15

Lunes, 20:30 horas

Vio que había llegado al paseo del río antes de que su mente hubiera tenido la oportunidad —o la inclinación— de decir que no. ¿Cuánto tiempo hacía de la última vez que había estado allí?

Jessica y su contrincante —Mariella Muñoz, la «Chispa»— se vistieron e hicieron el calentamiento en la misma sala. Mientras Jessica esperaba a su tío abuelo Vittorio, antiguo peso pesado, para que le encintara las manos, le echó un vistazo a su contrincante. Chispa, que debía rondar los treinta, tenía brazos muy gruesos y un cuello que parecía medir medio metro de ancho. Un auténtico parachoques. De nariz chata, tenía una cicatriz sobre ambos ojos y una cara que parecía estar pidiendo pelea constantemente: una mueca que se suponía debía servirle para intimidar a sus contrincantes.

Estoy temblando que no veas, dijo Jessica para sus adentros.

Cuando quería, Jessica podía adoptar la pose y postura de una tímida violeta, de una mujer desvalida incapaz de abrir un cartón de zumo de naranja sin que un hombre fuerte y grande acudiera al rescate. Eso, esperaba, era sólo miel para los osos pardos.

Pero lo que significaba realmente era:

Vamos, nena, te estoy esperando.

El primer asalto comenzó con lo que en jerga boxística se conoce como fase del «tanteo». Las dos mujeres se lanzaron ganchos suaves, marcándose mutuamente. Un achuchón o dos, y un amago de asalto a modo de intimidación. Jessica era unos cinco centímetros más alta que Chispa, pero ésta se llevaba la palma en cintura. Parecía un lavavajillas con calcetines altos.

Hacia la mitad del asalto, la cosa empezó a animarse con la mayor implicación del numeroso público. Cada vez que Jessica encajaba un corto, el público, conducido por un contingente de policías del antiguo distrito de Jessica, la vitoreaba.

Cuando sonó la campana para marcar el final del primer asalto, Jessica se alejó limpiamente de Chispa, pero ésta aprovechó para lanzarle un directo al cuerpo de manera deliberada, fuera de tiempo. Jessica le propinó a su vez un empujón, y el árbitro tuvo que intervenir. El árbitro era un negro bajito que debía rondar los sesenta. Según supuso Jessica, la Comisión Atlética de Pensilvania no debía considerar necesario un árbitro grande para este tipo de encuentros: era de pesos ligeros y, encima, entre mujeres.

Falso.

Chispa lanzó un golpe por encima de la cabeza del árbitro, rozando a Jessica en el hombro, la cual respondió con un golpe seco y duro que alcanzó a Chispa en un lado de la mandíbula. El preparador de Chispa acudió al instante, así como el tío Vittorio, y, aunque el público no dejaba de animar —algunos de los mejores combates en la historia del Blue Horizon tuvieron lugar entre asaltos—, consiguieron separar a las mujeres.

Jessica se arrellanó en el taburete mientras su tío Vittorio se plantaba delante de ella.

La muy cabrona —musitó Jessica a través del protector dental.

—Tranquila —le aconsejó Vittorio, el cual procedió a quitarle el protector y a limpiarle la cara. Angela cogió una botella de agua del cubo con hielo, le quitó el tapón de plástico y la sostuvo para que Jessica bebiera.

—Siempre bajas la mano derecha cuando vas a pegar un gancho —le dijo Vittorio—. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? Ten la mano derecha bien alta —insistió propinando un golpecito en el guante derecho de Jessica.

Jessica asintió, se enjuagó la boca y escupió en el cubo.

—¡Listas para el segundo! —gritó el árbitro desde el centro del ring.

Los sesenta segundos más rápidos de mi vida, pensó Jessica.

Jessica se puso en pie mientras tío Vittorio bajaba la cabeza para salir del ring —cuando tienes setenta y nueve años, vas saliendo de todo—, llevándose el taburete del rincón. Sonó la campana, y las dos boxeadoras se aproximaron.

Durante el primer minuto del segundo asalto, todo fue prácticamente lo mismo que en el primero. Pero, hacia la mitad, todo cambió. Chispa llevó a Jessica contra las cuerdas. Esta aprovechó para lanzar un gancho y, claro, bajó la mano derecha. Chispa replicó con un gancho izquierdo, un gancho que empezó en algún lugar del Bronx, pasó a Broadway, cruzó el puente y tomó la 1-95.

El golpe le impactó a Jessica en plena barbilla, dejándola momentáneamente grogui y hundida entre las cuerdas. El público quedó en silencio. Jessica siempre supo que algún día podía encontrar su horma, pero, antes de que Chispa Muñoz se acercara a rematar, Jessica presenció una escena que no se esperaba.

Chispa Muñoz se llevó la mano a la entrepierna y gritó:

—¿Quién tiene pelotas ahora, eh?

Mientras Chispa se acercaba dispuesta a asestar el que Jessica estaba segura de que sería el golpe del K.O., un carnaval de imágenes borrosas desfiló por su mente.

La vez que acudió a un lío entre borrachos en la calle Fitzwater, la segunda semana que estaba en el cuerpo, y uno le vomitó en la cartuchera.

O la vez que Lisa Cefferati la llamó «Giovanni Big Fanny»[3] en la zona recreativa infantil de San Pablo.

O el día en que volvió a casa temprano y vio los enormes y baratos zapatos color amarillo vómito, de Michelle Brown a los pies de las escaleras, justo al lado de las botas de su marido.

En aquel momento, la rabia le subía de otro lugar, un lugar en el que una chica joven llamada Tessa Wells vivía, reía y amaba. Un lugar ahora silenciado por las oscuras aguas del dolor de un padre. Esa era la imagen que necesitaba.

Jessica izó con esfuerzo supremo todos y cada uno de los sesenta y tantos kilos que pesaba, se irguió sobre la lona y soltó un derechazo que cogió a Chispa en la punta de la barbilla, haciéndole volver la cabeza en un segundo, como picaporte recién engrasado. El sonido fue telúrico: resonó en todo el Blue Horizon, mezclándose con el sonido de todos los grandes directos que se han lanzado en la historia del edificio. Jessica vio los ojos de Chispa centellear y ponerse en blanco en un santiamén antes de caer redonda a la lona.

—¡Lefántate! —se desgañitaba Jessica—. ¡Lefántate, me gagoenla…!

El árbitro le ordenó a Jessica apartarse unos momentos mientras él volvía a la figura supina de Muñoz y reanudaba la cuenta. Pero la cuenta era inservible. Chispa estaba rodando por el suelo como un manatí varado. El combate había terminado.

El numeroso público que había acudido al Blue Horizon se puso en pie al unísono en medio de una ovación atronadora, que hizo temblar los cimientos.

Jessica levantó las dos manos e inició su baile victorioso mientras Angela corría al ring para rodearla con un abrazo.

Jessica paseó la mirada por el recinto. Distinguió a Vincent en la primera fila de la platea alta. Siempre había asistido a todos y cada uno de sus combates cuando vivían juntos, pero Jessica no sabía con seguridad si iba a asistir a éste.

Unos segundos después, el padre de Jessica saltaba al ring, con Sophie en brazos. Sophie nunca veía a Jessica pelear en el ring, por supuesto, pero parecía gustarle la luz de los reflectores después de una victoria, igualito que a su madre. Esta noche, llevaba sus prendas de lana color frambuesa a juego y su pequeña cinta Nike, y parecía a su vez una boxeadora de pesos pitufos. Jessica sonrió y les guiñó a su padre y a su hija. Se sentía bien. Mejor que bien. La adrenalina la vapuleaba con una ráfaga, y en aquel momento se creía capaz de comerse al mundo entero.

Abrazó con fuerza renovada a su prima mientras la gente seguía desgañitándose y vitoreándola:

—¡Pelotas, pelotas, pelotas, pelotas…!

Por encima del tumulto, Jessica gritó al oído de Angela.

—¿Angie?

—¿Quéee?

—Hazme un favor.

—¿Sí?

—No me dejes pelear otra vez con esta gorila de mierda.

Cuarenta minutos después, en la acera frente al Blue, Jessica firmaba unos cuantos autógrafos a un par de chavalitas de doce años que la miraban con una mezcla de admiración y adoración idólatra. Les echó los sermones consabidos no faltéis al colegio, alejaos de las drogas, y ellas le prometieron hacerlo.

Jessica estaba a punto de dirigirse hacia su coche cuando notó una presencia a su lado.

—A partir de ahora tendré mucho cuidado de no cabrearte. —La voz profunda provenía de detrás.

El pelo de Jessica, húmedo por el sudor, partía en seis direcciones distintas. Olía al purasangre Seabiscuit después de una carrera de milla y cuarto y notaba como si el lado derecho de su cara tuviera el tamaño, la forma y el color propios de una berenjena madura.

Se volvió para ver a uno de los hombres más apuestos que había conocido en su vida.

Era Patrick Farrell.

Y tenía una rosa en la mano.

Mientras Peter llevaba a Sophie a su casa, Jessica y Patrick departían en un rincón oscuro del Hombre Tranquilo, en la planta baja de Finnigan’s Wake, un popular pub irlandés y guarida de policías situado entre las calles Tres y Jardín de Primavera, de espaldas a la pared del edificio Strawbridge.

Sin embargo, a Jessica no le parecía suficientemente oscuro, si bien había hecho un rápido remodelamiento de su cara y su pelo en el aseo de señoras.

Tenía en la mano un whisky escocés doble.

—Ha sido una de las cosas más increíbles que he visto en mi vida —le estaba diciendo Patrick.

Llevaba un cuello de cisne de cachemir color carbón y pantalones con raya negros. Olía divinamente, una de las muchas cosas que la retrotraían a los tiempos en que habían estado enrollados. Patrick Farrell siempre olía divinamente. Y qué ojos. Jessica se preguntaba cuántas mujeres se habrían rendido, con el paso de los años, ante aquellos ojos azules oscuros.

—Gracias —dijo ella, en vez de un comentario remotamente ingenioso o lejanamente inteligente. Intentaba taparse la cara con su vaso de whisky. La hinchazón había remitido. Gracias a Dios. No le apetecía parecer la Mujer Elefante delante de Patrick Farrell.

—No sé cómo lo haces.

Jessica se encogió de hombros en plan campechano.

—Bueno, la parte más dura es aprender a recibir un golpe con los ojos abiertos.

—¿Duele?

—Pues claro que duele —respondió—. ¿Sabes a qué se parece?

—¿A qué?

—A cuando te dan un puñetazo en la cara.

Patrick se rió.

Touché.

—Por otra parte, no hay una sensación que se me ocurra pueda superar a la que te embarga cuando dejas tumbada de un golpe a tu contrincante. Que Dios me perdone, pero es una maravilla.

—¿Y eso lo sabes al dar el golpe?

—¿El golpe del K.O.?

—Sí.

—Ah, claro que lo sabes —contestó Jessica—. Es como cuando coges una pelota en la parte más alejada del bate. ¿Te acuerdas? Nada de vibraciones ni de esfuerzos. Sólo… contacto.

Patrick sonrió, sacudiendo la cabeza como si fuera a reconocer que ella era cien veces más valiente que él. Pero Jessica sabía que aquello no era cierto. Patrick era un médico de urgencias y era imposible encontrar un trabajo más duro que el suyo.

Y, en opinión de Jessica, requería más valor todavía hacer lo que Patrick había hecho en su día: plantar cara a su padre, uno de los cardiólogos más famosos de Filadelfia. Martin Farrell había esperado que Patrick hiciera también la carrera de cardiólogo. Patrick creció en Bryn Mawr, estudió en la Escuela de Medicina de Harvard, hizo las prácticas en el hospital Johns Hopkins; es decir, tenía unas perspectivas profesionales sumamente halagüeñas por delante.

Pero al morir su hermana pequeña, Dana, en medio de un tiroteo en pleno centro de la ciudad —transeúnte inocente por el lugar equivocado en el momento equivocado—, él decidió dedicar su vida a trabajar como traumatólogo en un hospital del centro de la ciudad. A Martin Farrell sólo le faltó desheredar a su hijo.

Era algo que compartían Jessica y Patrick: la carrera los había escogido a ellos como resultado de una tragedia, en vez de ser ellos quienes habían escogido la carrera. A Jessica le habría gustado preguntarle cómo le iba con su padre ahora, después de tanto tiempo, pero no quiso abrir una vieja herida.

Permanecieron en silencio escuchando la música, mirándose a los ojos, con el aire ensoñado de un par de adolescentes. Varios policías del distrito Tres se acercaron a felicitar a Jessica, boxeando ebriamente contra el aire mientras llegaban hasta la mesa.

Finalmente, Patrick llevó la conversación al tema del trabajo. Un territorio seguro para una mujer casada y una vieja llama.

—¿Qué tal se trabaja en primera división?

Primera división, pensó Jessica. Lo que tiene la primera división es que te hace sentirte más pequeño.

—Estoy en los primeros días, pero todo es muy distinto al mundillo de Tráfico —contestó.

—Así que no echas de menos perseguir a los rateros, parar las peleas de los bares y llevar a mujeres embarazadas al hospital.

Jessica sonrió un poco melancólicamente.

—¿Rateros y peleas de los bares? No es que lo eche de menos precisamente. Y, por lo que a las mujeres embarazadas se refiere, creo que me retiré con una puntuación de empate a uno.

—¿Qué quieres decir?

—Cuando estaba en Tráfico —le explicó—, me nació un bebé en el asiento trasero. Perdí uno.

Patrick se enderezó en su asiento, más interesado. Esto era su mundo.

—¿Qué quieres decir con eso de perdí uno?

Este no era el relato favorito de Jessica. Lamentaba el haberlo iniciado. Ahora parecía ya obligada a seguir.

—Fue en Nochebuena, hace ya tres años. ¿Recuerdas el terrible temporal que hubo?

Había sido una de las peores ventiscas de la década. Treinta centímetros de nieve, vientos huracanados, temperaturas bajo cero. Toda la ciudad había quedado paralizada.

—Ah, sí —recordó Patrick.

—Pues nada, que me tocó trabajar aquella noche. Es poco después de medianoche y estoy en un Dunkin’ Donuts pidiendo café para mi compañero y para mí.

Patrick enarcó una ceja, como preguntándose: ¿En un Dunkin’ Donuts?

—No lo preguntes, que se te entiende —le pidió Jessica, sonriendo.

Patrick se cerró la boca con una cremallera.

—Pues bien, estaba a punto de irme cuando oí un gemido. Resulta que había una mujer embarazada en uno de los bancos corridos. Estaría de siete u ocho meses, y algo fallaba a todas luces. Pedí una ambulancia pero todas las unidades de urgencias estaban en servicio, o se habían salido de la carretera por causa del hielo, o los conductos de gasolina de los coches se habían helado. Una pesadilla. Como estábamos a tan sólo unas manzanas del Jefferson, la metí en el coche patrulla y salimos pitando. Entre la calle Tres y la calle del Nogal, impactamos con un bloque de hielo y colisionamos con varios coches aparcados. Nos quedamos allí pillados.

Jessica dio un sorbo a su bebida. Si empezar la historia le había hecho sentirse mal, ponerle fin le hizo sentirse aún peor.

—Pedí ayuda pero cuando llegaron ya era demasiado tarde. La criatura nació muerta.

La expresión de los ojos de Patrick decía que la entendía. Nunca es fácil perder a nadie, sean cuales sean las circunstancias.

—Siento oír eso.

—Ya, en fin, lo reparé unas semanas después —prosiguió Jessica—. Mi compañero y yo ayudamos en el parto de un gran bebé en la calle Sur. Y recalco lo de gran. Cuatro kilos y medio. Como ayudar al parto de un ternero. Aún recibo todos los años por Navidad una felicitación de los padres. Después de aquello, solicité la Brigada de Tráfico. Ya tenía mi cupo de tocoginecóloga.

Patrick sonrió.

—Dios tiene sus métodos para igualar la puntuación, ¿verdad?

—Ya —asintió Jessica.

—Si no recuerdo mal, sucedieron muchas cosas increíbles aquella Nochebuena, ¿verdad?

Era cierto. Generalmente, cuando hay una ventisca, mantiene a los tipos peligrosos encerrados en casa. Pero, por alguna razón, los astros se alinearon aquella noche y todos estaban fuera. Disparos, incendios intencionados, atracos, vandalismo.

—Sí. Durante toda la noche —asintió Jessica.

—¿No hubo alguien que arrojó sangre sobre la puerta de una iglesia, o algo así?

Jessica asintió:

—En santa Catalina. En la zona de Torresdale.

Patrick sacudió la cabeza.

—Para ver si así reinaba de verdad la paz en la tierra, ¿no?

Jessica tuvo que asentir. Aunque… si de repente reinara de verdad la paz en la tierra, ella se quedaría sin trabajo.

Patrick dio un sorbo a su bebida.

—Hablando de locura, he oído decir que te ha tocado ese homicidio de la calle Ocho.

—¿Dónde has oído eso?

Con un guiño:

—Ah, tengo mis fuentes.

—Sí —concedió Jessica—. Mi primer caso. Gracias, Señor.

—¿Tan terrible como he oído?

—Peor.

Jessica le hizo un breve resumen de la historia.

—Qué horror —exclamó Patrick, reaccionando a la letanía de horrores que le habían acontecido a Tessa Wells—. Cada día pienso que ya lo he oído todo. Cada día oigo algo nuevo.

—Me preocupa su padre, de verdad —dijo Jessica—. Está muy enfermo. Perdió a su esposa hace unos años. Tessa era su única hija.

—Me cuesta imaginar lo que estará sufriendo. Perder una hija.

Jessica lo entendía de sobra. Si llegara a perder a Sophie, su vida se habría acabado.

—Una misión bastante dura para empezar, ¿no? —comentó Patrick.

—Vaya.

—¿Y qué, estás bien?

Jessica pensó antes de contestar. Patrick tenía esta manera de hacer preguntas. Te producía la impresión de que realmente le preocupaba.

—Sí. Estoy bien.

—¿Y qué tal tu nuevo compañero?

Esta pregunta era fácil.

Pues es realmente bueno.

—¿Tanto?

—Bueno, tiene una manera especial de tratar a la gente —precisó Jessica—. De esa manera, consigue que la gente hable con él. No sé si es por miedo o por respeto, pero funciona. He preguntado por ahí su tasa de casos resueltos. Se sale del gráfico.

Patrick echó un vistazo a la sala y luego volvió a mirar a Jessica con media sonrisa, ésa que siempre hacía que su estómago se volviera un poco más esponjoso.

—¿Qué? —preguntó Jessica.

Mirabile visu —contestó Patrick.

—Eso es lo que yo decía siempre —señaló Jessica.

Patrick rió.

—Es latín.

—¿Latín para decirme qué? ¿Quién te ha pegado esa zurra?

—Para decirte Eres maravillosa para la contemplación.

Médicos, pensó Jessica. Les gusta mucho hablar en latín.

—Bueno… sono sposata —le recordó Jessica—. Eso es italiano, que quiere decir mi marido nos dispararía a los dos en la frente si nos pillara hablando aquí ahora.

Patrick levantó las manos, como rindiéndose.

—Basta de hablar de mí —zanjó Jessica, regañándose a sí misma por haber sacado a colación a Vincent. No estaba invitado a esta fiesta—. Cuéntame cómo te va en estos días.

—Bueno, siempre hay mucho que hacer en el hospital de San José. Nunca tengo un momento para aburrirme —le contestó Patrick—. También…, es posible que me concedan una exposición en la galería Boyce.

Además de ser médico del infierno, Patrick tocaba el violoncelo y era un pintor de talento. Había hecho un retrato al pastel de Jessica una noche que habían quedado. Huelga decir que Jessica lo tenía enterrado en un rincón del garaje.

Jessica acariciaba su bebida mientras Patrick se tomaba otra. Permanecieron embobados el uno frente al otro, flirteando de la manera más natural, igual que en los viejos tiempos. Las manos rozando, el eléctrico frote de los pies debajo de la mesa. Patrick también le dijo que estaba dedicando parte de su tiempo a una nueva clínica gratuita situada en la avenida del Álamo. Jessica le dijo que ella estaba pensando en pintar el salón. Siempre que tenía a Patrick Farrell cerca de ella, le entraba el complejo de inútil social.

Hacia las once, Patrick la acompañó al coche, que estaba aparcado en la calle Tres. Luego llegó el momento que ella sabía que iba a llegar. El whisky ayudó a allanar el camino.

—Entonces… ¿cenamos la semana que viene, tal vez? —preguntó Patrick.

—Bueno, yo… ya sabes… —carraspeó Jessica.

—Sólo amigos —puntualizó Patrick—. Nada inconveniente.

—Bueno, entonces déjalo —replicó Jessica—. Si no podemos hacer algo inconveniente, ¿para qué, entonces?

Patrick rió otra vez. Jessica había olvidado lo mágica que podía ser su risa. Hacía mucho tiempo del día en que Vincent y ella habían encontrado algo de que reírse.

—Bueno. Vale —rectificó Jessica, después de haber tratado, sin conseguirlo, de encontrar una sola razón para no salir a cenar con un viejo amigo—. ¿Por qué no?

—Estupendo —exclamó Patrick. Se inclinó hacia delante y le besó suavemente la herida de su mejilla derecha—. Es un remedio irlandés —agregó—. La herida estará mejor mañana por la mañana. Seguro.

—Gracias, doctor.

—Te llamo.

—Vale.

Patrick le guiñó un ojo, dejando sueltos cientos de gorriones en el pecho de Jessica. Levantó los puños, en una postura defensiva de boxeador, y luego alargó la mano para alisarle el pelo a Jessica. Se volvió y se dirigió a su coche.

Jessica lo vio irse.

Se tocó la mejilla: sentía aún el calor de sus labios. Y no le sorprendió en absoluto que el dolor que había sentido en la cara hubiera empezado ya a remitir.

Las chicas del rosario
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