12

Eran las once de la mañana cuando Natasha Joyce salió de su piso y abandonó el barrio a pie. Tomó un autobús que la llevaría por Martin Luther King hasta Fairmont Heights. Estación de metro de East Capitol Street, media docena de paradas, y salió en la esquina de A Street North East y la Sexta. Un edificio imponente, todo de mármol y granito. Llevaba un abrigo puesto, pues el día era frío, desagradable, y el viento racheado hacía que le lloraran los ojos. Subió la escalera y entró en el majestuoso vestíbulo de la todopoderosa Administración Central de Policía, atendida por personas que no te devuelven la llamada. Un homenaje al hombre blanco. Un monumento a las bravatas y la tontería.

Un hombre en el mostrador, con aspecto de amargado, como si alguien le hubiera dado un bofetón cinco minutos antes, le habló con un tono de superioridad.

—¿Puedo ayudarla, señorita?

—Busco a alguien… He llamado antes, me dijeron que me devolverían la llamada y no he tenido noticias.

—¿Y con quién ha hablado, señorita…?

—Joyce. Me llamo Natasha Joyce. No apunté el nombre de la mujer que me atendía, pero estaba en el departamento de registros.

El hombre mostró una sonrisa de autocomplacencia.

—Según el último recuento me parece que tenemos unas doscientas cuarenta personas trabajando en el departamento de registros, señorita Joyce. Quizá si pudiera darme algún detalle sobre su solicitud, podría buscar la gestión en el sistema.

—Quería información sobre una persona llamada Darryl King. Murió en octubre de 2001. El motivo de que recurra a ustedes es porque lo encontró un policía. Vinieron y me dijeron que estaba muerto. Quería saber quién lo encontró, ¿sabe? Quería saber qué sucedió.

El hombre se quedó anonadado, abrió la boca como si fuera a hacerle una pregunta, pero se lo pensó mejor. Tecleó algo, esperó, negó con la cabeza y tecleó algo más.

Sonrió satisfecho de sí mismo.

—Ha llamado a las ocho cuarenta y ocho de esta mañana, sí. La ha atendido la operadora número cinco…, y aquí está, sí. Darryl Eric King. Hay una nota en el sistema que dice que aquí no tenemos ningún registro, y parece que la operadora número cinco ha hecho una petición a nuestro departamento técnico…

—Todo eso ya lo sé —dijo Natasha impaciente—. Eso fue hace más de dos horas. Dijo que iba a devolverme la llamada, y no me ha llamado. Por eso estoy aquí.

El hombre le sonrió con condescendencia. Su expresión era de paciencia, como si estuviera tratando con una niña, una niña pequeña, quizás una niña algo retrasada para su edad. Todo despacito, todo dos veces:

—Señorita Joyce —dijo. Separó las manos del teclado, las juntó, como si fuera a rezar—. A veces lleva un poco de tiempo buscar estos datos. Estos registros son muy antiguos…

—La mujer con la que he hablado me ha dicho que los envían electrónicamente. Llegan al instante, en un segundo o dos, eso es lo que ha dicho. No me ha dicho nada de que los registros fueran viejos… Ni que tuvieran que venir caminando solos hasta aquí. ¿Es eso lo que me está diciendo? —preguntó indignada. El hombre blanco adoptó de nuevo su expresión amargada, como si fuera a recibir otro bofetón antes de que acabara el día—. Lo que estoy pidiendo no puede ser tan difícil. ¿Cómo va a serlo? —Movió la cabeza de un lado a otro.

Estaba a punto de señalar con el dedo a aquel hombrecillo blanco. «Dime lo que quiero oír, hombrecillo, o vas a llevarte un puñado de bofetones —le diría, colocando quizá las manos en las caderas—. Ya basta. Estos cuatrocientos años de opresión se van a acabar aquí y ahora, capullo».

—Señorita Joyce, entiendo perfectamente su posición…

Ella estaba muy cabreada. Hecha una fiera.

—¿Que lo entiende? ¿Qué es lo que entiende? Lo que usted entiende y lo que entiendo yo ni siquiera van por la misma jodida calle, señor…

—Señorita Joyce —dijo con un tono de pronto adusto. Ahora estaba contrariado, y se levantó de la silla—. No hay ningún motivo en absoluto para que use ese lenguaje. Si no se comporta de un modo civilizado voy a tener que llamar a seguridad y hacer que la echen del edificio…, y créame, señorita Joyce, no me intimida lo más mínimo. Estoy haciendo todo lo que puedo para ayudarla con su solicitud, y no le he faltado al respeto ni…

Natasha Joyce se echó hacia atrás y bajó la cabeza.

—Lo siento —se disculpó. Sabía que no iba a llegar a ninguna parte si machacaba a aquel pobre hijo de perra—. Estoy algo disgustada, señor —dijo—. Estoy algo disgustada, y recientemente han pasado cosas que me han recordado otras que pensaba que podría olvidar, y lo único que estoy intentando es buscar un poco de ayuda… —Sacó un pañuelo de papel del bolsillo. Tenía que recurrir a la imagen de la pobre niña perdida, la media sonrisa, la carita de pena. Lo que hiciera falta.

El capullo blanco de cara amargada sonrió. Levantó las manos en un gesto conciliador. «Agua pasada —pensó—. Empezamos de nuevo. Vamos a volver atrás, a rebobinar este pequeño fragmento de nuestras vidas y a empezar de nuevo, ¿vale?».

—Muy bien —dijo—. Disculpas aceptadas. Haremos lo que podamos por ayudarla, señorita Joyce, pero tiene que entender que a veces estas cosas llevan más tiempo del que desearíamos. Tiene que entender nuestra posición: tratamos con los registros de muchísimos distritos policiales y de miles de agentes, en activo, retirados e incluso difuntos… —dijo, bajando el volumen progresivamente. Escribiendo algo en el teclado. Leyendo la pantalla, asintiendo.

»Espérese aquí —pidió. Sonrió y se levantó de la silla.

No tardó más que unos minutos. Natasha esperó pacientemente, y cuando el hombre regresó no venía solo.


Amanda llamó mientras se dirigían en coche al departamento forense.

—Sí, claro que lo he hecho —le decía Al Roth—. Ya hablaremos cuando vuelva esta noche… Sí, cariño, claro. Yo también te quiero.

—¿Problemas? —preguntó Miller.

Roth negó con la cabeza y guardó el móvil.

—A la izquierda por aquí —dijo—. La primera a la derecha al llegar al final, es más rápido.

Miller siguió las indicaciones de Roth y aparcó a unos cincuenta metros del edificio del departamento forense.

Una vez dentro se identificaron. Parecía que el recepcionista los esperaba.

—De Greg Reid —aclaró el tipo, y les pasó un sobre sin señas por encima del mostrador—. Él no está. Tenía un caso y ha salido. Me ha dicho que dejarían algo para él, ¿no?

Miller asintió y le entregó la bolsita de plástico con el recorte de periódico.

—Cuando le vea, dele las gracias —dijo Miller, y Roth y él salieron del edificio y volvieron al coche.

Reid les había hecho copias de las tres fotografías y las había sometido a un procedimiento digital para mejorarlas, con lo que estaban más claras que los originales.

—¿A ti te parece un asesino en serie? —preguntó Roth, mirando el rostro del hombre de la foto y frunciendo el ceño.

Miller sonrió.

—¿Y qué aspecto tiene un asesino en serie?

Roth le devolvió la foto a Miller y puso el coche en marcha.

—Vete tú a saber —respondió—. En fin, ahora vamos a Columbia Street.

Eran casi las diez cuando llegaron a casa de Catherine Sheridan. Roth aparcó junto al bordillo, apagó el motor y los dos se quedaron en silencio un momento. El motor hizo unos ruiditos mientras se enfriaba.

—¿Qué es lo que esperamos encontrar exactamente? —preguntó Roth.

—Ella volvía a pie por aquí —dijo Miller—. Hace tres días. —Cerró los ojos, frunció el ceño y unos profundos surcos le cruzaron la frente—. Quiero saber dónde narices fue después de pasar por el deli y antes de volver a casa.

—Podríamos poner un anuncio en la prensa —sugirió Roth—. Preguntarle a la gente si la vio.

—Creo que no. A Lassiter le quedan quizá dos días más, a lo mejor hasta final de semana, y luego el jefe pedirá un equipo especial. No quieren que aparezca en las noticias, créeme. Joder, tú ya sabes cómo son estas cosas.

Roth se quedó en silencio. Sabía cuándo convenía estar callado.

—¿Qué hizo desde que salió del deli y hasta que llegó a casa? ¿Estaba él ya en la casa cuando ella volvió? ¿Puso ella el DVD y luego entró él? —Miller se volvió hacia Roth—. He pensado en eso… En lo que yo hago cuando alguien viene de visita, o cuando suena el teléfono y estoy viendo una película.

—La pones en pausa, ¿verdad?

Miller asintió.

—Exacto. Y ella no la detuvo, y lo que me dice eso es que ella la estaba viendo y él ya estaba en casa, o lo otro…

—Que él la atacó y luego la puso.

—Exacto.

—Eso sería de lo más retorcido.

—Estoy de acuerdo —dijo Miller—. Eso sería de lo más retorcido.

—¿Así que vamos a volver a entrar en la casa?

—Sí —respondió Miller, buscando la maneta de la puerta con la mano—. Y no saldremos de ahí hasta que sepamos quién cojones era Catherine Sheridan en realidad.