29

Martes, 20:15 horas

Si Sophie Balzano era la niña más bonita del mundo cuando estaba despierta, era positivamente angelical en el momento en el que el día se convierte en noche, en el dulce crepúsculo del duermevela.

Jessica se había ofrecido como voluntaria para hacer la primera ronda en la casa de Brian Parkhurst, en Garden Court. Pero le dijeron que se fuera a casa a descansar un poco. Lo mismo que a Kevin Byrne. Había dos detectives en la casa.

Jessica estaba sentada en el borde de la cama de Sophie, mirándola.

Tomaron un baño de burbujas juntas. Sophie se lavó el pelo ella sola. No necesitaba ayuda de nadie, muchísimas gracias. Se secaron y compartieron una pizza en el salón. Era romper una norma —se suponía que debían comer en la mesa del comedor—, pero, ahora que Vincent no andaba por allí, había un montón de normas que parecían haber perdido sentido.

Se acabó todo eso, pensó Jessica.

Mientras preparaba a Sophie para acostarse, Jessica descubrió que abrazaba a su hija con un poco más de fuerza, y un poco más a menudo que de costumbre. La propia Sophie le había lanzado una miradita suspicaz, como diciendo ¿es que pasa algo, mami? Pero Jessica sabía lo que pasaba. El sentir cerca a su hijita en aquellos momentos era su salvación.

Y ahora que Sophie estaba bien tapada, Jessica se permitió relajarse y empezó a desconectar de los horrores del día.

Bueno, un poco.

—¿Un cuento? —pidió Sophie con una vocecita acompañada de un gran bostezo.

—¿Quieres que te lea un cuento?

Sophie asintió con la cabeza.

—Vale —accedió Jessica.

—Pero no el Hu’k —advirtió Sophie.

Jessica no tuvo más remedio que reírse. El Hulk era el coco de día de Sophie. Todo empezó con una visita al centro comercial Rey Prusia un año atrás, aproximadamente, y la presencia de unos Hulk verdes inflables de unos seis metros de alto, que habían exhibido para promocionar el estreno del DVD. Una sola mirada a la figura gigante bastó para que Sophie tuviera que refugiarse inmediatamente, temblorosa, detrás de las piernas de Jessica.

—¿Qué es eso? —había preguntado Sophie, los labios temblando, los dedos agarrados a la falda de Jessica.

—Es sólo Hulk —le había explicado Jessica—. Es de mentira.

—No me gusta el Hu’k.

La cosa llegó hasta el punto de que cualquier cosa verde que tuviera más de metro y pico de alto le inspiraba auténtico pavor por aquellos días.

—No tenemos ningún cuento de Hulk, cielo —la tranquilizó Jessica. Ella creía que Sophie ya se había olvidado de Hulk. A algunos monstruos les costaba trabajo morirse, al parecer.

Sophie sonrió y se acurrucó debajo del cobertor, lista para un sueño sin Hu’k.

Jessica se dirigió al armario y sacó el cajón de libros. Leyó la lista de cuentos que tenían: El conejo fugitivo, Tú eres el jefe, patito, Jorgito el curioso.

Se sentó en la cama y miró los lomos de los libros. Eran todos para niños de menos de dos años. Sophie tenía casi tres. Ya era demasiado mayor para El conejo fugitivo. Dios mío, pensó Jessica, está creciendo demasiado deprisa.

El libro del fondo del cajón era ¿Cómo me lo pongo?, unas pautas rudimentarias sobre cómo vestirse. Sophie sabía vestirse sola desde hacía ya varios meses. Hacía mucho tiempo que no se ponía un zapato en el pie equivocado, ni el peto del revés.

Jessica se decidió por La tortuga Yertle, el cuento del Dr. Seuss. Era uno de los favoritos de Sophie, y también de Jessica.

Jessica empezó a leer, relatando las aventuras y lecciones vitales de Yertle y su panda en la isla de Sala-ma-Sond. Después de un par de páginas, miró a Sophie, esperando ver una gran sonrisa. Yertle solía provocar risotadas en cascada. Especialmente la parte en que se convierte en rey del barro.

Pero Sophie ya estaba profundamente dormida.

Peso ligero, pensó Jessica con una sonrisa.

Puso de un capirotazo la lámpara de tres intensidades en la posición más baja y remetió el cobertor por ambos lados de la cama de Sophie. Volvió a colocar el libro en el cajón.

Pensó en Tessa Wells y Nicole Taylor. ¿Cómo no iba a pensar en ellas? Tenía la sensación de que estas chicas formarían parte integrante de sus pensamientos durante mucho tiempo.

¿Se habían sentado también sus madres en el borde de la cama, admiradas ante la perfección de sus hijas? ¿Las habían contemplado mientras dormían, dando gracias a Dios por cada una de sus respiraciones?

Por supuesto que sí.

Jessica miró al collage de fotos que había en la mesilla de Sophie, el de «Momentos Especiales» cuyo marco estaba adornado con corazones y lazos. Había seis fotos. Vincent y Sophie en la playa cuando ésta acababa de cumplir un año. Sophie llevaba un gorro naranja de tela y gafas de sol. Sus pequeñas y regordetas piernas estaban embadurnadas de arena. Había otra foto de Jessica y Sophie en el patio de la casa. Sophie tenía en la mano el único rábano que había crecido en el vivero aquel año. Sophie había plantado la semilla, regado la planta y cosechado el fruto. Y había insistido en comerse el rábano, aun cuando Vincent la había prevenido de que no le iba a gustar. Pero, como era peleona y más cabezona que una mula, Sophie se metió en la boca el rábano, esforzándose por no poner mala cara. Finalmente, el amargor pudo más y se le puso cara de muñeca repollo, y escupió el bocado en un pañuelo de papel. Eso marcó el final de su curiosidad por las hortalizas.

En la foto del rincón inferior derecho aparecía la madre de Jessica, cuando ésta era bebé. María Giovanni tenía un aspecto estupendo con su vestido de verano amarillo, y su hijita en las rodillas. Su madre se parecía mucho a Sophie. Jessica quería que Sophie supiera de su abuela, si bien estos días María era apenas un recuerdo borroso para Jessica, como una imagen percibida a través de un bloque de cristal.

Apagó la luz del cuarto de Sophie y se sentó en medio de la oscuridad.

Jessica llevaba en el trabajo sólo dos días, pero le parecía que llevaba meses. Durante todo el tiempo que llevaba en el cuerpo, había mirado a los policías de Homicidios como los miraba la mayoría: compañeros que sólo tenían un trabajo que hacer. Los detectives de zona se encargaban de una gama de delitos mucho más amplia. Como se solía decir, un homicidio era sólo una agresión grave que había salido mal.

¡Qué equivocados estaban!

Tal vez fuera el único trabajo que tenían que hacer; pero era más que suficiente.

Jessica se preguntó, como no había dejado de preguntarse durante los últimos tres años, si era justo, pensando en Sophie, el ser poli, el poner la vida en peligro cada vez que salía de casa. No supo qué contestar.

Jessica bajó a la planta baja y comprobó las puertas delantera y trasera de la casa por tercera vez. ¿O fue más bien por cuarta vez?

Libraba el miércoles, pero no tenía la menor idea de qué hacer consigo misma. ¡Cómo se iba a relajar! ¡Cómo iba a tener un poco de esparcimiento cuando dos chicas habían sido brutalmente asesinadas! Ahora mismo no le preocupaba el tema de las rotaciones ni saber qué días tenía de descanso. Ni conocía a un poli al que le preocupara. En aquel momento, la mitad del cuerpo de policía daría su tiempo libre para poder echar el guante a aquel hijo de puta.

Su padre organizaba todos los años una reunión familiar el miércoles de la Semana Santa. Tal vez eso la ayudaría a desconectar un poco. Trataría de olvidarse del trabajo. Su padre siempre le hacía ver las cosas con perspectiva.

Sentada en el sofá, Jessica zapeó por los canales de cable cinco o seis veces. Apagó el televisor. Estaba a punto de irse a la cama con un libro cuando sonó el teléfono. Esperaba con toda el alma que no fuera Vincent. O tal vez lo contrario.

No era él.

—¿Es la detective Balzano?

Era la voz de un hombre. Música fuerte de fondo. Ritmos de discoteca.

—¿Quién es? —preguntó Jessica.

El hombre no contestó. Risas y tintineo producido por cubitos. Estaba en un bar.

—Última oportunidad —advirtió Jessica.

—Soy Brian Parkhurst.

Jessica consultó el reloj y anotó la hora en un cuaderno que guardaba junto al teléfono. Miró el identificador de llamadas. Número privado.

—¿Dónde está? —La voz de Jessica sonaba aguda y nerviosa. Como atiplada.

Tranquila, Jess.

—Eso no tiene importancia —contestó Parkhurst.

—Pues resulta que sí la tiene —repuso Jessica. Mejor así. Tono coloquial.

—Soy yo el que llama para hablar.

—Eso está bien, doctor Parkhurst. De veras. Porque nos gustaría hablar con usted.

—Lo sé.

—¿Por qué no acude a la Casa Redonda? Le veré allí. Podremos hablar.

—Prefiero no hacerlo.

—¿Por qué no?

—No soy tan estúpido, detective. Sé que han estado en mi casa.

Articulaba mal las palabras.

—¿Dónde está? —preguntó Jessica una segunda vez.

No hubo respuesta. Jessica oyó la música transformarse en un chunga-chunga de discoteca latina. Tomó otra nota. Club de salsa.

—Venga a verme —dijo Parkhurst—. Hay algunas cosas que necesita saber sobre estas jóvenes.

—¿Dónde y cuándo?

—En la Pinza. Quince minutos.

Junto a club de salsa, escribió: a quince minutos del Ayuntamiento.

La Pinza era inmensa: la escultura de Claes Oldenburg en la Plaza Central, junto al Ayuntamiento. En los viejos tiempos, los filadelfianos decían nos vemos en el águila de Wanamaker, los grandes almacenes, ya desaparecidos, con el famoso mosaico del águila en el suelo. Todo el mundo conocía el águila de Wanamaker. Ahora, era la Pinza.

Y Parkhurst añadió:

—Y venga sola.

—Eso no va a ocurrir, doctor Parkhurst.

—Si veo a alguna otra persona allí, me voy —advirtió—. No pienso hablar con su socio.

Jessica no culpó a Parkhurst de no querer estar en la misma habitación que Kevin Byrne en aquellos momentos.

—Deme veinte minutos —demandó Jessica.

Se cortó la comunicación.

Jessica llamó a Paula Farinacci, quien una vez más la sacó de apuros. Habría ciertamente un lugar reservado para Paula en el cielo de las canguros. Jessica envolvió a la dormida Sophie en su manta favorita y la trasladó tres puertas más allá. Cuando volvió a casa, llamó a Kevin Byrne por su móvil, pero se encontró con su buzón de voz. Lo llamó a casa. Lo mismo.

Vamos, socio, exclamó para sus adentros.

Te necesito.

Se puso vaqueros, deportivas e impermeable. Cogió el móvil, metió un cargador nuevo en su arma reglamentaria Glock, se abrochó la pistolera y se dirigió al centro urbano.

Jessica estaba esperando en la esquina de las calles Quince y Mercado en medio de la lluvia, que caía a cántaros. Había decidido no quedarse directamente debajo de la escultura de la Pinza por razones obvias. No quería ser un blanco fácil.

Miró alrededor de la plaza. A causa de la lluvia torrencial, había pocos peatones en aquel momento. Las luces de la calle del Mercado formaban una rutilante acuarela roja y gualda en el suelo.

Cuando era pequeña, su padre la llevaba muchas veces a ella y a Michael al centro de la ciudad y al mercado de Reading Terminal a comprar cannoli en Termini’s. De acuerdo que el original Termini’s de Filadelfia Sur se hallaba a tan sólo unas manzanas de su casa, pero leer «Centro Ciudad» en un transporte público y caminar hacia el mercado era una experiencia especial que hacía que los cannoli supieran mejor. Todavía era así.

En aquellos tiempos, después de las celebraciones de la festividad de Acción de Gracias enfilaban despacio la calle del Nogal, deteniéndose en los escaparates de todas las tiendas de lujo. Aunque nunca compraban nada de lo que veían en los escaparates —no podían permitírselo—, aquello hacía que echara a volar su fantasía infantil.

Cuánto tiempo hace de aquello, pensó Jessica.

La lluvia era implacable.

Un hombre se acercó a la escultura, sacando a Jessica de su ensueño. Llevaba impermeable, capucha, manos en los bolsillos. Pareció detenerse junto al pie de la gigantesca obra de arte y pasear la vista por la zona. Desde donde estaba Jessica, vio que tenía la estatura de Brian Parkhurst. En cuanto a su peso y color del pelo, era imposible saberlo.

Jessica sacó el arma, y la llevó a la espalda. Estaba a punto de dirigirse hacia la estatua cuando el hombre se metió de repente en la boca del metro.

Jessica respiró hondo, y enfundó el arma.

Miró a los coches que daban la vuelta a la plaza; sus faros cortaban la lluvia como ojos de gato.

Llamó al móvil de Brian Parkhurst.

Buzón de voz. Intentó llamar al móvil de Kevin Byrne.

Lo mismo se caló la capucha del impermeable.

Y esperó.

Las chicas del rosario
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