17

Lunes, 23:00 horas

La muerte había llegado sin que nadie la llamara y, como penitencia, el bloque de edificios guardaba duelo en silencio. La lluvia había disminuido y ahora era una bruma ligera, susurrando junto a los ríos, lamiendo las calzadas. La noche había envuelto al día en un sudario cristalino.

Byrne estaba sentado en su coche, al otro lado de la casa donde había sido asesinada Tessa Wells; sentía ahora su agotamiento como una cosa viva, interior. A través de la niebla vislumbraba un ligero resplandor naranja, que provenía de la ventana del sótano de la casa adosada. El equipo de la policía científica se quedaría allí toda la noche y probablemente también la mayor parte del día siguiente.

Metió un CD de blues en el equipo. Al instante, Robert Johnson rascaba y rascaba con su voz los altavoces, hablando del perro del infierno que lo perseguía.

Te oigo, pensó Byrne.

Contempló el breve bloque de casas derruidas. Las otrora graciosas fachadas se desmoronaban bajo el yugo del agua, el tiempo y la incuria. A pesar de las muchas historias que se habrían desarrollado detrás de aquellas paredes a lo largo de los años, tanto grandes como pequeñas, era el perfume de la muerte el que iba a permanecer. Mucho después de que la tierra se tragara los pies de página, la locura moraría aquí a perpetuidad.

Byrne vio algo moverse en su campo visual, a la derecha de la escena del crimen. Un perro callejero lo miraba desde la lona que cubría una pequeña pila de neumáticos desechados: su única preocupación era el siguiente bocado que daría a la carne tirada a la basura, el siguiente lengüetazo que propinaría al agua de la lluvia.

Perro feliz.

Byrne apagó el equipo del CD, cerró los ojos, sorbió el silencio.

No había pisadas recientes en el campo cubierto de vegetación detrás de la casa de la muerte, ni ninguna rama arrancada recientemente en medio de la vegetación. Quien hubiera matado a Tessa Wells no debía de haber aparcado en la calle Nueve.

Sintió que le faltaba la respiración, igual que le había pasado la noche en que se había zambullido en el río helado, abrazado en caricia de muerte con Luther White…

Las imágenes se agolpaban en la parte trasera de su cráneo, brutales, viles, infames.

Visualizó los últimos momentos de Tessa.

Se acerca desde la parte delantera…

El asesino apaga los faros, levanta el pie del acelerador, avanza lentamente, cautelosamente, se detiene. Apaga el motor. Sale del vehículo, husmea el aire. Encuentra este lugar maduro para su locura. Un ave de presa es más vulnerable cuando come cubriendo con su manto a la presa, pues se expone a un ataque desde arriba. El sabe que está corriendo un riesgo momentáneo. Ha escogido a su presa con cuidado. Tessa Wells es la cosa que le falta; la idea misma de la belleza que debe destruir.

La lleva al otro lado de la calle, la introduce en la casa vacía de la izquierda. Aquí no se percibe al menor ser viviente. Dentro, reina una oscuridad que no toma prestada luz de la luna. El piso podrido es un peligro, pero no corre el riesgo de encender una linterna. Todavía no. Ella es ligera en sus brazos. El está lleno de un poder terrible.

Sale por la parte trasera de la casa.

(Pero ¿por qué? ¿Por qué no dejarla tirada en la primera casa?).

Está sexualmente excitado, pero no es eso lo que le mueve.

(De nuevo, ¿por qué no?).

Entra en la casa de la muerte. Baja a Tessa Wells por las escaleras del sótano húmedo y pútrido.

(¿Ha estado antes aquí?).

Las ratas salen corriendo asustadas, alejándose de su escasa carroña. El no tiene prisa. El tiempo ya no llega hasta aquí.

Controla por completo la situación en este momento.

Es…

Es…

Byrne se esforzó, pero no pudo ver la cara del asesino.

Todavía no.

El dolor le volvió con una intensidad brillante, salvaje.

Un dolor que cada vez era peor.

Byrne encendió un cigarrillo y lo fumó hasta el filtro, sin la maldición de un solo pensamiento, o la bendición de una sola idea. La lluvia empezó de nuevo en serio.

¿Por qué Tessa Wells?, se preguntó, mirando su foto una y otra vez.

¿Por qué no la siguiente chica tímida? ¿Qué hizo Tessa para merecer esto? ¿Se negó a los avances de algún libertino adolescente? No. Pese a la inconsciencia que caracterizaba a muchos sectores de la nueva juventud, y al ascenso del nivel de robo y violencia, esto iba mucho más allá de un adolescente al que han dado calabazas.

¿Fue elegida al azar?

En tal caso, Byrne sabía que era poco probable que aquello pudiera parar.

¿Qué tenía este lugar de especial?

¿Qué era lo que él no lograba ver?

Byrne sintió cómo la rabia se apoderaba de toda su persona. El dolor estaba bailando un tango en sus sienes. Partió en dos un Vicodin y se lo tragó a palo seco.

No había dormido más de tres o cuatro horas en las últimas cuarenta y ocho horas, pero ¿quién necesitaba dormir? Había tanto trabajo por hacer…

Empezó a soplar el viento, y a revolotear la cinta amarilla de la escena del crimen: banderines que parecían anunciar la inauguración del Gran Mercado de la Muerte.

Miró el retrovisor interior y vio la cicatriz sobre su ojo derecho, cómo refulgía a la luz de la luna. Se pasó un dedo por encima.

Pensó en Luther White y en cómo su calibre 22 había brillado con luz trémula a la luz de la luna, la noche en que los dos murieron, en cómo explotó el cañón del arma, pintando el mundo sucesivamente de rojo, blanco y negro; toda la paleta de la locura; y en cómo el río los había abrazado a los dos.

¿Dónde estás, Luther?

Me vendría bien un poquito de ayuda.

Se bajó del coche y lo cerró. Sabía que debía ir a casa, pero, en cierto modo, aquel lugar le inducía la sensación de determinación que necesitaba en aquel momento, la paz que solía sentir cuando estaba sentado en el salón algún frío y despejado día de otoño viendo jugar a los Eagles, mientras Donna estaba en el sofá junto a él, leyendo un libro, y Colleen en su cuarto, estudiando.

Tal vez debía ir a casa.

Pero ¿ir a casa a qué? ¿A su apartamento vacío de dos habitaciones?

Bebería otro par de vasos de whisky, vería los programas de entrevistas de la tele, probablemente una película. A las tres de la madrugada se metería en la cama a esperar un sueño que no llegaría. A las seis reconocería su derrota frente al alba, antes de que sonara el despertador, y se levantaría.

Miró el resplandor que salía de la ventana del sótano, vio las sombras moverse resueltamente y sintió un tirón.

Eran sus hermanos, sus hermanas, su familia.

Cruzó la calle hacia la casa de la muerte.

Ésta era su casa.

Las chicas del rosario
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