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Martes, 22:20 horas

El museo Rodin era un pequeño museo consagrado al famoso escultor francés, situado entre las calles Veintiuna y Benjamin Franklin.

Al llegar Jessica, ya había un buen número de coches patrulla aparcados en el lugar. Dos carriles de la Benjamin Franklin estaban bloqueados. Una multitud se agolpaba a las puertas.

Kevin Byrne avanzaba pegado a John Shepherd.

La chica se hallaba sentada en el suelo, la espalda apoyada en las puertas de bronce que daban acceso al patio del museo. Parecía tener unos dieciséis años. Tenía las manos juntas mediante un tornillo, igual que las anteriores. Era corpulenta, pelirroja, guapa. Llevaba uniforme del Regina.

En las manos tenía un rosario negro, al que faltaban tres décadas de cuentas.

Sobre la cabeza tenía una corona de espinas, hecha con alambre de púas. Por la cara le corrían unos hilillos de sangre, formando una delicada malla carmesí.

—¡Maldita sea su estampa! —exclamó Byrne, pegando un puñetazo en el techo del coche.

—Se ha publicado una nota para que detengan a Parkhurst —explicó Buchanan—. La furgoneta está también en la lista de los vehículos buscados.

Jessica había oído esa orden de camino hacia el centro, su tercer viaje del día.

—¿Una corona? —preguntó Byrne—. ¿Una corona a cuento de qué?

—Algo va aclarándose —terció Shepherd.

—¿Qué quieres decir?

—¿Ves esas puertas? —Shepherd apuntó con la linterna a las puertas dentro del patio, las que conducían al museo propiamente.

—Sí, ¿y bien? —preguntó Byrne.

—Esas puertas se llaman Las Puertas del Infierno —le informó—. Ese cabrón está empollado en historia del arte.

—El cuadro —recordó Byrne—. El cuadro de Blake.

—Ya.

—Nos está diciendo dónde vamos a encontrar a su siguiente víctima.

Para un detective de Homicidios, peor que no tener pistas es sospechar que están tratando de despistarlo. La rabia colectiva que latía en aquella escena del crimen era palpable.

—La chica se llama Bethany Price —informó Tony Park, consultando sus notas—. Su madre llamó esta tarde denunciando su ausencia; estaba en la comisaría del distrito Seis cuando llegó la llamada. Es esa mujer que está ahí.

Señaló con el dedo a una mujer de unos cuarenta años, vestida con un impermeable color marrón. A Jessica le recordó esas personas con trastorno postraumático que se ven en las noticias del extranjero, justo después de la explosión de un coche bomba. Personas perdidas, rígidas, zombies.

—¿Cuánto tiempo hacía que habían notado su ausencia?

—La joven no volvió hoy del colegio. Todos los que tienen alguna hija en un instituto están bastante nerviosos.

—Gracias a los medios de comunicación —comentó Shepherd.

Byrne empezó a caminar.

—¿Qué ha dicho el que llamó a emergencias? —preguntó Shepherd.

Park señaló a un hombre que estaba detrás de uno de los coches patrulla, de unos cuarenta años, con un impecable traje azul marino y corbata elegante.

—Se llama Jeremy Darnton —les informó Park—. Dijo que conducía a unos sesenta y cinco kilómetros hora cuando pasó por aquí. Lo único que vio fue a la víctima llevada a hombros por un hombre. Cuando logró detenerse y volver aquí, el hombre ya había desaparecido.

—¿No ha facilitado ninguna descripción de ese hombre? —preguntó Jessica.

Park sacudió la cabeza.

—Camisa o chaqueta blanca. Pantalones oscuros.

—¿Nada más?

—Nada más.

—Así visten todos los camareros de Filadelfia —observó Byrne. Volvió a su caminar de un lado a otro—. Quiero a este pájaro. Quiero cargarme a este pájaro.

—Bueno, todos queremos lo mismo, Kevin —dijo Shepherd—. No te preocupes, lo cogeremos.

—Parkhurst me tomó el pelo —afirmó Jessica—. Sabía que no iría sola. Sabía que traería a la caballería. Intentó despistarnos.

—Y lo consiguió —comentó Shepherd.

Unos minutos después, se acercaban a la víctima mientras Torn Weyrich hacía su aparición para proceder al examen preliminar.

Weyrich le puso la mano en el corazón y decretó su muerte. Luego le tomó las pulsaciones en las muñecas. En cada muñeca había una cicatriz curada hacía tiempo, una arruga gris sinuosa, una ruda incisión practicada lateralmente, de unos dos o tres centímetros.

En un momento determinado de los últimos años, Bethany Price había intentado suicidarse.

Mientras la luz estroboscópica de la media docena de coches de policía reverberaba sobre la estatua del Pensador, la gente seguía afluyendo y la lluvia caía cada vez con mayor fuerza, llevándose consigo conocimientos preciosos, un hombre de entre la multitud contemplaba la escena, un hombre que poseía un conocimiento profundo y secreto de los horrores que estaban cerniéndose sobre las hijas de Filadelfia.

Las chicas del rosario
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