53

Miércoles, 16:20 horas

Eddie Kasalonis se jubiló en 2002.

Con sus sesenta y pico años, y sus casi cuarenta de servicio —la mayor parte en aquella zona de la ciudad—, había visto de todo, desde todos los puntos de vista. Había trabajado veinte años en la calle antes de pasar a formar parte de Detectives Sur.

Jessica dio con él a través de la Cofradía de Policías. Como no había conseguido dar con Kevin, decidió entrevistarse con Eddie ella sola. Lo encontró donde estaba todos los días a aquella hora. En un pequeño local italiano de la calle Diez.

Jessica pidió un café solo; Eddie, uno doble con un trozo de cáscara de limón.

—Yo he visto muchas cosas a lo largo de todos estos años —empezó Eddie, sin duda como prólogo a un paseo por los meandros de su memoria. Era un hombre grande, de ojos grises y acuosos, un tatuaje de la Marina en el antebrazo derecho y los hombros algo hundidos por la edad. El tiempo había ralentizado sus historias. Jessica hubiera querido ir directamente al grano y abordar el tema de la sangre encontrada en la puerta de Santa Catalina; pero, por respeto, escuchó hasta el final. El veterano policía apuró su café, pidió otro y preguntó:

—Bien, ¿qué puedo hacer por usted, detective?

Jessica sacó su cuaderno de notas.

—Creo saber que usted investigó un incidente en Santa Catalina hace unos años.

Eddie Kasalonis asintió.

—¿Se refiere a la sangre encontrada en la puerta de la iglesia?

—Sí.

—No sé qué le puedo contar sobre aquello. No se investigó mucho, la verdad.

—¿Puedo preguntarle cómo es que fue usted a investigar aquello? Quiero decir, queda bastante lejos de su terreno de operaciones, ¿no?

Jessica había preguntado por ahí. Eddie Kasalonis era un policía del sur de Filadelfia. Calles Tres y Wharton.

—Acababan de nombrar nuevo párroco, un cura de San Casimiro. Un buen chico. Lituano, igual que yo. Me llamó, y le dije que yo investigaría el caso.

—¿Qué descubrió?

—No mucho, detective. Alguien pintó el dintel de las puertas principales con sangre mientras los fieles oían la Misa del Gallo. Cuando salieron, cayó un gota sobre una anciana. Se puso histérica; decía que había sido un milagro, se llamó a una ambulancia.

—¿Qué clase de sangre era?

—Bueno, no era sangre humana, eso se lo puedo asegurar. Algún tipo de animal. Hasta ahí sí llegamos.

—¿Volvió a ocurrir?

Eddie Kasalonis sacudió la cabeza.

—Eso fue todo, que yo sepa. Se limpió la puerta, se vigiló durante un tiempo y al final todo volvió a la normalidad. En cuanto a mí, tenía mucho trabajo por aquellos días.

El camarero trajo a Eddie su café y preguntó a Jessica si le llenaba la taza. Dijo que no.

—¿Volvió a ocurrir en alguna otra iglesia? —preguntó Jessica.

—No tengo, la menor idea —respondió Eddie—. Como le he dicho, yo me presté a investigar el caso como un favor. La profanación de iglesias no formaba parte de los casos que más me gustaban.

—¿Algún sospechoso?

—No realmente. En esa parte del noreste hay poca actividad mafiosa. Solivianté a algunos gamberros del barrio y apreté las tuercas un poco. Pero no hubo detenciones.

Jessica dejó a un lado su cuaderno, terminó su café, un poco decepcionada porque su entrevista no hubiera conducido a nada. Por otra parte, tampoco había abrigado muchas esperanzas.

—Ahora me toca a mí preguntar —dijo Eddie.

—Por supuesto —asintió Jessica.

—¿Cómo es que le interesa tanto un caso de vandalismo que tuvo lugar hace tres años en Torresdale?

Jessica se lo dijo. No veía por qué no iba a decírselo. Como todo el mundo en Filadelfia, Eddie Kasalonis seguía de cerca el caso del asesino del rosario. No la presionó para que le contara más detalles.

Jessica miró su reloj.

—Le agradezco de veras el tiempo que me ha dedicado —le aseguró mientras se levantaba y metía la mano en el bolsillo para pagar el café. Eddie Kasalonis le sujetó la mano, lo que quería decir: Ni hablar.

—Encantado de poder ayudar —le aseguró. Movió su café mientras en su cara se dibujaba una mirada melancólica. Otra historia, probablemente. Jessica esperó—. Ya sabe cómo a veces se ve en los hipódromos a viejos yóqueys apoyados en la barandilla observando los entrenamientos, o, cuando uno pasa junto a un edificio importante, ve a veces a los albañiles que lo construyeron sentados en un banco observando cómo construyen otros rascacielos a su lado. Mira uno a estas personas y sabe que les encantaría volver al tajo.

Jessica sabía a dónde quería ir. Y ella sabía bastante de carpintería. El padre de Vincent se había jubilado hacía unos años, y ahora pasaba los días sentado delante del televisor, cerveza en mano, poniendo verdes a los presentadores de los programas de bricolaje.

—Vaya que sí —asintió Jessica—. Sé lo que quiere decir.

Eddie Kasalonis echó azúcar a su café y se arrellanó en la silla.

—Pues mire: yo, no. Yo estoy contento con no tener que volver al tajo. Cuando oí hablar de este caso que llevan ustedes, me di cuenta de que el mundo me había sobrepasado, detective. El tipo al que buscan ustedes… ¡Demonios! Procede de un mundo que yo no había visitado nunca. —Eddie miró primero hacia arriba y luego hacia ella con sus ojos tristes, acuosos—. Y doy gracias a Dios de no tener que ir allí.

A Jessica le habría gustado no tener que ir allí tampoco. Pero ya era un poco tarde para poner remedio. Sacó las llaves y vaciló un instante.

—¿Hay algo más que quiera decirme sobre aquella sangre en la puerta de la iglesia?

Eddie pareció ponerse a deliberar sobre si contarle una cosa o no hacerlo.

—Bueno, se lo contaré. Cuando miré la mancha de sangre, la mañana después de ocurrir, creí ver algo. Todo el mundo me decía que estaba viendo visiones, como cuando alguien ve la cara de la Virgen María en una mancha de petróleo en la puerta de su casa, o cosas así. Pero yo estaba seguro de haber visto lo que decía.

—¿Y qué era?

Eddie Kasalonis vaciló de nuevo.

—Creí ver algo que se parecía a una rosa —dijo al final—. A una rosa boca abajo.

Jessica tenía cuatro cosas que hacer antes de volver a casa. Tenía que ir al banco, pasarse por la tintorería, comprar algo de cena en el supermercado Wawa y mandar un paquete a su tía Lorrie, que vivía en Pompano Beach. El banco, la tienda de comestibles y la mensajería UPS estaban en el mismo radio, entre las calles Dos y Sur.

Al aparcar el Jeep, pensó en lo que le había dicho Eddie Kasalonis.

Creí que se parecía a una rosa. A una rosa boca abajo.

Por sus lecturas, sabía que el término rosario hacía relación a María y a una rosaleda. El arte del siglo XIII describía a María empuñando una rosa, no un cetro. ¿Tendría esto algo que ver con su caso, o era sólo producto de la situación desesperada en que se encontraba?

Desesperada, sí, desde luego.

De todos modos, se lo comentaría a Kevin y le pediría su opinión.

Cogió de la parte trasera del Jeep el paquete para mensajerías UPS, lo cerró y enfiló la calle. Al pasar por Cosi, la sandwichería situada en la esquina de las calles Dos y Lombardos, miró por el escaparate y vio a alguien a quien conocía demasiado bien, aun cuando le habría gustado lo contrario.

Ese alguien era Vincent. Estaba sentado a una mesa junto a una mujer.

Una mujer joven.

En realidad, una jovencita.

Jessica sólo pudo ver a la chica por detrás, pero aquello le bastó. Tenía pelo rubio largo, recogido en una cola de caballo, y llevaba una chaqueta de cuero estilo motorista. Jessica sabía que las fans de los policías eran de todos los formatos, tamaños y colores.

Y, obviamente, de todas las edades.

Durante unos breves momentos, Jessica experimentó esa extraña sensación que se tiene cuando se está en otra ciudad y se ve a alguien a quien uno cree reconocer. Se produce un pálpito de familiaridad, seguido del pensamiento de que lo que se está viendo no puede ser exacto, lo cual, en este caso, se traducía así:

¿Qué diablos está haciendo mi marido en un restaurante con una chica que parece tener sólo dieciocho años?

La respuesta se la dio a sí misma de manera fulminante:

Hijo de la gran puta.

Vincent vio a Jessica, y su cara lo dijo todo. Culpabilidad salpimentada de apuro, acompañada de una sonrisa bobalicona.

Jessica respiró hondo, miró al suelo y siguió caminando. No iba a ser la típica mujer estúpida, pirada, que se encara con su marido y su amante en un lugar público. Ah, no.

A los pocos segundos, Vincent aparecía por la puerta como un rayo.

—Jess —exclamó—. Espera.

Jessica se detuvo, tratando de refrenar su ira. Pero su ira era irrefrenable. Era un torrente de emociones desbocado, arrollador.

—Dime algo —dijo.

—Que te den por culo.

—No es lo que tú piensas, Jess.

Jessica dejó el paquete sobre un banco y se dio la vuelta para encararse con él.

—¡Vaya, hombre! Sabía que ibas a decir eso. —Echó una mirada a su marido de arriba abajo. Le sorprendía lo diferente que podía parecerle según los sentimientos que ella tuviera en cada momento. Cuando eran felices, su posturita de chico malo y duro resultaba muy sexy. Cuando estaba cabreada, él le parecía un pistolero, el típico aprendiz de gánster apostado en una esquina al que le habría encantado ponerle las esposas en aquel momento.

Y, que Dios se apiadara de los dos, pero aquello superaba ya su límite de aguante.

—Puedo explicarlo —insistió.

—¿Explicarlo? ¿Como me explicaste lo de Michelle Brown? Perdona, ¿qué fue aquello? Venga, explícamelo otra vez. ¿Un pequeño estudio de ginecología en mi cama?

—Escúchame.

Vincent cogió a Jessica por el brazo y, por primera vez desde que se conocían, por primera vez en su volátil y apasionada relación, a ella le pareció como si fueran unos extraños, discutiendo allí en plena calle, como uno de esos matrimonios a los que, cuando estás enamorado, juras jamás parecerte.

—Suelta —le ordenó.

Vincent la agarró con más fuerza.

—Jess.

—Quítame… las manos de encima…, cabrón. —Jessica no se sorprendió en absoluto de descubrir que había puesto los puños en posición de combate de boxeo. Aquella idea le dio un poco de miedo, pero no hasta el punto de volverse atrás. ¿Le iba a pegar un puñetazo? Sinceramente, no estaba segura.

Vincent dio un paso atrás, poniendo las manos arriba, como quien se rinde. La mirada que vio en su cara en aquel momento le dijo a Jessica que acababan de franquear un umbral y de entrar en un territorio oscuro del que tal vez no regresaran ya nunca.

Pero, en aquel momento, aquello no tenía importancia.

Lo único que veía Jessica era la cola de caballo rubia y la sonrisa de mentecato de Vincent cuando ella lo sorprendió.

Jessica recogió el paquete y se dio media vuelta en dirección al Jeep. Al carajo mensajerías UPS, al carajo el banco, al carajo la compra para la cena. Lo único que tenía cabida en su mente era el deseo de alejarse de allí cuanto antes.

Subió al Jeep de un salto, lo arrancó y pisó a fondo el acelerador. Estaba casi deseando que algún policía novato que rondara por allí la parara para intentar fastidiarla.

No tuvo esa suerte. Nunca hay un policía cuando lo necesitas.

Salvo ése con el que estaba casada.

Antes de embocar la calle Sur, miró por el retrovisor y vio a Vincent que seguía en la esquina con las manos en los bolsillos, una silueta que se alejaba, solitaria, recortándose sobre el fondo de ladrillos rojos de Society Hill.

Con aquella imagen se alejaba también su matrimonio.

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