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Lunes, 05:15 horas
Ésta es la otra ciudad, la que nunca imaginó William Pennal contemplar su «verde población campestre» entre los ríos Schuylkill y Delaware, soñando con columnas griegas y galerías de mármol que se elevan majestuosamente entre los pinos. Esta no es la ciudad del orgullo, de la historia y la visión, el lugar donde se forjó el alma de una gran nación, sino esa parte del norte de Filadelfia donde fantasmas vivientes deambulan en la oscuridad, con las cuencas de los ojos vacías, cobardes y abyectos. Es un lugar rastrero, un lugar de tizne, heces, cenizas y sangre, un lugar donde los hombres se esconden de los ojos de sus hijos y remiten su dignidad a una vida de inexorable aflicción. Un lugar donde envejecen los animales jóvenes.
Si hay barrios bajos en el infierno, serán a no dudarlo como este lugar.
Pero en este abominable lugar crecerá algo hermoso. Un Getsemaní entre el cemento cuarteado, el bosque putrefacto y los sueños rotos.
Paro el motor. Reina el silencio.
Está sentada junto a mí, inmóvil, como si estuviera suspendida de este momento, el penúltimo de su juventud. De perfil, parece una niña. Tiene los ojos abiertos, pero no se mueve.
Hay un momento en la adolescencia en el que la niña que saltó a la comba y cantó con abandono despacha finalmente estos hábitos con una reivindicación de mujer, un momento en el que nacen los secretos, un corpus de conocimiento clandestino que nunca será revelado. Ocurre en diferentes momentos según las chicas —unas veces a los doce o trece años, otras a los dieciséis o más años—, pero siempre ocurre en cada cultura, en cada raza. Hay un momento no anunciado por la llegada de la sangre, como muchos creen, sino más bien por la conciencia de que el resto del mundo, especialmente el macho de la especie, las ve de repente de otra manera.
Y, a partir de ese momento, el equilibrio de poder cambia, y ya no es nunca el mismo.
No, ella ya no es virgen, pero volverá a serlo. En la columna habrá un látigo y de este tormento surgirá la resurrección.
Me bajo del coche y miro a derecha e izquierda. Estamos solos. El aire de la noche es gélido, aunque los días han sido demasiado cálidos para la época del año.
Abro la puerta del copiloto y tomo su mano en la mía. No es una mujer ni una niña. Y ciertamente tampoco un ángel. Los ángeles no tienen libre albedrío.
Pero posee una belleza turbadora.
Se llama Tessa Ann Wells.
Se llama Magdalena.
Es la segunda.
Y no será la última.