16

Charlie Rivel

Un coche patrulla pasó a recogerla sólo quince minutos más tarde. El tiempo justo para una ducha rápida, ropa limpia y tomarse uno de los tantos remedios caseros que constituían la herencia familiar de su marido y que Jan le había preparado mientras estaba bajo el agua. Lo bebió sin hacer comentario alguno. Y mientras en su cuerpo se desataba una dura pugna por expulsar el líquido, intentó esconder las secuelas del exceso de alcohol bajo una capa de maquillaje.

El timbre sonó mientras se ponía los zapatos. Cogió el bolso, se despidió de Jan con un beso rápido y cerró la puerta del piso como si saliera a un día normal de trabajo.

En la calle desierta, la luz azul del coche patrulla ocupaba todos los resquicios. Al entrar en el coche percibió movimientos en la ventana de la planta baja. Schneider estaría observando la escena. Lo imaginó impaciente porque llegara el día y poder contar a todo el mundo que algo gordo tenía que haber pasado, porque recogieron a la señora comisaria en su propia casa de madrugada. Cornelia miró su reloj. Las cuatro y cuarto. Eso es lo que diría Schneider: a las cuatro y cuarto. No. Él diría las cuatro y quince minutos y describiría con detalle cómo iba vestida ella y podría indicar el punto exacto de la acera en el que la esperaba el coche. ¿Por qué estos cotillas no están nunca cerca del escenario del crimen con sus relojes y su memoria fotográfica?

Cruzaban en silencio las calles vacías. Los semáforos dirigían un tráfico fantasma. Sin los faros de otros coches, los discos rojos y verdes parecían mucho mayores. Tomaron la Friedberger Landstraße y siguieron sin interrupción alguna la Konrad Adenauer Straße. Agradecía la suavidad con que conducía ese agente. No estaba muy segura de soportar un frenazo o una arrancada brusca. A la altura de la Konstabler Wache distinguió un semáforo que se acababa de poner en rojo.

—Sálteselo —ordenó.

El agente no replicó. Sin bajar la velocidad, pero atento a cualquier posible peatón, pasó por delante del paso de cebra. La luz azul del coche se extendía a su alrededor como un fluido que envolvía los objetos a su paso.

Al final de la calle giraron a la derecha y enfilaron la Berliner Straße. Entraron en la calle en la que se encontraba el aparcamiento. Cuatro minutos después de haberla recogido en casa, el coche patrulla se detuvo junto a la zona acordonada. Dos coches más cerraban el acceso a la calle. Las luces habían atraído a los curiosos como polillas. Noctámbulos y vecinos insomnes. Un grupo de jóvenes, quizá recién salidos de una discoteca cercana, se habían acomodado sobre un muro bajo que separaba los dos niveles de la calle, otros sobre los escalones que llevaban a la tienda de discos y libros Zweitausendeins. En el escaparate, la cara de un Pavarotti de cartón casi de tamaño natural aparecía y desaparecía al compás de los intermitentes de uno de los coches patrulla.

El agente acompañó a Cornelia hasta la entrada del aparcamiento, le abrió la puerta del ascensor y desapareció con un saludo tan discreto como toda su presencia.

Subió hasta el último piso. La planta estaba casi vacía. Unos pocos coches desperdigados por la planta. Al fondo, la luz de los focos de los encargados de huellas se reflejaba en un Mercedes blanco. Dos técnicos enfundados en trajes de plástico blanco con capuchas se movían alrededor del coche, que estaba aparcado con el morro hacia la pared. Una ambulancia con las puertas abiertas iluminaba otro extremo del piso. Dentro, un enfermero hablaba con un hombre de unos cincuenta años de aspecto fatigado. Supuso que sería la persona que había descubierto a la víctima. Nadie parecía haberse percatado de su presencia ante la puerta del ascensor. Miró a su alrededor.

¿Dónde estaba el cuerpo?

Escuchó voces y ruidos a su derecha. Se dirigió hacia allí. Detrás de una de las columnas encontró a Winfried Pfisterer tomando notas. Con el cuello delgado inclinado en un ángulo imposible, apoyaba la libreta sobre el pecho sosteniéndola con la mano izquierda haciendo de bandeja mientras el lápiz raspaba el papel con movimientos cortos y secos, como si en lugar de escribir cincelara el texto. Se interrumpió al verla.

—¿Qué anotas con esa furia?

—Lo verás enseguida. El muerto está en la escalera.

Ella miró la puerta de metal que los técnicos mantenían abierta con un cenicero de hormigón. Pfisterer se metió el bloc en el bolsillo de la chaqueta y le indicó con un gesto que podían dirigirse hacia allí.

—El cuerpo está en el rellano, entre el cuarto y el quinto piso. Es algo incómodo moverse en el lugar.

Llegaron a la entrada. De un maletín dispuesto al lado de la entrada sacaron fundas de plástico para cubrirse los zapatos y guantes de goma.

—¿Estás lista? —le preguntó el forense.

Respiró hondo un par de veces antes de seguirlo en ese espacio angosto para poder ver a la víctima. Si no se trataba de un error, sabía que tenía que ser Johannes Sperber, a quien había visto vivo sólo unas horas antes. En ese momento, el hombre que había salido del local despidiéndose entre risas de sus amigos yacía como un fardo desmadejado en el suelo sucio de las escaleras de un aparcamiento. ¿Cuándo pasa una persona a ser un cuerpo?

Vaciló antes de aproximarse más. Quería esperar para ver cómo reaccionaba su estómago. Nadie se extrañaría si vomitaba. A muchos policías, incluso veteranos, les pasaba. Sólo hay que evitar hacerlo en la escena del crimen. Tuvo que pasar por encima del cadáver para observarlo mejor. Se obligó a convertir todo lo que sabía de Sperber en pura información, en convertir el «éste es Johannes Sperber» en un «la víctima se llamaba Johannes Sperber, cuarenta y cinco años, metro setenta y cinco, complexión mediana…». Olvidar que hacía sólo unas horas tenía planes, una casa y un camino a esa casa, que recorrerían los policías. Las víctimas de asesinatos que había visto en sus años en el departamento tenían quizás un billete de tren que no llegarían a usar, unos amigos esperando en alguna parte, unos zapatos a los que el zapatero les habría puesto nuevas suelas y que quedarían por recoger.

Uno de los técnicos filmaba el cuerpo. Los potentes focos que iluminaban la escena hacían brillar las manchas de sangre que salpicaban el suelo y las paredes.

El cuerpo de Sperber estaba boca abajo, con los brazos cruzados por encima de la cabeza, ambos antebrazos dispuestos en el mismo ángulo, las manos casi tocaban los codos. Las piernas también parecían haber sido colocadas en posición después de su muerte, abiertas en forma de «o», con las suelas de los zapatos tocándose. El cuerpo había sido doblado para que pudiera caber completo en el rellano de la escalera. Las manos estaban cubiertas de sangre. La víctima había luchado e intentado protegerse. Reconoció la cabeza de Sperber, a pesar de una herida cerca de la coronilla de la que había manado abundante sangre. No podía verle el rostro, los brazos lo tapaban por los lados, pero atisbo un extraño reflejo blanco. Se volvió hacia Pfisterer, que estaba en un escalón inferior.

—¿Puedo verle la cara?

—Espera, mejor lo hago yo.

Se agachó con una agilidad sorprendente en un hombre de su edad.

—Hay que evitar tocarle la cara.

La mano enguantada de Pfisterer se hundió en la abundante cabellera negra de Sperber. Los dedos adquirieron un color lechoso cuando se aferraron con fuerza a los mechones de pelo.

Cornelia se mordió el labio inferior, todo su cuerpo en tensión, esperando el choque con la visión de un rostro familiar deformado por golpes que habían producido salpicaduras de sangre que llegaban a varios metros. Estaba preparada.

O eso creía. Porque cuando Pfisterer volvió la cara del muerto con un movimiento rápido y seco, ella no pudo evitar dar un paso hacia atrás.

Ambos tenían los ojos fijos en la cara de Johannes Sperber. El rostro tumefacto, los ojos reventados y los labios partidos no eran la causa de su sobresalto. Era la gruesa capa de pintura blanca que cubría la piel, la nariz pintada de rojo, los párpados cubiertos por dos cruces negras. Y una enorme sonrisa roja que le llegaba de oreja a oreja. «Sois todos unos payasos», decía el primer anónimo. Cuatro palabras cargadas de odio que adquirían un nuevo sentido ante el maquillaje que cubría la cara del cadáver de Sperber.

Se agachó para observarlo más de cerca. Todo rastro de alcohol había desaparecido de repente. Al levantarse se esforzó para que no le temblara la voz al empezar a hablar.

—¡Qué extraño lugar! Es tan estrecho que me cuesta imaginar cómo se movió el asesino. ¿Lo mataron aquí, verdad?

—Sí. De eso no hay duda. Pero también he pensado lo mismo al verlo.

—¿Qué estaría haciendo aquí a estas horas?

Ella lo había visto salir del club a la una y media con otro hombre. ¿Habrían venido aquí juntos? ¿Acababa de dejar el coche en el aparcamiento o venía a buscarlo de nuevo?

—¿Estaba el cuerpo como me lo has mostrado? —preguntó al forense.

—Sí.

—Es decir, que el asesino o los asesinos han dispuesto el cuerpo cuidadosamente.

—Todo escenificado. El maquillaje de payaso no se puede ver hasta que se vuelve el cuerpo, como tú misma has podido apreciar. Pero hay algo más —dijo Pfisterer.

Señaló el costado izquierdo del muerto.

—Le han dado también una cuchillada.

—¿Fue eso lo que lo mató?

—Diría que no. Pero te lo confirmo cuando haya hecho la autopsia.

—¿Cuánto tiempo crees que lleva muerto?

—Como no me canso de repetiros, la única forma de saber la hora exacta de la muerte en el lugar del crimen es que el muerto se haya arrojado delante de un tren. Y eso en Suiza. Los trenes alemanes ya no son lo que eran. Pero, hecho este inciso, te diría que poco tiempo, una o dos horas.

—¿Han aparecido las armas?

—Hasta ahora, que yo sepa, un bate de béisbol manchado de sangre.

—¿Quién es el comisario de servicio? A mí me han llamado porque estaba vigilando la agencia. Habían recibido amenazas.

No fue necesario que el forense formulara lo que le había venido a la cabeza. Ella misma sabía cómo se vería que, con toda una comisaria en servicio de vigilancia, se hubiera producido un crimen de tal brutalidad. Lo mínimo que podía esperar eran comentarios, pero no quería pensar en ello, en las conversaciones maliciosas que acompañarían parte de la jornada de unos, en la preocupación colegial de otros, ni en la reacción de Matthias Ockenfeld. Pfisterer, discreto, no dijo nada. Subieron de nuevo a la quinta planta y dejaron que los agentes de la policía científica siguieran trabajando sin estorbos. Una vez arriba, el forense le señaló la ambulancia.

—Hace un momento vi a Windhorst al lado de la ambulancia. Yo sigo aquí.

Cornelia se acercó al vehículo. Al sonido de sus pasos, una cabeza calva perlada de sudor asomó del interior del vehículo precediendo un cuerpo cilíndrico de anchas extremidades, enfundado en una camisa de un color verde parecido al del uniforme.

—Buenas noches, colega Weber.

El hombre saltó fuera de la ambulancia.

—Buenas noches, Windhorst.

—No la vi llegar. ¿Hace mucho que está aquí?

—Apenas un par de minutos. El colega Müller me avisó.

—Me dijo que la llamaría porque usted ya se estaba ocupando de un asunto relacionado con esto.

Cornelia escrutó su cara buscando un posible doble sentido en esas palabras, pero el comisario Windhorst no mostraba ni siquiera curiosidad. Sólo mucho cansancio. Lo que sí apreciaba era cierto desapego por el asunto que le daba a entender que, dada su presencia y vinculación con el caso, fuera la que fuera, Windhorst ya se lo estaba cediendo.

—¿Cómo averiguó la identidad de la víctima? —Le preguntó ella—. ¿Llevaba sus papeles consigo?

—La cartera estaba en el bolsillo trasero del pantalón. Contenía dinero, el documento de identidad, tarjetas de crédito. Todo parecía completo —Windhorst consultó sus notas—. A primera vista, diría que no le han robado nada. El reloj, un Patek Philippe, seguía en la muñeca; las gafas de sol, también de marca, rotas en el bolsillo de la camisa; las llaves del coche en el bolsillo derecho de los pantalones… Así pudimos saber que el Mercedes blanco era el suyo.

—He visto que en la escalera hay cámaras de seguridad. ¿Tienen ya las cintas?

—¡Qué más quisiéramos! Las cámaras de la escalera son de mentira, como algunas de las de las plantas. Son para intimidar. Como ésa.

Cornelia dio unos pasos hacia una cámara que colgaba en una esquina enfocando una zona del aparcamiento. Sólo el parpadeo perezoso de una lucecita roja daba muestras de vida, el resto era una carcasa vacía. Después regresó a donde estaba Windhorst, que hablaba con alguien que estaba dentro de la ambulancia.

—Señora Weber, quizá querrá usted hablar con el señor Seitz. Él fue quien encontró el cuerpo.

Seitz tendría unos cincuenta años. Estaba sentado en el interior de la ambulancia con aspecto abatido y ojos asustados.

Le contó a la comisaria lo mismo que les había dicho a los otros policías, que tenía el coche aparcado en el cuarto piso, pero que en el ascensor había apretado por error el botón del quinto. Que se dio cuenta cuando ya estaba en la planta y entonces decidió bajar por la escalera. Entonces descubrió el cuerpo. No, no había tocado nada. Ni siquiera se había acercado porque notó que estaba muerto y se asustó mucho. Empezó a gritar pidiendo ayuda, pero no acudió nadie. No se atrevió a seguir por la escalera porque hubiera tenido que pasar por encima del cuerpo. Bajó en el ascensor y alertó al vigilante del aparcamiento, que, sin querer cerciorarse de la existencia real de un cadáver, llamó de inmediato a la policía.

—¿Puedo marcharme ya a casa?

Miró a Windhorst y éste a Cornelia.

—Claro. ¿Se encuentra con ánimos de conducir?

—Creo que sí. Y querría sacar el coche de este aparcamiento. No sé si mañana tendré ganas de volver a entrar aquí, prefiero hacerlo ahora.

De todos modos, ella le pidió a un agente que lo acompañara. Seitz no parecía sostenerse con demasiada firmeza sobre las piernas.

—Uno piensa que porque ha visto tantas barbaridades en las películas no se dejará impresionar por nada —dijo al despedirse de los policías—. Pero las películas se olvidan y esto me acompañará el resto de mi vida.

«También a todos nosotros», pensó ella. Lo siguió con la mirada hasta que entró en el ascensor acompañado de un agente. Después se volvió de nuevo a Windhorst.

—¿Han hablado ya con el vigilante del aparcamiento?

—No vio nada. Estaba durmiendo.

—¿Tampoco vio entrar el coche de la víctima?

—Si lo vio, no lo recuerda.

—¿Apareció el arma blanca?

—Seguimos buscando, pero de momento sólo tenemos el bate. También hemos dado con una barra de metal, pero a primera vista parece que llevaba mucho tiempo en el sitio en el que la hemos encontrado. Ya hemos recorrido todas las plantas del aparcamiento por si encontrábamos algo más.

—¿Han peinado los alrededores del aparcamiento?

—Estamos en ello —respondió Windhorst, y se quedó a la espera de más preguntas o instrucciones.

Le había pasado el caso a ella. Ahora sólo quedaba por saber cuál sería la reacción de Ockenfeld. ¿La haría responsable de la muerte de Sperber? Cuanto más rememoraba la ingenua ligereza con que había acometido ese asunto, un descanso emocional de la consumidora búsqueda de un cuerpo desangrado, cuanto más se veía a sí misma aliviada por pasar unos días entre gente inofensiva, más estúpida se sentía. No le había concedido suficiente importancia al asunto. Sí, lo había hecho todo correctamente, el procedimiento habitual. Pero nada más. Como si hubiera estado jugando a los policías. En realidad, le importaba poco qué pudiera decir Ockenfeld, lo que pudieran pensar o decir otros compañeros. Johannes Sperber estaba muerto. Lo habían matado de una brutal paliza y después habían ultrajado su cadáver.

Unas voces la apartaron de estos pensamientos cada vez más sombríos. Se volvió. Uno de los agentes que controlaban la entrada en el aparcamiento, abajo, salía en ese momento del ascensor. Vio a Cornelia y Windhorst al lado de la ambulancia y se acercó a ellos. Algo inseguro sobre quién era la persona competente, habló al hueco entre las cabezas de los dos comisarios.

—Un periodista. Acaba de llegar y se está poniendo algo pesado.

Ella tomó la iniciativa.

—Por nada del mundo permitan que suba.

El agente se retiró para regresar a la entrada. Lo llamó:

—Espéreme, ya hablaré yo con él.

Como el ascensor estaba ocupado, bajó los cinco pisos de rampa del aparcamiento acompañada por el agente. A cada paso sentía más próximo el aire fresco que subía de la calle. Lo aspiró con intensidad para limpiar sus pulmones del olor a gasolina de las plantas del edificio.

Aunque estaba prohibido, mucha gente escuchaba la frecuencia de la policía. Sobre todo periodistas que seguramente se programaban para neutralizar todo sonido o voz que no contuviera las palabras trifulca, robo, asalto, muerto. Muerto, sobre todo muerto.

Bajaba con rapidez, había adelantado al agente y ahora era éste el que seguía sus pasos. La consigna general para los policías es no decir nada a los periodistas. Hablar con la prensa es asunto de unos pocos, cuya tarea es precisamente ésa, pero la necesidad de darse importancia ataca a casi todo el mundo en algún momento. No sabía cuántos de los compañeros presentes sabían el nombre del muerto. Y si éste se filtraba a la prensa, no se trataría de un desliz grave, porque de todos modos acabaría siendo público al día siguiente. Lo que no debía trascender era lo del maquillaje de payaso. Tanto por respeto al muerto y sus allegados como para evitar informaciones falsas, imitadores o bromas de pésimo gusto.

Así que nada más llegar abajo, hizo llamar al periodista y habló con él, procurando hacerlo lo bastante cerca de los otros policías presentes para que éstos entendieran la parca información que le daba como una orden implícita de discreción. Repitió varias veces la fórmula de que algunas informaciones no se harían públicas para no entorpecer la investigación policial. Mientras hablaba, vio de reojo que uno de los agentes ponía los ojos en blanco y hacía a otro compañero gestos con la mano que parodiaban las palabras de la comisaria. Sin perder el hilo de lo que le estaba diciendo al periodista, le lanzó una mirada furiosa y con un dedo le dio a entender que después quería hablar con él. Aún contestó con vaguedades a un par de preguntas y después buscó al agente.

Sobre el joven policía de complexión atlética y ojos muy juntos cayó toda su furia acumulada. No le gritó. Su voz perdía potencia si la alzaba. No gesticuló, sino que empezó a hablarle con las manos en los bolsillos de la chaqueta. En un tono fríamente contenido, casi sin entonación.

—Muy buena su interpretación de mis palabras. ¿Cree que lo contratarán para los Teleñecos si lo expulsan de la policía?

El agente miró primero a su alrededor para ver si los otros los estaban observando. Por supuesto, era así. Después fijó la vista en la comisaria, pero no en sus ojos, sino en un punto entre éstos y la nariz. Intentó decir algo, inició una excusa que salió titubeante. Ella no le dejó seguir.

—Sabe usted muy bien que le ha faltado al respeto a una superior; sabe, además, que lo ha hecho en público. Me pregunto si la policía necesita gente que no tiene ni la inteligencia ni la picardía de reservar estas gracias para los amigotes en el bar.

Con movimientos pausados, aunque las manos le temblaban, sacó el bloc de notas del bolso y anotó el nombre del agente. La expresión horrorizada que mostró éste tuvo un efecto extrañamente contradictorio. Aunque, por una parte, no se sentía orgullosa de humillarlo de ese modo delante de los demás, por otra, satisfizo su necesidad de descargar la rabia nacida de su propia frustración ante ese crimen. Sentía un alivio que suponía similar al que experimentaba Reiner Fischer cuando en momentos de gran tensión pateaba algún objeto con todas sus fuerzas. Ahora ya había propinado su patada y notaba que no tenía necesidad de seguir. Cerró el bloc y lo metió de nuevo en el bolso. Los ojos del agente siguieron ese movimiento con una mezcla de odio y miedo. Cornelia lo despidió con sequedad:

—Ahora ocúpese de su trabajo.

Se dirigió de nuevo hacia el interior del aparcamiento. Supuso que el otro tendría la vista clavada en su espalda y que la estaría insultando mentalmente, que en ese momento palabras como «puta» o «cabrona» iban cayendo sobre su espalda. No le importaba demasiado. Sabía que si hubiera sido un hombre, también habría recibido una buena sarta de insultos inaudibles; otros, claro. «Hijo de puta» y «maricón» entre los primeros. Quizá, pensó, si hubiera sido un hombre, el agente no se hubiera atrevido a mostrar ese falta de respeto. Apretó el bolso contra el costado. Ya se estaba olvidando del asunto, algo banal, a fin de cuentas. Porque arriba, en el último piso de ese aparcamiento, en pleno centro de la ciudad, pronto levantarían el cadáver de Johannes Sperber.