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Galletas para perros

—Mi imaginación se ha educado con películas de dibujos animados. Y mis venganzas eran de ese nivel: despuntar lápices, aflojar ruedas a las sillas del despacho; sólo me hubiera faltado esconderme debajo de la mesa de la sala de reuniones para atarle los cordones de los zapatos.

Cornelia la miró con incredulidad. Había llamado a Katja Bamberger por la mañana. No muy temprano. Sabía que no se levantaba antes de las nueve. La había citado en Jefatura y tenía la impresión de que se había alegrado al oírlo. Sentada ahora en su despacho, miraba con patente curiosidad el mobiliario, los papeles sobre los escritorios. «¿Aquí se sienta tu compañero, Fischer, del que siempre hablas?» Se había acercado a la ventana para ver a dónde daba, había inspeccionado los pósters de las paredes, los ordenadores en las mesas, las plantas en las ventanas, hasta las papeleras habían merecido unos segundos de atención. Ese cuarto funcional, más bien feo, había recibido más consideración que la que ella misma había prestado a los despachos de diseño de la agencia, pensó Cornelia. Katja le seguía contando alegremente:

—Sí, sí, se me pasó por la cabeza durante una reunión. Pero no pasó de ahí. Me hubiera gustado echarle sal en las plantas. Tenía incluso unos sobrecitos que cogí de una cafetería pensando en aprovechar la primera oportunidad que se me presentara, pero me dio pena por las pobres plantas.

Seguía sin darse cuenta de que no la había hecho venir para enseñarle el edificio.

—¿Qué hay de ciertas galletas para perros?

Bamberger enrojeció como si de pronto se hubiera encendido por dentro. Tosió nerviosa antes de responder.

—¿Quién te lo ha contado? No, no me lo digas. Prefiero seguir creyendo que mis compañeras me aprecian.

—¿Por qué piensas que ha sido una mujer?

—Entonces te lo ha contado Rost. No lo hubiera esperado de él.

—Katja, no me vengas con esos jueguecitos, que soy policía.

Bamberger se puso seria por primera vez.

—Fue por lo de una campaña para una empresa de comida para animales. Íbamos muy atrasados y Johannes se puso muy duro y muy agresivo. Podía ser muy desagradable cuando quería. Toda esa calidez que era capaz de mostrar la bloqueaba en cuestión de segundos si algo no le gustaba. Tenía una de esas furias frías. ¿Sabes a lo que me refiero? Nunca gritaba, pero te podía petrificar con una mirada, como la cabeza de la Gorgona. Y cuando hacía un comentario, iba directo donde dolía.

—O sea, que sabía encontrar el punto flaco de las personas…

—Diría que usaba la capacidad de análisis que había adquirido en la profesión para examinarnos a todos, también nuestros puntos débiles. Si los análisis del público meta se centran en lo que éste quiere o podría querer, él indagaba qué era lo que más nos podría doler. Y solía acertar.

—Y entonces tú te encargabas de castigarlo.

—Lo dices como si pensaras que lo hubiera matado.

Bamberger calló algo confusa y movió las manos como si quisiera borrar del aire sus palabras.

—Mis acciones eran más bien chistes, para reírse con los colegas. Como lo de las galletitas que tanto parecen interesarte. Lo único que hice fue mezclarle algunas galletas para perros entre las que siempre tenía en una bandeja sobre la mesa.

Hizo una pausa en la narración destinada a que un auditorio unipersonal preguntara «¿Y qué pasó?». Pero la pregunta no llegó, sólo una fría llamada a seguir. Bamberger, con todo, no quería rendirse aún.

—¿Y sabes lo qué pasó? ¡Que se las comió! ¡No se dio cuenta y se las comió!

Una breve, ansiosa espera del aplauso que no sonó. Todavía hizo un intento más:

—Es la ventaja de estos productos tan sanos, que cuanto peor saben, más complacen la conciencia ecológica del consumidor —dijo sonriendo.

Fue su última tentativa de recuperar la complicidad entre ellas. Cornelia no sonrió. Podría haberlo hecho, no hubiera sido inadecuado, pero estaba demasiado tensa. Mientras ella mantenía el gesto adusto y a Katja se le borraba la sonrisa, su amistad se les escapaba de las manos como un pececito por un desagüe.

—¿Quieres saber algo más?

Le quedaba lo más difícil por preguntar.

—¿De verdad te rayaron el coche?

—No. Me lo inventé.

La rápida respuesta de Katja la sorprendió, había esperado más resistencia por su parte. Era evidente que sólo deseaba poner punto final a esa penosa conversación.

—Está bien.

—¿No quieres saber mis motivos?

—En otro momento. Pero puedo imaginármelos.

—¡Qué listos sois los policías!

—Sólo quería ahorrarte el mal trago…

—No necesito la compasión de nadie. ¿Te enteras? Y menos de ti.

Sintió el pinchazo de dolor. Un dolor como el que se siente cuando uno se corta con un papel, más agudo porque, aunque uno ya se haya cortado en todos los dedos de la mano, siempre sorprende que un material tan inofensivo cause un corte tan profundo.

—¿Puedo marcharme?

—Sí, claro.

Katja Bamberger abandonó el despacho y dejó a la comisaria terminando para sí misma la frase que no le había dejado concluir.

—Sólo quería ahorrarte el mal trago de que alguien te dijera en la cara que ese patético afán de protagonismo en esta ocasión te podría hacer sospechosa de asesinato, estúpida. Y que no sabes la suerte que has tenido de que lo haya descubierto yo.

Pegó una patada a la papelera y la volcó. Se acercó al perchero y sacó los cigarrillos y el mechero. Antes de salir a fumar, volvió a poner la papelera en su lugar y metió los papeles dentro.