan y King están muertos. Robey está huido, y aunque puede que sea uno de los mejores asesinos entrenados por la CIA, no deja de ser un solo hombre contra el poder del gobierno de Estados Unidos y sus agencias. Y por lo que respecta a los demás, se les pagaba para que garantizaran la seguridad de este país, y no estuvieron a la altura… —Thorne miró directamente a Miller—. ¿Entiende lo que le estoy diciendo?

Miller sintió como si tuviera una cuerda entre los dedos y al final de la cuerda estuvieran las respuestas que buscaba…

—Hay cosas que no entiende, inspector Miller. Me hago cargo, pero solo queremos una cosa de usted. Queremos que se aparte de esto, rápidamente y en silencio. Acepte el hecho de que ha realizado un buen trabajo, se ha enterado de algunas cosas, pero ahora toca seguir el consejo de Frank Lassiter y Nanci Cohen y buscar otro caso en el que trabajar.

—Hay algunas cosas que quiero saber —dijo Miller con serenidad—. Creo que eso al menos me lo deben… Al menos algunas respuestas. Hay demasiadas cosas a las que no encuentro el sentido, como para poder dar media vuelta y olvidarme de todo lo ocurrido.

—Eso ya no importa, inspector… Ahora no importa cuántas cosas puedan tener sentido o no.

—Pero usted sabe lo que ha sucedido… Puede responder esas preguntas por mí.

—¿Y por qué debería hacerlo?

—Porque, tal como ha dicho usted, no importa lo que yo sepa… No puedo hacer nada con ello. La gente no me creería, no solo porque son cosas absolutamente imposibles de creer, sino también porque ya me toman por un mentiroso, por un poli corrupto.

—Sí. Tal como le he dicho, el mundo ya le ha juzgado, inspector Miller, y ha decidido que usted no da la talla.

—Pues explíqueme lo suficiente como para que pueda dar media vuelta y olvidarme de esto. ¿Qué puede perder? Ya sabe cómo son los policías de Washington, tozudos… cuando tienen algo entre las manos, les cuesta soltarlo.

Thorn se rio.

—Me gusta usted, inspector Miller. Es de admirar que haya llegado con vida hasta aquí… De acuerdo, aunque solo sea por eso, responderé a sus preguntas. Pero solo responderé las que quiera, ¿de acuerdo?

—¿Quién mató a las primeras tres mujeres?

—¿Las tres primeras, o las tres primeras de las que usted tuvo noticia?

—Las tres de las que supe yo: Mosley, Rayner y Lee.

—Fueron asesinadas por Don Carvalho, el muerto del maletero… y el Asesino de la Cinta.

—Pero ¿era de la CIA?

Thorn asintió.

—¿Y esa historia de las cintas…?

—Fue solo algo que se le ocurrió…, y aunque Robey no le hubiera encontrado y le hubiera matado, no habría durado ni una semana después de matar a la joven negra.

—¿Natasha Joyce?

—¿La de los suburbios, con una hija? Sí, ella también fue asesinada por Carvalho.

—¿Y Catherine Sheridan?

—Tendrá que preguntarle a John Robey.

—¿También la mató ese tal Carvalho?

—Como le he dicho, tendrá que hablar con su amigo, el profesor Robey.

—¿Y todas murieron porque sabían de la situación en Nicaragua?

Thorne se rio de pronto, inesperadamente.

—¿La situación en Nicaragua? Habla usted como si fuera un congresista, inspector Miller. Empieza a parecerse cada vez más a los políticos.

—¿Es por eso por lo que murieron? ¿Porque sabían lo que pasaba allí?

—No, por supuesto que no. Hay muchas, muchas personas que saben lo que sucedió allí, inspector. Si acabáramos con todos los que saben lo que ocurría en Nicaragua, la mayoría de los congresistas y senadores… Joder, tendría a tres cuartas partes de los empleados del gobierno de Estados Unidos enterrados en Arlington. La CIA tiene su criterio, ¿sabe? No se dejan llevar. Toman decisiones que nadie más podría tomar. Son decisiones ejecutivas, y una vez se han tomado, pasan por los directores, por jefes de estación, jefes de sección y Dios sabe cuántas personas más, y al final de la cadena tiene usted a gente como John Robey y Donald Carvalho. Las personas que tanto le preocupan a usted murieron porque descubrieron que el dinero procedente de las drogas seguía llenando las arcas de la CIA mucho después del final de la guerra de Nicaragua.

—Y la CIA envió a asesinos para que las mataran —concluyó Miller.

—«Limpiadores», «mecánicos», «ejecutores», «solucionadores», «despachadores»…, se les puede llamar de muchos modos.

—¿Y cuántas de esas personas hay?

Thorne frunció el ceño.

—No tengo ni la mínima idea; y aunque lo supiera, no creo que quisiera responder a esa pregunta.

—¿Y quién es el que ordena que muera esa gente?

—Sin comentarios. Volvemos a la muralla, ¿recuerda, inspector Miller? La muralla que alguien tiene que proteger… Mucha gente, diría yo.

—¿Para defenderse de qué? ¿De la amenaza de la infiltración comunista? ¡Por Dios, los años cincuenta hace tiempo que quedaron atrás!

—¿Y cuál es el motivo de que los años cincuenta hayan quedado atrás, de que ya no haya Guerra Fría? Se lo diré, inspector… Que hicimos cosas como lo de El Salvador, Libia… Cosas que nunca se habrían podido financiar si no fuera por Nicaragua. Porque había gente como yo, como John Robey y como Catherine Sheridan, que creían tanto en lo justo y lo democrático que sentían la necesidad de hacer algo al respecto.

—¿De verdad se cree eso? —preguntó Miller—. ¿Que está justificado llenar Estados Unidos con cientos de toneladas de cocaína para pagar con ella las guerras ilegales?

—Oh, venga, inspector, no sea tan inocente. Esa gente de la que está hablando…, negros e hispanos, cubanos, mexicanos… Si no hubieran conseguido coca procedente de Nicaragua, la habrían sacado de otros sitios. A mí me parece que les hicimos un favor. Les dimos la coca de mayor calidad que han tomado nunca. Esa gente son animales, van a seguir haciendo lo mismo, les digan lo que les digan. Consumen droga. Siempre la han consumido. Y van a seguir consumiéndola, y no hay nada, nada en el mundo, que podamos hacer ni usted ni yo para evitarlo.

—Realmente cree lo que dice, ¿verdad? De verdad cree que el mundo es así y que puede dictar quién debe vivir y quién debe morir.

—Dicho así, es como si yo tuviera cierto complejo de Dios —dijo Thorne.

—A mí me parece que eso no se aleja mucho de la verdad.

—Dios es un mito. Las personas nacen, las personas mueren. Tienen el tiempo que tienen para hacer algo significativo o no. Nosotros hacemos lo que hacemos porque creemos que la gente tiene derecho a no caer en la opresión del fascismo y del comunismo. Los operativos de la CIA se entregaron en cuerpo y alma a la agencia. Dijeron que harían el trabajo, que velarían por la seguridad del país, y luego descubrieron algo que no les gustó y que decidieron contar al mundo. Unas docenas de personas. Fueron unas docenas, nada más. ¿De verdad cree que porque un puñado de personas hayan perdido los nervios se pueden poner en juego la estabilidad y la seguridad de este país?

—Debería grabarse y luego escucharse a sí mismo… ¿Tiene la mínima idea de la imagen de loco que da cuando dice eso?

Thorne no hizo caso del comentario de Miller. Metió las manos en los bolsillos y se volvió hacia la ventana.

—Bueno, ¿eso es todo? —preguntó.

—¿Qué van a hacer con respecto a Robey? —inquirió Miller.

—¿Robey? En algún momento se dejará ver, y alguien le matará.

—Así de sencillo —dijo Miller.

—¿Por qué íbamos a hacerlo más complicado? Hay que proteger determinados intereses, y esos intereses son mucho más importantes para el bienestar y la seguridad de este país que la vida de unos cuantos disidentes.

Thorne regresó a su mesa y cogió el teléfono. Marcó un número.

—Seguridad… El inspector Miller está listo para marcharse.

Cuando Thorne colgó el auricular y le miró, Miller se dio cuenta de lo que iba a suceder. Entendió por qué se había mostrado tan deseoso de hablar: no porque nadie fuera a creerle, sino porque nunca tendría la ocasión de repetir lo que había oído.

El hombre que le había recogido se había quedado con su pistola; ahora estaba perfectamente custodiada en el edificio de recepción, esperando su regreso. Pero Miller no volvería nunca.

—Puede que hasta ahora John Robey le haya protegido —dijo Thorne—, pero John Robey no es un aliado muy fiable.

—Parece que sabe muchísimo sobre él —observó Miller, calculando la distancia que le separaba de la puerta, de los ventanales, preguntándose si las puertas balconeras estarían cerradas con llave, la altura del muro, y qué habría detrás. ¿La calle, quizás? ¿Otra zona del mismo complejo judicial? ¿Habría instalaciones de seguridad en el otro lado?

El corazón le latía a toda velocidad; sentía que la sangre no le llegaba a la cabeza. Era la misma sensación que cuando Brandon Thomas se le había encarado, cuando se dio cuenta de que a Thomas no le importaba que fuera poli. Thomas iba a matarle, igual que Thorne ahora. Pero Thorne no se vería implicado. Daría instrucciones a uno de los suyos, que hablaría con otro, y ese otro se llevaría a Miller y le pegaría un tiro en la cabeza, o le dejaría caer de lo alto de un rascacielos…

—Sé más de John Robey que el propio John Robey —dijo Thorne.

Se desplazó a la izquierda y se quedó de pie, con los ventanales a la espalda, casi como si le hubiera leído el pensamiento a Miller y quisiera evitar cualquier intento de fuga. Aunque Thorne era más pequeño y menos corpulento, le entorpecería lo suficiente el paso como para dar tiempo a que el personal de seguridad llegara al despacho.

—¿Y eso? —preguntó Miller, intentando hacer tiempo, pensar en algo, lo que fuera.

El teléfono sobre la mesa. El pesado decantador de cristal con el que Thorne había servido el armañac. Había muchas cosas con las que podría atacarlo, pero ¿luego, qué? Lo derribaría, saldría corriendo del edificio. Le verían. Sería culpable de agresión. Le seguirían. No tenía pistola, nada para defenderse, y si todo lo que le había dicho Thorne era cierto, si Oliver había muerto en su lugar, esa gente no tendría ninguna consideración por el hecho de que fuera inspector de la policía de Washington.

—¿Eso? —repitió Thorne—. Porque yo le formé, inspector Miller… Yo entrené a Robey, a Sheridan y a Carvalho, y a decenas como ellos.

—Y su nombre en realidad no es Walter Thorne, ¿verdad?

—Walter Thorne, Frank Rissick, Edward Perna, Lawrence Matthews… Soy todos ellos y ninguno, inspector. Soy quienquiera que se suponga que debo ser cuando se requiere la presencia de esa persona. El hecho de que diera con el nombre de Donald Carvalho al investigar la United Trust no cambia nada. ¿Tiene idea de cuántos nombres existen relacionados con fachadas, empresas y operaciones que no son más que rostros que nos ponemos para dar la cara ante el mundo?

Miller estaba en tensión, atento a cualquier ruido de pasos en el vestíbulo, al otro lado de la puerta. No sabía qué dirección tomar: ¿La puerta? ¿O debería intentar cruzar el patio y superar el muro…?

—Y si Robey planteaba tantos problemas…

—¿Por qué no lo despachamos? —Thorne completó la pregunta por él—. Porque tratar con gente como John Robey o Catherine Sheridan no es lo mismo que encargarse de personas como Margaret Mosley, Ann Rayner, Barbara Lee o esa Joyce, inspector Miller. Hay que encargarse también de ciertos asuntos.

—¿Qué es lo que había hecho? ¿Tenía pruebas de todo esto? ¿Tenía pruebas que hubieran salido a la luz en caso de que muriera?

—Tenía pruebas, inspector, y nosotros teníamos algo suyo. Era una situación de bloqueo, de tablas…, y no se movió nada en mucho tiempo.

—¿Ustedes tenían algo suyo? ¿El qué? ¿Qué tenían de Robey?

—No es tanto qué teníamos, sino a quién.

—¿A quién? —preguntó Miller, pero luego asintió—. A Catherine Sheridan, ¿verdad? Le amenazaron con la muerte de Catherine Sheridan si él…

—No, inspector… John Robey no estaba tan preocupado por el bienestar de Catherine Sheridan como para que su muerte lo detuviera.

—¿Entonces? ¿De qué está hablando?

—Estoy hablando de…

El hecho de que no se oyera ningún ruido característico en el instante en que la bala atravesó el cuadrante superior derecho de la puerta balconera izquierda convirtió aquel momento en algo inquietante y surrealista.

Thorne estaba hablando —«Estoy hablando de…»—. Y de pronto dejó de hablar.

Salían palabras de su boca, y de pronto dejaron de salir.

Dio la impresión de que se quedaba un rato de pie, pero en realidad no fueron más que segundos, unos pocos segundos que se alargaron eternamente, y Miller se quedó esperando que Thorne siguiera hablando…

El juez Thorne hizo un movimiento lateral algo raro, como si hubiera sufrido un shock, como si le hubieran dado una noticia terrible. Fue entonces cuando Miller vio el minúsculo agujerito en el ventanal.

Y cuando vio el agujerito en el ventanal, supo por qué hacía esfuerzos el juez Thorne para mantenerse derecho, apoyándose en la estantería, por qué sus ojos habían perdido el brillo y tenía aquella mirada vacía e inexpresiva, por qué el sonido que salía de su boca no era ya habla, sino una especie de silbido ahogado, como cuando sale el vapor de una cafetera… Y luego estaba ese hilillo de sangre que le resbalaba de la comisura del ojo derecho y le caía por la mejilla…

Miller sintió que el corazón se le paraba, y que luego reemprendía la marcha el doble de rápido.

Walter Thorne cayó de rodillas, y al ladearse hacia la izquierda se golpeó la cabeza con el macizo escritorio de caoba. Cayó como una piedra.

Miller se echó hacia delante de inmediato, instintivamente, en un esfuerzo vano por sostener a Thorne, pero Thorne cayó de lado en cuanto impactó con la moqueta. Miller estaba de rodillas, intentando desesperadamente darle la vuelta, agarrándole la cabeza con las manos mientras la sangre se abría paso por entre sus dedos.

El charco de sangre que se formó en la moqueta engulló el orificio que tenía Thorne en la sien derecha, del tamaño de una moneda pequeña. No había orificio de salida por la izquierda. La bala seguía en el interior de la cabeza.

Fue entonces cuando Miller reaccionó. Abrió la boca para decir algo, para gritar, para pedir ayuda —un médico, algo, cualquiera que pudiera hacer algo—, aunque sabía que era demasiado tarde…

Pero de sus labios no salió ningún sonido.

Empezó a temblar violentamente. Intentó ponerse en pie, pero se cayó de lado. Alargó la mano y se agarró al brazo de la butaca donde había estado sentado Thorne, se puso en pie y, cuando lo soltó, vio la huella escarlata que había dejado.

Se apoderó de él una irrefrenable sensación de náuseas y un miedo repentino y atenazador. Quiso echar mano de su pistola, pero allí no había nada.

Se acercó al lado del ventanal, y por el hueco entre el marco y el borde de la cortina miró en dirección al patio.

¿Qué esperaba ver?

El patio vacío, casi monocromático, su inmovilidad, ahora yuxtapuesta al caos que se había desatado en el interior del despacho de Walter Thorne… Miller apenas podía sostenerse en pie. Se apoyó en la pared, dejando otra huella sangrienta a su paso.

Había hablado al menos con dos personas. La recepcionista tenía su nombre, y el ayudante de Thorne tenía su pistola. Estaba ahí. Era la única persona que estaba con Walter Thorne en el momento de su muerte…

Estaba con el agua al cuello. Peor que en el caso de Brandon Thomas.

Empezó a hiperventilar, a hablar solo. Volvió a acercarse al ventanal. Miró el cuerpo de Thorne. Se arrodilló en el suelo y le puso los dedos en el cuello. No había pulso.

Habría querido darle una patada. Habría querido darle de puñetazos en la cara y gritarle obscenidades. Habría querido chillar, contestar a todo lo que le había dicho aquel tipo. Habría querido decirle lo que pensaba de su visión del mundo, que la gente como él era el motivo de que el mundo estuviera tan jodido, que la gente como Walter Thorne era el motivo de las drogas, de los crímenes y de la guerra, y…

Pero no dijo nada.

Robert Miller sintió que toda la emoción acumulada las semanas anteriores se le concentraba en el pecho, como un puño. Sintió que iba a ahogarse, que el corazón le reventaría de la presión, del miedo y del dolor, que caería redondo sobre el cadáver del juez Walter Thorne y que los encontrarían a los dos en aquel despacho, con la puerta cerrada, un pequeño orificio en la ventana, y que nadie podría imaginarse lo que había pasado entre el inspector Robert Miller y el juez Walter Thorne la tarde del lunes 20 de noviembre de 2006.

Y nadie lo sabría. Nunca.

Y John Robey volvería a su trabajo en el Mount Vernon College, y daría clases de literatura y poesía, y sus estudiantes le observarían, escucharían lo que diría, sin tener ni idea de que el hombre que les hablaba cada día había matado a más gente de la que podían llegar a imaginar…

Miller no lo sabía; estaba tan desorientado que no sabía qué creer… Salvo que estaba jodido.

Eso sí lo sabía, y estaba seguro de ello.