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Lluvia negra
Todos recordaban perfectamente qué estaban haciendo cuando se escuchó el grito. Todos recordaban también a la perfección qué hicieron justo después. Correr. En dirección a la recepción. De ahí venía.
A algunos, no a todos, los frenó un estampido seco y entonces entendieron lo que había gritado la voz de la recepcionista de la agencia. ¡Una bomba! Ésos, los que habían descifrado las palabras deformadas por el miedo, fueron los que detuvieron la carrera. Otros tres que venían de despachos más alejados siguieron a pesar del sonido seco de la explosión y de un segundo grito aún más aterrorizado.
Cuando estos tres llegaron a la recepción no vieron a nadie. Sólo una caja de cartón abierta sobre el mostrador, el cráter del volcán del que había surgido una erupción de confeti negro que cubría el suelo, las sillas, las plantas. Detrás del mostrador se oía una respiración entrecortada.
Pero estos tres primeros en llegar, dos por el pasillo de la izquierda, uno por el de la derecha, se detuvieron en la frontera que delimitaban en el suelo los pedacitos de papel que habían llegado más lejos. Cuando los otros llegaron sobrepasaron a sus compañeros inmóviles. En el silencio sólo se percibía el leve crujido del confeti debajo de sus zapatos y el jadeo de la recepcionista oculta detrás del mostrador. Fue Katja Bamberger, una de las creativas de la agencia, quien se atrevió a rodearlo en primer lugar. Encontró a Silvia Lose de rodillas, sentada sobre sus piernas.
—Me recordó una ilustración del cuento de la pequeña vendedora de cerillas de Andersen —le dijo después a Cornelia Weber-Tejedor cuando la comisaria habló con todos los testigos.
El confeti negro se esparcía por la cabeza de la recepcionista y le cubría la cara como una costra de hollín. El rostro había quedado petrificado, no expresaba ni miedo ni alivio, pero de los ojos bajaban dos gruesos regueros de lágrimas que arrastraban trocitos de papel por las mejillas y los dejaban pegados en la barbilla.
Katja Bamberger se agachó y la abrazó, después la ayudó a levantarse. Al otro lado del mostrador, el resto de los publicistas que habían estado trabajando ese viernes por la tarde se habían reunido alrededor de la caja de cartón. Todos tenían la mirada fija en el interior, en ese mecanismo de relojería de colorines que parecía sacado de una escena de El Correcaminos. Pero nadie tuvo ganas de reír.
El mismo mecanismo que había hecho volar el confeti negro por toda la habitación había dejado una nota al descubierto.
«La próxima será de verdad».