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Vigilia

Desde la calle había visto, algo decepcionada, que todas las luces del piso estaban apagadas. Entró procurando no hacer ruido. Le vinieron a la mente las imágenes de chistes anticuados de señoras con rulos esperando con un rodillo de amasar en la mano a maridos que volvían borrachos. Se le escapó una risita.

—¡Vaya risa de conejo! —se oyó decir y al momento se le escapó otra risita.

Se movía con la morosidad exagerada de los borrachos. Paso a paso. Dejó las llaves sobre la cómoda intentando que no hicieran ruido al golpear la superficie de madera, y por eso mismo el sonido de las piezas metálicas cayendo justamente en un cuenquito de porcelana atronó en el recibidor.

—Psst. Silencio —murmuró a su imagen en el espejo que quedaba al lado del perchero. Se quitó los zapatos. Al tratar de dejarlos en el zapatero, se le escurrieron de los dedos. Cayeron a la vez y el golpe seco de las suelas contra el parqué resonó como si la habitación fuera una sala abovedada. Pero no era la pequeña entrada del piso la que sonaba así, sino su cráneo, que le anunciaba la resaca del día siguiente.

—Esto va a doler.

—¿Hablas sola?

Se volvió asustada. No había oído los pasos de Jan. No venía del dormitorio, sino del salón. La estaba esperando. A oscuras. ¿Era conmovedor o cargante? ¿Tenía que tener mala conciencia por haberlo plantado de ese modo o recordarle por qué lo había hecho? Jan seguía inmóvil en el marco de la puerta. Ella, descalza al lado del perchero. Se miraban esperando que el otro dijera algo.

Pasaron así un interminable minuto hasta que Jan se encogió de hombros, se volvió y se encaminó hacia el dormitorio.

—¿Para esto todo el numerito de esperar vestido? ¿Para encogerte de hombros?

—¿Quién te ha dicho que te esperaba? Simplemente me he quedado dormido viendo la tele.

Iba a darle una respuesta, una cargada de bilis, pero la presión que sentía en el estómago no se debía a la furia, sino a la náusea que se arremolinaba en su interior. Tuvo que cubrirse la boca con la mano y echar a correr hacia el baño. Aplastó a Jan contra la pared para adelantarlo. Abrió de un golpe la puerta. Cayó de rodillas ante la taza del inodoro. Mientras un vómito incontrolable le quemaba la boca y la vaciaba de las margaritas y de la cena y, por lo menos así lo sentía, incluso del desayuno de esa mañana, sólo pensó con agradecimiento en cuánto le alegraba que Jan siempre olvidara bajar la tapa. De lo contrario, no hubiera llegado a tiempo.

Las arcadas aún se repitieron dos veces más, alternadas con el ruido del agua de la cisterna. Le pareció escuchar la voz de Jan. ¿Estaba hablando? ¿Con ella? No. Aunque el sonido le llegaba distorsionado, notaba que era una conversación telefónica.

La voz se acercaba. Con el pie empujó la puerta del baño para cerrarla. No quería que Jan la viera así. No quería que oliera sus vómitos.

—No entres, por favor.

Lo hizo de todos modos. Apretaba el teléfono contra el hombro para que no los pudieran oír.

—Es para ti. Parece urgente.

Una punzada en la boca del estómago. Volvió la cabeza de nuevo hacia la taza, pero no eran arcadas.

—¿Puedes?

Jan le tendía el teléfono con una mano y le ofrecía la otra para levantarla del suelo. Cornelia tomó el aparato y le dio a entender que todavía no podía levantarse. Jan se agachó y le pasó el brazo por la espalda para sostenerla. Ella agradeció el calor, estaba tiritando. Cerró los ojos antes de acercar el teléfono al oído.

—Weber-Tejedor.

—¿Cornelia? Aquí Leopold Müller, tengo guardia esta noche. Perdone que la llame a estas horas, pero creo que es importante. Un asunto que me temo que le concierne.

La voz al otro lado de la línea hizo una pausa.

—¿Sí? —preguntó ella con un hilo de voz.

—Hace una hora encontraron a un hombre asesinado en un aparcamiento del centro.

Cornelia apoyó la cabeza en el hombro de su marido.

—Según los papeles que llevaba encima, la víctima se llamaba Johannes Sperber.