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Viernes Santo, 18:15 horas

Patrick estaba sentado en la sala de entrevistas A. Eric Chaves y John Shepherd se encargaron de entrevistarlo mientras Byrne y Jessica observaban. La entrevista estaba siendo grabada en una cinta de vídeo.

A Patrick le habían dicho que era mero testigo material del caso.

Había sufrido recientemente un arañazo en la mano derecha.

Cuando pudieran, escarbarían bajo las uñas de Lauren Semanski en busca de pruebas de ADN, aunque, según la Brigada de la Policía Científica, probablemente eso no aclararía demasiadas cosas. Qué suerte que Lauren hubiera tenido uñas.

Tras revisar el horario de Patrick de la semana, descubrieron, para tristeza de Jessica, que no había un solo día en que Patrick no hubiera podido secuestrar a las víctimas o deshacerse de sus cadáveres.

Este pensamiento le producía auténticas náuseas. ¿Estaba abonando realmente la tesis de que Patrick tuviera algo que ver con los asesinatos? Cada minuto que pasaba, la respuesta se acercaba cada vez más al sí. Pero, al siguiente minuto, le parecía que no. Realmente, estaba hecha un lío.

Nick Palladino y Tony Park iban de camino hacia la casa de Wilhelm Kreuz con una foto de Patrick. Era poco probable que la anciana Agnes Pinsky se acordara de él; y, aun cuando le señalara en medio de una ristra de fotos, al abogado del ministerio público le costaría muy poco echar su credibilidad por los suelos. Nick y Tony iban a peinar la calle a pesar de todo.

—No he seguido las ultimas noticias, lo siento —se disculpó Patrick.

—Me hago cargo de lo que dice —le disculpó Shepherd, el cual estaba sentado en el borde de la mesa de metal destartalada. Por su parte, Eric Chaves estaba apoyado en la puerta—. Sin duda, ya ve usted demasiadas cosas desagradables en el lugar en que trabaja.

—Bueno, también tenemos nuestras compensaciones —observó Patrick.

—Así que dice no haber reparado en que todas estas chicas habían sido pacientes suyas, ¿no es cierto?

—Un médico de urgencias, especialmente de un centro traumatológico de una metrópoli, se rige por la norma del triage, detective. El paciente que necesita el cuidado más inmediato es tratado primero. Una vez que los pacientes reciben los primeros auxilios y son enviados a casa, o admitidos en planta, siempre son remitidos a su médico particular. El concepto de paciente no se aplica realmente en mi caso. La gente que acude a urgencias sólo es paciente de un médico durante una hora en su vida. Y a veces menos incluso. Muy a menudo, menos. Las personas que pasan por urgencias en el San José se cuentan por miles cada año.

Shepherd escuchaba, asintiendo al final de cada respuesta suya, y planchando distraídamente con la mano la raya, siempre impecable, de sus pantalones. Explicar el concepto de triage a un veterano detective de Homicidios era un empeño completamente innecesario. Todos los que estaban en la sala A lo sabían.

—Eso no contesta realmente a mi pregunta, doctor Farrell.

—Me pareció reconocer el nombre de Tessa Wells cuando lo oí en las noticias. Sin embargo, no establecí ninguna correlación inmediata con el hecho de que el San José la hubiera atendido en el servicio de urgencias.

Qué chorrada, pensó Jessica, mientras su rabia aumentaba. Habían hablado de Tessa Wells la noche que estuvieron tomando una copa en Finnigan’s Wake.

—Usted dice San José como si fuera la institución quien la atendió aquel día —dijo Shepherd—. Es su nombre el que figura en la hoja.

Shepherd sostuvo en alto la hoja para que Patrick la viera bien.

—Nuestros registros no mienten, detective —asintió Patrick—. Debí de ser yo quien le prestó asistencia.

Shepherd sostuvo una segunda hoja.

—Y usted también quien atendió a Nicole Taylor.

—De nuevo, no lo recuerdo, de veras.

Una tercera hoja.

—Y a Bethany Price.

Patrick miró fijamente.

Las dos hojas siguientes las tenía ahora delante de su cara.

—Kristi Hamilton estuvo cuatro horas bajo su cuidado. Y Lauren Semanski, cinco.

—Me remito al documento, detective —reiteró Patrick.

—Estas cinco chicas han sido secuestradas y cuatro de ellas brutalmente asesinadas esta semana, doctor. Esta semana. Cinco adolescentes del sexo femenino que da la casualidad que han pasado por sus manos en estos últimos diez meses.

Patrick se encogió de hombros.

John Shepherd preguntó:

—Sin duda, usted comprende nuestro interés por usted a este respecto, ¿no?

—Ah, por supuesto —confirmó Patrick—. Siempre y cuando su interés por mí no pase del nivel de un mero testigo material. En tal caso, me encantará poder ayudarles con todos mis medios.

—Por cierto, ¿cómo se arañó usted en la mano?

Era obvio que Patrick tenía una respuesta bien preparada para aquella pregunta. No iba a soltar prenda.

—Es una larga historia.

Shepherd consultó su reloj.

Tengo toda la noche. —Miró a Chaves—. ¿Y usted, detective?

—He suspendido todos mis compromisos, por si acaso.

Los dos centraron su atención en Patrick.

—Digamos, para empezar, que no conviene fiarse de una gata mojada —empezó Patrick. A Jessica no se le escapó la elegancia de su dicción. Pero, para desgracia de Patrick, los tíos detectives que lo interrogaban estaban inmunizados. Por el momento, también lo estaba Jessica.

Shepherd y Chaves intercambiaron una mirada.

—¿Y quién lo pone en duda? —preguntó Chaves.

—¿Está diciéndonos que fue una gata la que le hizo eso? —preguntó Shepherd.

—Sí —contestó Patrick—. La gata estuvo todo el día bajo la lluvia. Al volver a casa anoche, la vi tiritando entre los arbustos e intenté cogerla. Fue una mala idea.

—¿Cómo se llama?

Era un viejo truco en los interrogatorios. A alguien que menciona a una persona para servirle de coartada, le preguntas por su nombre inmediatamente. Esta vez, se trataba de una mascota. Patrick no estaba preparado.

—¿Cómo se llama quién?

Estaba claro que era una evasiva, un ardid para salir del paso. Shepherd le había pillado. Éste se acercó otro poco para ver mejor el arañazo.

—¿Qué, tenemos como mascota a una gata montés?

—¿Perdón?

Shepherd se levantó y se apoyó en la pared. Ahora se mostró más amigable.

—Mire, doctor Farrell, yo tengo cuatro hijas. Le aseguro que adoran los gatos. Lo que se dice los adoran. En realidad, tenemos tres: Coltrane, Dizzy y Snickers. Así se llaman. A mí me han arañado, eh…, al menos una docena de veces en los últimos años. Y ninguno de esos arañazos tenía la pinta que tiene el suyo.

Patrick miró al suelo unos momentos.

—No es una gata montés, detective. Sólo una vieja gata atigrada.

—Esto… —prosiguió Shepherd—. Por cierto, ¿qué tipo de vehículo posee? —John Shepherd ya conocía, por supuesto, la respuesta a esta pregunta.

—Tengo varios vehículos. El que más uso es un Lexus.

—¿LS? ¿GS? ¿ES? ¿SportCross? —preguntó Shepherd.

Patrick sonrió.

—Veo que conoce usted coches de lujo.

Shepherd devolvió la sonrisa. La mitad, al menos.

—También distingo un Rolex de un TAG Heuer —dijo—. Pero tampoco me puedo comprar ninguno de ellos.

—Conduzco un 2004 LX.

—Es el cuatro por cuatro, ¿no?

—Supongo que se le podría llamar así.

—¿Cómo lo llamaría usted?

—Yo lo llamaría un cuatro por cuatro «L» —puntualizó Patrick.

—Que significa un cuatro por cuatro de lujo, ¿no?

Patrick asintió.

—Comprendido —dijo Shepherd—. ¿Y dónde está ese vehículo en este momento?

Patrick vaciló.

—Está aquí, en el parking. ¿Por qué?

—Simple curiosidad —respondió Shepherd—. Es de la gama último modelo. Quería asegurarme de que está a salvo.

—Se lo agradezco.

—¿Y los otros vehículos?

—Tengo un Alfa Romeo 1969 y un Chevy Venture.

—¿Es una furgoneta?

—Sí.

Shepherd tomó un apunte de esto.

—Bien, bien. Ah, parece ser que el martes por la mañana, según consta en el registro del San José, usted no llegó al trabajo hasta las nueve de la mañana —comentó Shepherd—. ¿Es esto cierto?

Patrick hizo memoria.

—Creo que sí.

—Sin embargo, su turno comenzaba a las ocho. Llegó usted con retraso, ¿no?

—En realidad, fue porque tuve que llevar el Lexus al taller.

—¿A qué taller?

Se oyó un ligero golpe en la puerta, y ésta se abrió.

Era Ike Buchanan, acompañado de un hombre alto, imponente, con un elegante traje de sarga Brioni. Tenía el pelo plateado y perfectamente peinado y lucía un bronceado de Cancún. Su maletín costaba más de lo que ganaban al mes los dos detectives juntos.

A finales de los años noventa, Abraham Gold había defendido al padre de Patrick, Martin Farrell, acusado de negligencia en el desempeño de su profesión. Abraham Gold era de los letrados más caros que había. Pero también de los mejores que había. Y, que Jessica supiera, Abraham Gold nunca había perdido un pleito.

—Caballeros —anunció con su voz de barítono—. Esta conversación ha concluido.

—¿Qué opinas? —preguntó Buchanan.

Todo el grupo especial de trabajo miró a Jessica, la cual registró su mente en busca no sólo de la respuesta más atinada, sino también de las palabras más justas. La verdad era que no sabía qué decir. Desde el momento en que Patrick había entrado en la Casa Redonda, una hora antes aproximadamente, ella supo que iba a llegar aquel momento. Ahora que ya había llegado, no tenía la menor idea de cómo solventar la papeleta. La mera noción de que alguien a quien ella conocía pudiera ser responsable de semejante horror ya era demasiado; pero el que además fuera alguien a quien ella conocía íntimamente —o eso creía— le parecía que superaba cualquier intento de comprensión.

Y, si era cierto lo incomprensible, a saber, que Patrick Farrell era el asesino del rosario, surgía una pregunta desde un punto de vista meramente profesional: ¿sería Jessica fiable en el futuro como enjuiciadora del carácter humano?

—Creo que es posible. —Ahí quedó dicho, y en voz alta.

Por supuesto, habían estudiado a fondo el historial policial de Patrick. Salvo un delito menor en el segundo año de universidad por conducir muy por encima del límite de velocidad establecido, no tenía ningún antecedente.

Ahora que Patrick se había buscado un abogado, tendrían que intensificar la investigación. Agnes Pinsky había dicho que él podía ser el hombre al que había visto llamar a la puerta de Wilhelm Kreuz. Un hombre que trabajaba remendando zapatos al otro lado del bloque de apartamentos de Kreuz creía recordar haber visto en la calle dos días antes un Lexus cuatro por cuatro color crema; pero no estaba seguro.

Fuera como fuere, había ahora un par de detectives asignados a Patrick Farrell las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana.

Las chicas del rosario
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