33

Martes, 21:15 horas

Byrne no necesitó volverse para saber quién era. Por las palabras que chapurreaba el hombre —no podía pronunciar sonidos sibilantes ni oclusivos, amén de la profunda nasalidad de su voz—, supo que era alguien a quien le habían roto recientemente un buen número de dientes superiores y le habían partido la nariz.

Era Diablo. El guardaespaldas de Gideon Pratt.

—Tranquilo —le dijo Byrne.

—Oh, yo estoy tranquilo, cowboy —le respondió Diablo—. Como un témpano, so cabrón.

En aquel momento, Byrne notó algo mucho peor que la hoja del cuchillo en el cuello. Diablo le cacheó y le quitó su Glock reglamentario, la peor pesadilla de la letanía de malos sueños que puede tener un agente de policía.

Diablo le puso el cañón del Glock en la nuca.

—Soy policía —dijo Byrne.

—No me vengas con chorradas —replicó Diablo—. La siguiente vez que cometas una agresión con agravante, deberías procurar no salir por la tele.

La conferencia de prensa, pensó Byrne. Diablo había visto la conferencia de prensa, y luego había estado acechando en la puerta de la Casa Redonda y lo siguió.

—Tú no quieres hacer eso —le dijo Byrne.

—Cierra tu maldito pico.

El chaval maniatado miró entre ellos, paseando los ojos hacia delante y hacia atrás, buscando una salida. Por el tatuaje que tenía Diablo en el antebrazo, Byrne dedujo que formaba parte de la banda Barrio-P, un curioso batiburrillo de gorilas vietnamitas, indonesios y otros resentidos que, por una razón u otra, no encajaban en ningún otro sitio.

El Barrio-P y la Mafia Negra juvenil eran enemigos naturales, un odio que se remontaba a diez años atrás. Byrne sabía ahora lo que estaba ocurriendo aquí. Diablo le estaba tendiendo una trampa.

—Déjalo marchar —dijo Byrne—. Arreglemos el asunto entre los dos.

—Esto no se va a arreglar durante mucho, mucho tiempo, hijo de puta.

Byrne supo que tenía que hacer algo. Tragó mucha saliva, notó el Vicodin en la parte posterior de la garganta y sintió chispas en los dedos.

Diablo hizo la jugada en su lugar.

Sin avisar, de la manera más desalmada, Diablo se apartó unos pasos, levantó el Glock que le había arrebatado y disparó al chaval a quemarropa. Un disparo en todo el corazón. Al instante, un chorro de sangre acompañado de tejido y astillas de hueso impactó contra la pared de ladrillo sucio, produciendo un espumarajo escarlata, que luego se deslavó y mezcló con la lluvia abundante. El chaval se desplomó.

Byrne cerró los ojos. En su mente, vio a Luther White apuntándole con la pistola hacía ya muchos años. Sintió el remolino de agua helada a su alrededor, mientras se hundía cada vez más.

Se oyó un trueno y el cielo relampagueó.

El reloj avanzaba a rastras.

El tiempo se paró.

Como el dolor no llegaba, Byrne abrió los ojos y vio a Diablo torcer la esquina y desaparecer. Sabía lo que vendría después. Diablo arrojaría el arma cerca de allí: contenedor, cubo de basura, alcantarilla, canalón. La poli la encontraría. Siempre la encontraba. Y la vida de Kevin Francis Byrne habría tocado a su fin.

¿Quién vendría por él?, se preguntó.

¿Johnny Shepherd?

¿Se ofrecería Ike como voluntario para detenerlo?

Byrne, incapaz de moverse, vio cómo la lluvia repiqueteaba sobre el cadáver del chaval muerto y encauzaba su sangre por el cemento cuarteado.

Sus pensamientos se ramificaron a través de toda una maraña de imbricaciones. Sabía que, si llamaba para dar parte del suceso, si lo daba a conocer de manera oficial, ello desencadenaría la puesta en marcha de todo un proceso. El consabido turno de preguntas y respuestas, el equipo forense, los detectives, los asistentes del fiscal del distrito, la vista previa, la prensa, las acusaciones, la caza de brujas de Asuntos Internos, la excedencia administrativa.

El miedo se infiltró en sus entrañas, un miedo reluciente y metálico. La cara sonriente, burlona, de Morris Blanchard bailaba detrás de sus ojos.

La ciudad nunca le perdonaría esto.

La ciudad nunca lo olvidaría.

Estaba de pie junto a un chaval negro muerto, sin testigos ni compañero. Estaba borracho. Un pandillero negro muerto, ejecutado con una bala de su Glock reglamentario, un arma de la que, en aquel momento, él no podía salir fiador. Para un policía blanco de Filadelfia, no podía haber una pesadilla más horrorosa.

No había tiempo para más consideraciones.

Se agachó a comprobar las pulsaciones. No había ninguna. Sacó la linterna, formando un cuenco con las manos para mantener la luz lo más oculta posible. Se acercó más al cadáver. Por el ángulo, y por el aspecto de la herida entrante, parecía haberle entrado y salido completamente. Encontró el cartucho enseguida y se lo metió en el bolsillo. Luego registró el trozo de suelo entre el chaval y la pared en busca de la bala. Basura de comida rápida, colillas de cigarrillos mojadas, un par de condones pastel. No había balas.

Por encima de su cabeza, en una de las habitaciones que daban al callejón, se encendió una luz. Pronto se oiría una sirena.

Byrne aceleró el ritmo del registro. Vació bolsas de basura: el hedor de la comida podrida casi le hizo vomitar. Periódicos mojados, revistas mojadas, cáscaras de naranja, filtros de café, cáscaras de huevo.

Luego los ángeles le sonrieron.

Allí estaba la bala, junto a los cristalitos de una botella de cerveza rota. La recogió y se la metió en el bolsillo. Estaba todavía caliente. Luego sacó una bolsa de pruebas de plástico. Siempre llevaba unas pocas en la chaqueta. La volvió del revés sobre su mano, a modo de guante, la colocó sobre la herida de entrada, en el pecho del chaval, asegurándose de obtener una buena muestra de sangre. Se apartó del cadáver, volvió la bolsa del derecho, y la selló.

Oyó la sirena.

Cuando se volvió para correr, se apoderó de su mente algo muy distinto a un pensamiento racional: una cosa mucho más tenebrosa que no tenía nada que ver con la academia, con el manual, con el trabajo.

Una cosa que se llamaba supervivencia.

Empezó a recorrer el callejón, absolutamente seguro de que había algo raro por allí, algo que se le había escapado.

Una vez en la boca del callejón, miró a ambos lados. Nadie. Salió corriendo por un descampado y subió a su coche sigilosamente. Se metió la mano en el bolsillo y encendió el móvil. Sonó inmediatamente. El sonido casi le hizo saltar. Contestó.

—Byrne.

Era Eric Chaves.

—¿Dónde estás? —preguntó Chaves.

No estaba aquí. No podía estar aquí. Se preguntó si se podían localizar las llamadas por móvil. Si tal era el caso, ¿se enterarían del lugar donde se encontraba en aquel momento? La sirena se acercaba cada vez más. ¿La estaría oyendo Chaves?

—Barrio Viejo —dijo Byrne—. ¿Qué ocurre?

—Acaban de llamar. Nueve uno uno. Alguien ha visto a un individuo subir un cadáver al Museo Rodin.

Dios mío.

Tenía que irse. Ahora mismo. No tenía tiempo para pensar. Era así como —y por qué— cogían a la gente. Pero no tenía otra opción.

—Voy para allá.

Antes de irse, volvió la vista al callejón, a la oscuridad que provenía de él. En el centro había un chaval muerto, tirado en el medio de la pesadilla de Kevin Byrne, un chaval cuya propia pesadilla acababa de hacer una brecha en el alba.

Las chicas del rosario
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