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Viernes Santo, 10:15 horas

El trabajo del Departamento de Policía de Filadelfia era observado con lupa por los medios de comunicación nacionales. Las tres cadenas principales, así como la Fox y la CNN, tenían sendas cámaras desplegadas por toda la ciudad, dando partes de última hora cada poco tiempo.

Los noticiarios de televisión locales repetían la historia del asesino del rosario en monótona rotación, cada cual con la sintonía propia de cada cadena. También proporcionaban un listado de las iglesias católicas que celebraban el oficio del Viernes Santo, así como del puñado de iglesias que habían organizado una vigilia por las víctimas.

Las familias católicas, en especial las que tenían hijas —tanto si estas estudiaban en colegios parroquiales como si no— estaban particularmente aterrorizadas. La policía esperaba un aumento considerable de disparos a extraños. Los repartidores de Correos y de otras empresas de mensajería eran los que más peligro corrían, al igual que las personas que tenían una cuenta pendiente con alguien.

Creí que era el asesino del rosario, Señoría.

Tuve que disparar.

Tengo una hija.

El Departamento de Policía mantuvo todo el tiempo que pudo la noticia de la muerte de Brian Parkhurst alejada de los medios de comunicación, pero al final, como siempre ocurría, se filtró. La fiscalía del distrito reunió a los medios frente a la calle del Arco 1421 y, preguntada sobre si había pruebas de que Brian Parkhurst era el asesino del rosario, había tenido que decirles que no. Parkhurst había sido un testigo material.

Y el carrusel empezó a dar vueltas de nuevo.

La noticia de la cuarta víctima los sacó a todos de sus respectivos escondrijos. Cerca de la Casa Redonda, Jessica vio a unas docenas de personas arremolinadas en la acera de la calle Ocho, la mayoría proclamando en sus pancartas el próximo fin del mundo. Jessica creyó ver en algunas de ellas los nombres de JEZABEL Y MAGDALENA.

Dentro era peor. Aunque sabían que no iban a sacar nada en claro, era su obligación tomarles a todos sus declaraciones. Rasputines de pacotilla, los ineludibles hombres del saco… Amén de los sucedáneos de Aníbal Lecter, del payaso asesino, del caníbal de Milwaukee, de Ted Bundy. En total, hubo más de cien confesiones.

En la Brigada de Homicidios, mientras Jessica empezaba a ordenar sus notas para la reunión del grupo especial, una destemplada risa de mujer llamó su atención.

¿Quién será esa pirada?, se preguntó.

Levantó la vista y se quedó de piedra. Era la chica rubia con cola de caballo y chaqueta de cuero. La chica que había visto con Vincent. Aquí. En la Casa Redonda. Aunque…, ahora que Jessica le echó un vistazo más completo, estaba claro que no era tan joven como le había parecido al principio. Sin embargo, su presencia en aquel lugar se le antojó completamente surrealista.

—¿Se puede saber a qué viene esto? —preguntó Jessica con un tono de voz que no pudo impedir que Byrne la oyera, al tiempo que lanzaba sus cuadernos de notas sobre la mesa de asignaciones.

—¿Cómo dices? —preguntó Byrne.

—¿Esta se quiere quedar conmigo, o qué? —exclamó, tratando, sin conseguirlo, de tranquilizarse—. ¡Esta… zorra tiene huevos para venir aquí y plantarse delante de !

Jessica avanzó un poco hacia la mujer, y su ademán debió de encerrar cierta amenaza porque Byrne se interpuso entre las dos.

—¿Quién dices… que es? —le preguntó Byrne—. Espera. ¿De qué estás hablando?

—Déjame, Kevin.

—No hasta que no me aclares lo que está pasando.

A esa zorra la vi con Vincent el otro día. No puedo creer que…

—¿Quién, la rubia?

—Sí. Esa…

—Es Nicci Malone.

—¿Quién?

—Nicolette Malone.

Jessica procesó el nombre, sin resultado alguno.

—¿Y qué se supone que debe significar eso para mí?

—Es una detective de Narcóticos. Trabaja en la Central.

Jessica sintió como si se derrumbara algo dentro de ella, un témpano de hielo de vergüenza y culpabilidad, que la dejó helada. Vincent estaba trabajando… La rubia era alguien con quien él trabajaba.

Vincent había tratado de decírselo, pero ella no quiso escucharle. Una nueva metedura de pata de primer grado.

Celos, os llamáis «Jessica».

Los miembros del grupo especial de trabajo se prepararon para reunirse.

El descubrimiento de Kristi Hamilton y Wilhelm Kreuz había dado pie a una visita del FBI a la Brigada de Homicidios. El grupo de trabajo se iba a reunir al día siguiente con un par de agentes de la oficina local de Filadelfia. Las consideraciones de orden jurisdiccional relacionadas con estos crímenes habían sido objeto de debate desde el descubrimiento de Tessa Wells dada la gran probabilidad de que todas las víctimas hubieran sido secuestradas, lo que hacía que al menos una parte de los delitos tuviera carácter federal. Como era de esperar, se alegaron las habituales objeciones territoriales, si bien de manera no demasiado vehemente. De todos modos, era evidente que el equipo de trabajo necesitaba toda la ayuda que se pudiera recabar. Los asesinatos de las chicas del rosario habían experimentado una escalada demasiado rápida, y ahora, con el asesinato de Wilhelm Kreuz, auguraban unas proporciones y unos retos para cuya solución el Departamento de Policía de Filadelfia simplemente no estaba suficientemente equipado.

La policía científica había enviado a media docena de peritos al piso de Kreuz, en la avenida Kensington.

A las once y media, Jessica consultó su correo electrónico.

En su buzón había algunos correos basura, junto con otros procedentes de ciertos tarados a los que ella había mandado encerrar durante su período en la Brigada de Tráfico, que lanzaban las mismas invectivas, las mismas amenazas para el día en que volvieran a toparse con ella.

En medio de todo ello, había un mensaje de sclose@thereport.com.

Tuvo que mirar dos veces la dirección del remitente. Sí, era cierto. Simon Close, del Report.

Jessica sacudió la cabeza ante el enorme tupé que tenía aquel individuo. ¿Cómo se le podía ocurrir que a ella le iba a interesar algo que proviniera de él?

Estaba a punto de borrarlo cuando vio que había un archivo adjunto. Le pasó el programa antivirus y lo vio con total claridad. Probablemente lo único claro relacionado con la persona de Simon Close.

Lo abrió. Era una foto en color. Al principio, tuvo problemas para reconocer al hombre de la foto. Se preguntó por qué Simon Close le iba a enviar la foto de un tipo a quien ella no conocía. Claro que, el día que comprendiera lo que se encerraba en la mente de un escritorzuelo de tabloides, debería empezar a preocuparse por sí misma.

El hombre de la foto estaba sentado en una silla, con cinta de embalaje alrededor del pecho. Tenía también cinta alrededor de los antebrazos y las muñecas, que los ataba a los brazos de la silla. El hombre tenía los párpados muy apretados, como si estuviera esperando un golpe o deseando algo con mucha intensidad.

Jessica pulsó el botón de ampliar.

Y vio que el hombre no tenía los párpados precisamente cerrados.

—¡Cielo santo! —exclamó.

—¿Qué? —preguntó Byrne.

Jessica volvió el monitor hacia él.

El hombre de la silla era Simon Edward Close, el periodista estrella del tabloide amarillo más importante de Filadelfia, Report. Alguien lo había amarrado a una silla de comedor y le había cosido los ojos con hilo.

Cuando Byrne y Jessica acudieron a su piso, en City Line, ya había un par de detectives en el lugar. Bobby Lauria y Ted Campos.

Al entrar, vieron que Simon Close tenía exactamente la misma postura que en la foto.

Bobby Lauria informó a Byrne y a Jessica acerca de todo lo que sabían.

—¿Quién lo encontró? —preguntó Byrne.

Lauria repasó sus notas.

—Un amigo suyo. Un tal Chase. Al parecer, habían quedado para desayunar en Denny’s, en City Line. Como la víctima no apareció, Chase lo llamó dos veces y luego vino a su casa a ver si le pasaba algo. La puerta estaba abierta, y llamó al número de urgencias.

—¿Has comprobado el registro de llamadas del teléfono público de Denny’s?

—No ha habido necesidad —dijo Lauria—. Las dos llamadas están grabadas en el contestador de la víctima. Y proceden del teléfono de Denny’s. Chase es un tipo legal.

—Es esa mierda pinchada en un palo con la que tuviste problemas el año pasado, ¿no? —preguntó Campos.

Byrne sabía por qué lo preguntaba, como también sabía lo que le iba a contestar:

—Sí.

La cámara digital que había tomado la foto seguía colocada en su trípode frente a Close. Un agente de la policía científica estaba buscando posibles huellas en la cámara y el trípode.

—Echa un vistazo a esto —dijo Campos a Byrne. Se arrodilló junto a la mesa de café y, con la mano enguantada, maniobró el ratón del portátil de Close para abrir el programa iPhoto. Había un grupo de dieciséis fotos, cada una de ellas titulada KEVINBYRNE1.JPG, KEVINBYRNE2.JPG, y así sucesivamente. Pero ninguna de las fotos se veía con nitidez. Parecía como si a todas les hubieran pasado un programa de pintar y desfigurar. Una herramienta de pintar coloreada de rojo.

Tanto Campos como Lauria miraron a Byrne.

—Tengo que preguntarte, Kevin —le dijo Campos.

—Lo sé —repuso Byrne. Querían conocer su paradero durante las últimas veinticuatro horas. Ninguno de ellos sospechaba en absoluto de él, pero tenían que descartarlo de manera oficial. Por supuesto, Byrne sabía lo que tenía que hacer.

—Redactaré un informe cuando volvamos a la Redonda.

—No hay prisa —dijo Lauria.

—¿Habéis descubierto ya alguna causa? —preguntó Byrne, contento de cambiar de tema.

Campos se incorporó y se colocó detrás de la víctima. Había un pequeño agujero en la base del cuello de Simon Close. Causado probablemente por una broca.

Mientras los agentes de la policía científica hacían su trabajo, todos convinieron en que quien quiera que le hubiera cosido los ojos a Simon Close —y nadie dudaba de quién había sido— no se había esmerado mucho en la operación. Un hilo negro grueso bajaba desde la fina piel del párpado hasta unos centímetros por debajo de la mejilla. Unos hilillos de sangre le cubrían la cara, dándole una expresión de Ecce Homo.

Tanto la piel como la carne estaban tensas, tirando hacia arriba el suave tejido que rodeaba la boca y dejando a la vista los incisivos.

El labio superior estaba levantado, pero los dientes estaban juntos. Desde un metro de distancia, Byrne notó que había algo negro y reluciente detrás de los incisivos de Close.

Bryne sacó un lápiz e hizo un gesto a Campos.

—Adelante, hazlo tú mismo —le invitó Campos.

Ayudándose del lápiz, Byrne separó suavemente los dientes de Simon Close. Durante unos instantes, su boca pareció vacía, como si lo que Byrne había creído ver fuera un reflejo en medio de la saliva burbujeante del interfecto.

De repente, salió una bolita solitaria, que fue rodando por el pecho de Close, por su regazo, y después por el suelo.

El sonido que produjo en el parqué fue un ligero clic de plástico.

Jessica y Byrne la siguieron con la mirada hasta detenerse.

Se miraron el uno al otro, y en su miraba se registró al punto el significado de lo que estaban viendo en ese momento. Un segundo después, el resto de las cuentas del rosario caían rodando por la boca del muerto cual monedas de una máquina tragaperras.

Diez minutos después, contaron las cuentas del rosario, procurando no tocar ninguna para no echar a perder una posible pista para el forense, aunque la probabilidad de que el asesino del rosario hubiera cometido un error en este punto era escasa.

Contaron dos veces para estar seguros. La importancia del número de cuentas introducidas en la boca de Simon Close no pasó inadvertida a ninguno de los que se hallaban presentes en la habitación.

Había cincuenta cuentas. Las cinco décadas.

Lo que significaba que ya había sido preparado el rosario para la última chica en la representación de la Pasión de aquel loco.

Las chicas del rosario
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