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Jueves, 11:25 horas
Según los archivos de Tráfico, Wilhelm Kreuz vivía en la avenida Kensington. Trabajaba de vigilante de parking en el norte de Filadelfia. El equipo de trabajo se dirigió a su casa en dos vehículos distintos. Cuatro miembros del grupo especial de operaciones (GEO) los acompañaban en una furgoneta negra. Cuatro de los seis detectives del equipo de trabajo los seguían en un coche del Departamento: Byrne, Jessica, John Shepherd y Eric Chaves.
Unas manzanas antes de llegar al lugar, sonó un móvil en el Taurus. Los cuatro detectives comprobaron sus móviles. Era el de John Shepherd.
—¿Sí?… ¿Cuánto tiempo?… Vale… Gracias.
Metió la antena y plegó el teléfono.
Kreuz no ha acudido al trabajo los dos últimos días. Nadie en el parking le ha visto ni hablado con él.
Los detectives reflexionaron sobre ésta información. Existe un ritual que acompaña al acto de llamar a la puerta, a cualquier puerta; un monólogo interior, privado, que es distinto con cada agente de policía. Unos llenan el tiempo con plegarias. Otros, con el más completo silencio. Todo ello, destinado a enfriar la rabia, a calmar los nervios.
Habían conocido más cosas sobre su sujeto. Wilhelm Kreuz encajaba claramente con el perfil. Tenía cuarenta y dos años, era un tipo solitario, licenciado por la universidad de Wisconsin.
No obstante, aunque tenía un expediente muy nutrido, no había en él nada que se acercara al nivel de violencia o de depravación de los asesinatos de las chicas del rosario. Pero sin duda distaba mucho de ser un ciudadano modélico. Kreuz estaba fichado como delincuente sexual de nivel dos, es decir, con un riesgo moderado de reincidir. Había cumplido una condena de seis años en la cárcel de Chester, y las autoridades de Filadelfia lo ficharon tras ser liberado, en septiembre de 2002. Tenía una historia de contactos con chicas de edades comprendidas entre los diez y los catorce años. Unas víctimas eran conocidas suyas, pero otras no.
Los detectives estaban de acuerdo en que, aparte del hecho de que las víctimas del asesino del rosario eran de mayor edad que las anteriores víctimas de Kreuz, no había una explicación lógica de por qué se habían encontrado las huellas dactilares de éste en un objeto personal de Bethany Price. Habían contactado con la madre de ésta para preguntarle si conocía a Wilhelm Kreuz.
Ella contestó que no.
Kreuz vivía en un piso de tres habitaciones, en la primera planta de un edificio ruinoso situado junto a Somerset. Al lado había una tintorería cerrada desde hacía tiempo. Según un organismo oficial, había cuatro apartamentos en el primer piso. Según otro, sólo dos estaban ocupados. Legalmente, claro. La puerta trasera del edificio daba a un callejón que discurría a lo largo de toda la manzana.
El apartamento en cuestión daba a la avenida de Kensington y tenía dos ventanas. Un miembro de los GEO tomó posición al otro lado de la calle, en el tejado de un edificio de tres plantas. Un segundo se apostó en la parte posterior del edificio, a ras de suelo.
Los otros dos GEOS echarían abajo la puerta con un ariete Thunderbolt CQB, el pesado ariete cilíndrico que utilizaban siempre que se requería una entrada dinámica, de alto riesgo. Una vez que echaran abajo la puerta, entrarían Jessica y Byrne, y John Shepherd se encargaría de cubrirlos. Eric Chaves se situó al final del pasillo, junto a las escaleras.
Descerrajaron la puerta de la calle y entraron como una exhalación. Mientras atravesaban el pequeño pasillo, Byrne echó un vistazo a los buzones, que eran cuatro. Ninguno estaba al parecer en uso. Hacía tiempo que los habían forzado, sin volver a repararlos. El suelo estaba lleno de montones de folletos, menús y catálogos.
Más arriba de los buzones había una plancha de corcho con moldura. Unas cuantas empresas locales publicitaban sus mercancías en desteñido papel de impresora matricial de puntos, color neón. Las ofertas especiales estaban fechadas casi un año antes. Estaba claro que los buzoneros que habían repartido volatines por el vecindario habían dejado de hacerlo en este lugar desde hacía tiempo. Las paredes del pasillo estaban pintarrajeadas con eslóganes de pandillas y otras obscenidades en al menos cuatro lenguas.
En el hueco de la escalera hasta el piso de arriba se amontonaban numerosas bolsas de basura, mordisqueadas y rasgadas por alimañas de la fauna urbana, tanto de dos como de cuatro patas. El hedor a comida pútrida y a orina llenaba la casa.
El primer piso era peor. Una espesa capa de humo de porro acidulado se unía al olor a excrementos. El pasillo del primer piso, largo y estrecho, estaba jalonado de listones de metal visto y de cables colgantes. La escayola pelada y la pintura descascarillada del techo hacían pensar en estalactitas húmedas.
Byrne subió con sigilo hasta la puerta del apartamento y escuchó unos instantes; después sacudió la cabeza. Intentó abrir el pestillo. Cerrado con llave. Se apartó.
Uno de los dos GEOS intercambió una mirada con el equipo de la entrada. El otro, el que tenía el ariete, tomó posición. Inició la cuenta atrás en silencio.
Empezaba el espectáculo.
—¡Policía! ¡Orden de registro! —gritó.
Echó hacia atrás el ariete y luego lo estrelló contra la puerta, justo por debajo de la cerradura. Primero la puerta se desprendió del marco y luego de la bisagra superior. El GEO con el ariete se echó hacia atrás mientras el otro GEO entraba como una exhalación, con su fusil AR-15 calibre 223 en alto.
Byrne fue el siguiente en entrar.
Y después, Jessica, con su Glock 17 apuntando al suelo.
A la derecha había un vestíbulo. Byrne avanzó hacia la pared. Al punto fueron abordados por olores a desinfectante, a incienso cereza y a carne en descomposición. Un par de ratas asustadas pasaron como flechas por la pared más próxima. Jessica notó sangre seca en sus hocicos canosos. Sus uñas se aferraban al parqué del suelo.
El apartamento estaba siniestramente silencioso. En algún lugar del salón sonaba el tic tac de un reloj de cuerda. No se oían voces ni respiración.
Entraron en el desaliñado salón. Un sofá de dos plazas de terciopelo dorado, arrugado y sucio, cojines por el suelo. Varias cajas de pizza vacías. Un montón de ropa sucia.
Ningún ser humano a la vista.
A la izquierda, una puerta que daba a la que era probablemente la alcoba. Estaba cerrada. Al acercarse, oyeron el sonido de una emisora de radio. Un canal religioso.
El GEO tomó de nuevo posición, metralleta en ristre.
Byrne tocó la puerta. Estaba cerrada. Giró el pomo despacio, luego deprisa, abrió la puerta de golpe. Reculó. La radio se oía más fuerte ahora.
¡La Biblia nos dice bien claramente, mmm…, que un día todo el mundo, mmm…, rendirá cuentas, mmm…, ante Dios!
Byrne intercambió una mirada con Jessica. Con un movimiento de barbilla, contó tres. Se abalanzaron al interior.
Y vieron las entrañas del infierno.
—¡Dios mío! —exclamó el GEO mientras hacía la señal de la cruz—. ¡Dios mío!
La alcoba no tenía ni muebles ni adornos de ningún tipo. Las paredes estaban cubiertas de papel pintado a medio arrancar, con un dibujo floral al agua; el suelo estaba salpicado de insectos muertos, huesecitos y más basura de comida rápida. Los rincones estaban llenos de telarañas, y los rodapiés acumulaban años de polvo gris sedoso. La pequeña radio se hallaba en un rincón, junto a la ventana; las ventanas estaban cubiertas de sábanas rasgadas y enmohecidas.
Dentro de la habitación había dos ocupantes.
Junto a la pared más distante, un hombre estaba colgado cabeza abajo sobre una cruz improvisada, una cruz que parecía estar hecha con dos trozos de somier. Tenía las muñecas, los pies y el cuello sujetos a la cruz con alambre de púas que se le había incrustado en la carne. El hombre estaba desnudo y tenía la parte central del cuerpo rajada, desde la ingle hasta la garganta. La grasa, la piel y el músculo se habían corrido hacia los costados, formando un surco profundo. También tenía un corte lateral en el pecho, formando una cruz de sangre y tejido hecho trizas.
Debajo, en la base de la cruz, estaba sentada una joven. El pelo, que podía haber sido rubio en otro tiempo, era color siena oscuro. Estaba manchado de sangre, parte de la cual se había deslizado hasta formar un charco reluciente en el regazo de su falda vaquera. Toda la habitación estaba impregnada de su sabor metálico. La joven tenía las manos juntas mediante un tornillo que las atravesaba. Sujetaba un rosario con sólo una década de cuentas.
Byrne fue el primero en recuperarse de aquella visión. Aquel lugar encerraba todavía peligro. Se deslizó por la pared del fondo y miró en el armario. Estaba vacío.
—¡Fase Uno concluida! —exclamó Byrne finalmente.
Pero, si bien cualquier amenaza inmediata, al menos por parte de seres humanos vivos, estaba descartada, y los detectives podían enfundar ya sus armas, vacilaron durante unos instantes, como si en cierto modo sólo pudieran vencer con las armas aquella visión de escarnio sacrílego.
No iban a poder.
El asesino había venido hasta aquí y había dejado tras de sí este retablo blasfemo, un cuadro que perviviría en sus mentes mientras les quedara un hálito de vida.
El rápido registro del armario de la alcoba arrojó pocas pistas. Un par de uniformes de trabajo y un montón de ropa interior y calcetines, todo sucio. Los dos uniformes eran de Acme Parking. En la pechera de una de las camisas de trabajo había una etiqueta identificativa con el nombre del ahorcado: Wilhelm Kreuz. La etiqueta coincidía con la ficha policial.
Al final, los detectives enfundaron sus armas.
John Shepherd llamó al equipo de la policía científica.
—¡Es su apellido! —dijo el GEO, aún conmocionado, a Byrne y a Jessica. En la chaqueta de camuflaje azul oscuro del agente especial se podía leer D. Maurer.
—¿Qué quiere decir?
—Mi familia es alemana —explicó Maurer, esforzándose al máximo por recuperar la calma. Aquello había sido demasiado duro para ellos—. Kreuz es una palabra alemana que significa cruz. En realidad se llama Guillermo Cruz.
El cuarto misterio doloroso es Jesús carga con la cruz.
Byrne dejó el lugar unos momentos y volvió rápidamente. Buscó en su carpeta la lista de jóvenes desaparecidas. En dicha lista aparecían las fotos igualmente. No necesitó mucho tiempo. Se agachó junto a la joven y sostuvo una foto junto a su cara. La víctima se llamaba Kristi Hamilton. Tenía dieciséis años. Vivía en Nicetown.
Byrne se levantó. Visualizó el panorama espeluznante que tenía delante de él. En su mente, en las arcanas catacumbas de su terror, sabía que pronto se toparía con aquel hombre, y los dos caminaban juntos hasta el borde del vacío.
Byrne quiso decir algo al grupo de trabajo, al equipo cuya dirección le había sido encomendada a él, pero en aquel momento se sintió cualquier cosa menos un líder. Por primera vez en su carrera, descubrió que ninguna palabra iba a bastar.
En el suelo, junto a la pierna derecha de Kristi Hamilton, había un vaso de Burger King con una tapadera y una paja.
Había huellas de labios en la paja.
El vaso estaba lleno de sangre hasta la mitad.
Byrne y Jessica caminaron un rato sin rumbo por la avenida Kensington, cada cual enfrascado en la vociferante locura de la escena del crimen. El sol hizo una breve y tímida aparición entre un par de nubes grises y espesas, trazando un arco iris sobre la avenida pero no sobre sus almas.
Los dos querían hablar.
Los dos querían gritar.
Permanecieron en silencio un buen rato, mientras la tormenta rugía por dentro.
La gente en general imaginaba que los agentes de policía podían enfrentarse a cualquier escena, a cualquier acontecimiento, y mantener un frío distanciamiento. Sin duda la imagen del corazón duro era algo que cultivaban muchos policías; pero eran policías de la televisión y del cine, no del mundo real.
—Se está riendo de nosotros —rompió el silencio Byrne.
Jessica asintió. No cabía la menor duda. Los había llevado hasta el piso de Kreuz a través de la impronta dejada en el escapulario. La parte más dura de aquel trabajo, se estaba dando cuenta Jessica, era relegar el deseo de venganza personal a la trastienda de la mente. Algo que cada vez le estaba resultando más duro.
El nivel de violencia estaba creciendo de manera demencial. La visión del cadáver eviscerado de Wilhelm Kreuz les mostró que aquello no iba a terminar con una detención pacífica. Las salvajadas del asesino del rosario iban a terminar en un asedio sangriento.
Volvieron frente al edificio y se apoyaron en la furgoneta de la policía científica.
Unos momentos después, uno de los agentes uniformados se asomó por la ventana de la alcoba de Kreuz.
—¡Detectives!
—¿Qué hay? —preguntó Jessica.
—¡Suban! ¡Hay algo que les interesa!
La mujer parecía tener cerca de noventa años. Sus gafas de culo de vaso proyectaban un arco iris en medio de la luz escasa, incandescente, proyectada por las dos bombillas peladas del techo del pasillo. Estaba detrás de su puerta, apoyada en un bastón de aluminio. Vivía dos puertas más allá del apartamento de Wilhelm Kreuz. Olía a mierda de gato, a pomada para el reuma Bengay y a salami kosher.
Se llamaba Agnes Pinsky.
El agente uniformado le pidió:
—Cuéntele a este caballero lo que acaba de contarme, señora.
—¿Eh?
Agnes llevaba una bata de felpa raída, color verde claro, abotonada con el único botón que tenía. El lado izquierdo lo llevaba más alto que el derecho, revelando una media antiembólica hasta la rodilla y unos calcetines de lana azules hasta la pantorrilla.
—¿Cuándo vio al señor Kreuz por última vez? —preguntó Byrne.
—¿Willy? Siempre fue amable conmigo —dijo.
—Eso es estupendo —dijo Byrne—. ¿Cuándo lo vio por última vez?
Agnes Pinsky miró a Jessica primero y luego a Byrne, y viceversa. Parecía como si acabara de darse cuenta de que estaba hablando con extraños.
—¿Cómo me han encontrado?
—Simplemente hemos llamado a su puerta, señora Pinsky.
—¿Está enfermo?
—¿Enfermo? —preguntó Byrne—. ¿Por qué dice eso?
—Su médico estuvo aquí.
—¿Cuándo estuvo aquí su médico?
—Ayer —dijo—. Su médico vino a verle ayer.
—¿Cómo sabe que era un médico?
—¿Que cómo lo sé? ¿Pero usted qué se cree? Yo sé muy bien qué aspecto tienen los médicos. Yo no soy un vejestorio.
—¿Sabe a qué hora vino el médico?
Agnes Pinsky miró a Byrne durante un espacio de tiempo interminable. Independientemente de lo que hubiera estado diciendo, estaba claro que se había extraviado por los recovecos más oscuros de su mente. Tenía la expresión de alguien que está esperando impacientemente a que le devuelvan el cambio.
Mandaría a un dibujante de retratos robots, pero había pocas posibilidades de conseguir una imagen aproximada.
Sm embargo, por lo que Jessica había leído sobre el Alzheimer y la demencia senil, ciertas imágenes se conservaban a menudo con una claridad diáfana.
Su médico vino a verle ayer.
Sólo quedaba un misterio doloroso, pensó Jessica mientras bajaba las escaleras.
¿A dónde irían después? ¿A qué barrio se trasladarían con sus armas y sus arietes? ¿A Northern Liberties? ¿A Glenwood? ¿A Tioga?
¿Qué caras escudriñarían, caras torvas e incapaces de articular palabra?
Si volvían a llegar tarde, no les cabía duda de lo que se iban a encontrar.
La última chica sería crucificada.
Había cinco o seis detectives reunidos en la primera planta de la Sala Lincoln, en Finnigan’s Wake. La sala era toda para ellos; por el momento, estaba cerrada al público. Abajo, en la máquina de discos, sonaban los Corrs.
—¿Qué, nos estamos enfrentando a un maldito vampiro? —preguntó Palladino. Estaba junto a los ventanales que daban a la calle Jardín de Primavera. El puente Benjamin Franklin bullía de tráfico a lo lejos. Palladino era un hombre que pensaba mejor cuando estaba de pie, meciéndose sobre sus talones, con las manos en los bolsillos haciendo sonar la calderilla.
—Quiero decir, a mí dadme a un mafioso —prosiguió Nick—. Dadme a un pandillero con su pistolón, que descerraja un tiro a algún otro gilipollas como él por un trozo de territorio, por una bolsita de droga, por el honor, el código, lo que sea. Esas chorradas las comprendo en el fondo. Pero ¿esto?
Todos sabían a lo que se estaba refiriendo. Era mucho más fácil cuando los móviles colgaban de un crimen como la tablilla de un letrero. La avaricia era el móvil más fácil de perseguir. Bastaba con seguir las verdes huellas de los pies.
Palladino estaba embalado.
—Por ejemplo, el chivatazo que recibieron Payne y Washington sobre ese pandillero de La Mafia Negra Juvenil en Gray’s Ferry anoche, ¿no? —prosiguió—. Acabo de enterarme de que han encontrado muerto en la zona de Erie al que le había disparado. Así me gustan las cosas, claritas y con lógica.
Byrne cerró los ojos unos segundos y los abrió para un día completamente nuevo.
John Shepherd subió las escaleras. Byrne hizo un ademán a la camarera, Margaret, y ésta le sirvió a John un whisky Jim Beam, solo.
—Toda la sangre era de Kreuz —informó Shepherd—. La chica murió por rotura de cuello. Igual que las otras.
—¿Y la sangre en el vaso? —preguntó Tony Park.
—Era de Kreuz. El forense piensa que, antes de desangrarse, bebió su sangre con la pajita.
—Bebió su propia sangre —dijo Chaves con un escalofrío. No era una pregunta; simplemente, la aseveración de algo demasiado duro de captar.
—Sí —asintió Shepherd.
—Es oficial —dijo Chaves—. Yo ya lo he visto todo.
Los seis detectives reflexionaron. Los horrores que corrían parejos con el caso del asesino del rosario estaban creciendo exponencialmente.
—Bebed todos de él, todos vosotros, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza, que será derramada por todos los hombres para el perdón de los pecados —recitó Jessica.
Cinco pares de cejas se enarcaron. Todos volvieron la cabeza hacia Jessica.
—He estado leyendo bastante sobre el tema —explicó—. El Jueves Santo era conocido como el día en que Jesús lavó los pies a sus discípulos. Es el día de la Ultima Cena.
—Así que este Kreuz era el Pedro de nuestro asesino, ¿no? —preguntó Palladino.
Jessica sólo pudo encogerse de hombros. Ya había pensado en ello. El resto de la noche lo pasaría probablemente desmenuzando la vida y milagros de Wilhelm Kreuz, en busca de algo que pudiera darles alguna una pista.
—¿Tenía la chica algo en las manos? —preguntó Byrne.
Shepherd asintió. Sostuvo la fotocopia de una foto digital.
Los detectives se apiñaron alrededor de la mesa y examinaron la foto por turnos.
—¿Qué es eso, un boleto de lotería? —preguntó Jessica.
—Sí —dijo Shepherd.
—Ah, esto sí que es cojonudo —exclamó Palladino mientras volvía a su ventana con las manos en los bolsillos.
—¿Huellas? —preguntó Byrne.
Shepherd sacudió la cabeza.
—¿Podríamos saber dónde se compró este boleto? —preguntó Jessica.
—Ya he llamado a la comisión —contestó Shepherd—. Deberíamos tener noticias en cualquier momento.
Jessica miró la foto. El asesino había colocado un boleto de lotería en las manos de su última víctima. Había bastantes posibilidades de que no fuera simplemente una tomadura de pelo. Al igual que los demás objetos, era una pista sobre dónde iban a encontrar a la siguiente víctima.
El número de lotería de marras estaba manchado de sangre.
¿Significaba esto que iba a abandonar el cadáver junto a una administración de lotería? Debía de haber unas quinientas. Imposible poner vigilancia en todas ellas.
—Este individuo tiene una suerte increíble —comentó Byrne—. Cuatro chavalas en plena calle y ni un solo testigo presencial. Parece como si tuviera poderes para esfumarse.
—¿Crees que es pura suerte o simplemente que vivimos en una ciudad en la que a nadie le importa un pimiento lo que le puede pasar al que tiene a su lado? —preguntó Palladino.
—Si yo creyera eso, pedía la jubilación hoy mismo y me iba a vivir junto a una playa de Miami —dijo Tony Park.
Los otros cinco detectives asintieron.
En la Casa Redonda, el grupo de trabajo había marcado en un gran mapa los lugares donde el asesino había secuestrado y arrojado a sus víctimas. No había un patrón claro, ni una clave para anticiparse a —o discernir— la siguiente jugada del asesino. Volvieron a los datos básicos: los asesinos en serie empiezan sus fechorías cerca de casa. El asesino que buscaban vivía o trabajaba en el norte de Filadelfia.
Volver a empezar.
Byrne acompañó a Jessica hasta su coche.
Estuvieron un rato sin saber qué decir. En ocasiones como éstas, a Jessica le habría gustado fumar. Su entrenador del gimnasio Frazier la habría matado por el simple hecho de tener aquel pensamiento, pero eso no le impidió envidiar a Byrne por el consuelo que parecía encontrar en un Marlboro Light.
Una barcaza avanzaba perezosamente río arriba. El tráfico se movía a empellones. Filadelfia seguía viva a pesar de aquella locura, a pesar del dolor y el horror que se había cernido sobre aquellas familias.
—¿Sabes? Acabe esto como acabe, me parece que va a ser un final con muy mala pinta —opinó Byrne.
Jessica lo sabía. También sabía que, antes de que aquello terminara, probablemente aprendería una nueva y gran verdad sobre sí misma. Probablemente iba a descubrir un agujero negro de miedo, rabia y angustia del que se iba a alejar con la misma rapidez, dejándolo donde y como estaba. Por mucho que no quisiera pensar en aquello, lo cierto es que iba a emerger de aquel callejón como una persona diferente. Ella no había contado con aquello al aceptar el nuevo trabajo, pero, como un tren sin frenos, descubrió que iba lanzada hacia el abismo, y ya no había posibilidad de parar.