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Desmontando a Markus Gerwing

¿Qué se hace cuando se ha preparado la artillería pesada y el ejército enemigo no aparece? ¿Qué se hace cuando ya se han achicado los ojos, se han apretado los dientes y los puños, los músculos de la espalda se han tensado y los pies están bien apoyados en el suelo, dispuestos al salto? ¿Dónde se mete toda la adrenalina y toda la mala leche que llena la boca, a punto de saltar como una navaja de muelle, al ver la figura colosal de Sven Juncker al fondo del pasillo, al avanzar hacia esos ojos acerados sin aminorar el paso, preparada para la colisión? Y ser frenada por una mano tendida. Al principio no pudo más que aceptarla, responder al apretón y escrutar en los ojos de Juncker buscando en su «Lo lamento mucho», referido a la muerte de Gerwing, un asomo de reproche o de ironía. Pero no era así. El apretón, las palabras, la mano sobre el hombro un par de segundos más tarde eran sinceros. También el ofrecimiento que siguió:

—Si puedo ayudar, cuente con mi colaboración.

Le dio las gracias algo balbuceante, pero sonriendo. No porque la alegrara el gesto de Juncker, su cerebro aún no lo había aprehendido, sino porque se le cruzó por la cabeza una imagen en la que se veía como una especie de Rambo entrando con todas sus armas en un salón de té lleno de ancianitas.

Media hora después de ese encuentro desconcertante seguía sin entenderlo.

—¿Por qué siempre tienes que pensar lo peor de la gente? —le preguntó Reiner.

—¿Cuántos años dices que llevas en la policía?

—Muchos, pero no dejo que me cambien.

Cornelia se levantó de la silla, se acercó a su compañero, le cogió la cara entre las manos y lo besó en la frente. Después dio un golpecito al aro dorado que brillaba en su oreja izquierda.

—Te lo has cambiado de lado.

—Me molestaba al telefonear —le respondió atónito ante lo sucedido.

Ella regresó a su lugar.

—Eso es una de las cosas que me gustan de trabajar contigo, Reiner. Así que el hecho de que Juncker no haya salido con algún comentario mordaz o prepotente debo atribuirlo a que en el fondo no es el cabrón racista y arrogante por el que media Jefatura lo odia y la otra lo admira. No se trata de que tal vez lamente el error que cometió al encerrar a Gerwing e intenta compensar una acción obcecada ofreciéndome su ayuda.

—Sea cual sea su motivo, lo que importa es que lo ha hecho; aunque sea un borde, es muy capaz y cualquier ayuda nos viene bien.

—No sé…

—Podría seguir con lo que estaba haciendo antes de que el jefe lo sacara del caso.

—¿Los bares de ambiente? ¿Precisamente los bares de ambiente? Aunque, bien pensado, se podría centrar en los camellos de la escena. Si alguien les puede apretar las tuercas a ésos y a los chaperos es Juncker.

—Quizás pueda exprimir un poco más a Martelli-Tomasevic ahora que anda suelto otra vez.

—Tengo la impresión de que a ése le has cogido manía.

—Es por el nombre. Con todos los personajes fabulosos que han dado las series de televisión y coger algo tan mediocre. ¿Por qué no Lou Grant, Mike Stone, Steve McGarrett o Dale Cooper?

—¿Eh?

—¡Dios! Pero ¡qué poca cultura televisiva tienes! ¿Conoces algo más aparte de tus adorados Simpson?

Con estas palabras despidió a Cornelia, que en ese momento abandonaba el despacho para aceptar la ayuda de Sven Juncker. Por primera vez y sin sospechar las consecuencias de su decisión.

Una hora más tarde estaban en Darmstadt, en la empresa de Markus Gerwing. Sus compañeros habían sabido de su muerte por la llamada de Reiner Fischer. A la llegada de los dos policías, todos los despachos se vaciaron y las diez personas que trabajaban allí los rodearon en la recepción esperando informaciones. Les contaron casi lo mismo que ya sabían, el resto quedaba bajo secreto de investigación, pero la gente lo escuchó con absoluta atención. Cornelia pensó que hubiera podido repetirlo una vez más y habría obtenido la misma reacción, porque la gente necesita escuchar muchas veces las malas noticias, como si la reiteración las desgastara. Después, inspeccionaron el despacho de Gerwing. En esta segunda visita se dieron cuenta de que en ese espacio el rasgo más característico era la ausencia de cualquier cosa que llamara la atención. Todo en la habitación parecía haber sido elegido por el ingeniero medio con un gusto medio. La única concesión a la individualidad de la persona que lo había ocupado eran los carteles publicitarios enmarcados que decoraban una de la paredes, y sólo quienes supieran que correspondían a campañas estrella de Johannes Sperber verían en ellos algo más que imágenes decorativas.

El escritorio de Gerwing seguía como lo había dejado en su último día de trabajo. Apuntes y textos referidos al proyecto en el que estaba trabajando, algunos bolígrafos colocados con pulcritud en un recipiente cilíndrico de metal, libros, CD con etiquetas meticulosas, un marco de plata con una fotografía. Ahí la mirada de Cornelia detuvo el barrido de la superficie de la mesa. Tomó el marco y mostró la foto a Reiner Fischer. Markus Gerwing y su vecina Judith Marsden.

La foto los mostraba sentados a la mesa del balcón de casa de Gerwing tomando café y mirando sonrientes a la cámara.

El colega que les había abierto el despacho, un hombre de cuarenta años cuya vestimenta contradecía diametralmente el aspecto de ingeniero prototípico que había cultivado Gerwing, los observaba con los brazos cruzados en el umbral de la puerta. Al ver que ella se fijaba en la fotografía, le dijo, sin moverse del lugar:

—Son Markus y su novia.

—¿Su novia?

—Sí. Es publicista. Los carteles en la pared son de campañas suyas.

Cornelia los miró como si no los conociera.

—¿La conocen? —preguntó al ingeniero.

—No. Markus era muy reservado con su vida privada, pero se notaba que estaba muy orgulloso de su Johanna.

—¿Johanna? —dijo Fischer.

—Sí. ¿Qué les sorprende tanto? ¿No la conocen?

Preguntas como ésa les daban la entrada para iniciar o proseguir el desmontaje gradual de la farsa con la que Markus Gerwing se había protegido durante años. Necesitaban averiguar quién sabía qué, si detrás de la historia del hombre dispuesto a aceptar las aventuras de Sperber, los pisos separados, las esperas, se encontraba tal vez la de un hombre que había buscado consuelo en otras personas. Pero nadie en su trabajo parecía siquiera sospechar de su homosexualidad. De modo que, dejando tras ellos las ruinas de la persona que sus compañeros creían que había sido Markus Gerwing, siguieron el rastro de la foto y decidieron volver al edificio donde habían vivido Sperber y Gerwing para hablar con la vecina.

Recorrieron una parte del trayecto sin hablar. La circulación por la autopista de Darmstadt a Fráncfort era muy densa. Los coches avanzaban en un movimiento acordeónico, que se detuvo poco antes del área de servicio de Gräfenhausen, donde había aparecido el cadáver. Desde donde estaban podían ver ya el techo de la gasolinera.

—Quien mató a Gerwing tenía que saber de su homosexualidad, eso es evidente —dijo Cornelia—. Pero ¿por qué escogió el área de Gräfenhausen? Hay muchas otras áreas de servicio y también otras en las que se dan encuentros de gays. ¿Por qué ésta?

—Quizá porque todos pasan de lo que hagan los otros. Está, además, muy mal iluminado.

—Cierto, pero ¿por qué el área de servicio entre Darmstadt y Fráncfort? Y en este lado de la autopista.

—¿Porque era más cómodo para Gerwing? —propuso Reiner—. Era el camino desde el trabajo hasta su casa.

—Exacto.

—Es decir, que quien lo mató quedó con él aquí porque sabía que trabajaba en Darmstadt.

—Es una suposición, pero explicaría la elección del lugar.

Habían pasado el área de servicio, que se alejaba lentamente por el retrovisor.

—Eso implicaría que el asesino conocía a Gerwing —dijo Fischer—. Pero eso no significa que no pueda tratarse de la obra de fanáticos homófobos. La primera víctima es una persona relativamente conocida. Ésta lleva a la segunda y de ahí podrían llegar a la tercera. Y así sucesivamente.

Cornelia reflexionó sobre lo que acababa de decir Reiner. Circulaban todavía con extrema lentitud y los ocupantes de los coches tenían tiempo sobrado para observarse. Se detuvieron. A su lado paró un coche con una familia; los padres delante, en la disposición tradicional: padre al volante, madre volviéndose regularmente hacia atrás para pedir calma o silencio a dos niñas de unos ocho y diez años que se peleaban o jugaban. Cornelia no lo podía distinguir, pero se quedaban clavadas en los asientos con los rostros vueltos hacia sus respectivas ventanillas en cuanto empezaba el giro hacia la izquierda de la cabeza de su madre. La escena se repitió un par de veces y Cornelia entendió que las niñas no jugaban entre sí, sino con, o tal vez contra, su madre, a la que obligaban cada vez a girarse. Su parte de policía estuvo a punto de levantar un dedo admonitorio cuando sus ojos se encontraron con los de una de las niñas que miraba por la ventanilla izquierda. Pero la niña más bien gamberra que había sido se impuso y guiñó un ojo con complicidad. Una sonrisa enorme fue la respuesta. Aún llegó a atisbar que las dos niñas la saludaban, pero los coches se movían de nuevo y ella se volvió hacia Fischer.

—Sigo pensando que la forma de asesinar a las víctimas, tan manifiestamente facha, es sólo una maniobra de distracción. Que nos las tenemos que ver con un imitador.

—¿Por los anónimos?

—Por lo anónimos, porque copia la forma de acción de los grupos radicales, por el lugar en el que ha aparecido el cuerpo…

—¿Y crees que su objetivo eran sólo Sperber y Gerwing? ¿Piensas que no habrá más muertos?

—Lo que creo es que el objetivo era únicamente Sperber. Gerwing ha sido una especie de accidente.

—¿En qué te basas?

—En lo mismo que me lleva a pensar que no sólo los anónimos, sino la forma de matar, son copias.

—No es más que una interpretación de lo que tenemos, te basas sólo en…

—Como digas en una intuición y añadas que es femenina, te pateo como a una rana.

—¿De dónde sacas estas expresiones tan brutales? No me lo digas, lo has traducido del español. Esas imágenes no las tenemos en alemán.

Ella sonrió. Estaban ya entrando en Fráncfort.

Unos minutos más tarde aparcaron el coche en la Friedrichstraße.

Judith Marsden, la vecina de Sperber y Gerwing, estaba en casa. Eran más de las doce, pero los recibió en pijama. Sintió los ojos de los policías sobre el tejido a cuadritos azules.

—Me he tomado unos días libres.

Se volvió y los condujo al salón, les ofreció un café y, aunque ambos lo rechazaron, desapareció y regresó al cabo de unos minutos vestida portando tres tazas en una bandeja. Los brazos le temblaban. Reiner se levantó para tomarle la bandeja y el tintineo de las cucharillas cesó.

—Hemos estado en el despacho de Markus Gerwing —empezó Cornelia.

—Y han visto la foto, ¿verdad?

—Así es.

—Y quieren saber qué significa todo esto.

—Nos lo imaginamos, pero nos gustaría que nos lo explicara usted.

—Fue mi idea que se llevara esa foto al despacho. Me contó que había mencionado una vez a una novia llamada Johanna. —Judith Marsden sonrió con tristeza—. Es gracioso, la foto la tomó precisamente Johannes y me pareció que podría dar el pego.

—Así fue —dijo Fischer.

—Markus puso mucho empeño en esconder su homosexualidad. Era una persona muy sensible, con mucho miedo al rechazo social. La gente dice que es muy abierta, pero sólo en la teoría, el día a día está lleno de momentos desagradables, incluso humillantes, y él no se sentía con el ánimo para afrontarlos.

El día a día, pensó Cornelia, es lo que echa por los suelos campañas grandilocuentes como la del ayuntamiento. Fráncfort, la ciudad abierta y liberal, está llena de gente como los de Alemania Limpia y sus simpatizantes no declarados.

—Cuando alguien quiere ocultar algo, puede simplemente silenciarlo —decía Judith Marsden—, pero la ausencia de cualquier tipo de información al final también resulta sospechosa si nunca aparece el nombre de una pareja o una mención a los hijos. Por eso Markus prefirió tomar la iniciativa y creó esa pequeña farsa y lo hizo con gran inteligencia. Inventó una vida privada poco interesante y no despertó la curiosidad de sus compañeros. Y, además, dio informaciones tan poco llamativas que, aunque el riesgo de contradecirse era mínimo, dudo que algún compañero de trabajo lo notara. Es difícil recordar informaciones que nos resultan poco atractivas o relevantes.

Cornelia asintió.

Judith Marsden quedó sumida en el mutismo, con la mirada fija en las tres tazas de café que nadie había tocado. Sin mirar a los policías, dijo al poco rato:

—Es triste que nos parezca comprensible que alguien tenga que protegerse con una farsa así.

En los siguientes minutos pareció que los roles se invertían. Era Cornelia, la policía, quien sentía que confesaba a la vecina de Gerwing que esa mañana habían desmontado toda su falsa historia. Judith Marsden lloró en silencio al escucharlo.

—En realidad, qué más da —dijo al acompañarlos a la puerta—. A Markus ya nadie puede protegerlo y por lo menos podré ir a su entierro siendo yo.