31

Una madre

—¿Una mujer? —dijo Reiner cuando ella le pidió que la acompañara en el interrogatorio.

—¿Por qué no?

—Pues no sé, siempre pensé que las mujeres no se identificaban tanto con estas ideologías y estas poses más bien viriles, de supermachos.

—¿Por qué? ¿Porque somos más listas?

—Porque sois más pacíficas.

—¿Ah sí?

—En general.

Cornelia se divertía viendo cómo su compañero se ponía él mismo la soga al cuello.

—Quiero decir que las mujeres, por su forma de ser, son más resistentes a la xenofobia, a la atracción de la violencia… Que la extrema derecha es cosa de hombres.

—Eso que dices es sexista.

Reiner se puso a la defensiva.

—Parece que te alegres de que haya mujeres fachas o nazis.

—No te confundas. No me alegro en absoluto, pero así es la realidad. En el informe que nos ha pasado Müller lo tenemos en cifras: un tercio de los votantes de los partidos de la extrema derecha son mujeres. Entre un diez y un treinta por ciento de los miembros de las agrupaciones ultras también lo son, incluso entre los skinheads. ¿No has oído hablar de las skingirls? Son tan violentas y brutales como sus compañeros, a veces incluso más porque tienen que ganarse su lugar en el grupo.

—¿Qué tenemos contra ésta? —preguntó Fischer.

—Algunos elementos de sospecha, pero nada concreto por lo que se refiere a nuestro caso.

—Entiendo.

—Constanze Petersdorf cree que la hemos citado para declarar sobre los altercados de la semana pasada en Lollar.

Una llamada de la recepción les anunció que Holger y Constanze Petersdorf acababan de llegar.

—Vaya, se ha traído al marido —dijo Cornelia al colgar el teléfono.

A los pocos minutos los tenían en la puerta. Reiner se dirigió a Holger Petersdorf:

—Señor Petersdorf, ¿le importaría esperar afuera?

—¿Por qué?

—Nos gustaría hablar con su mujer a solas.

—No hay nada que ella pueda decirles que yo no deba escuchar.

—Está bien, Reiner —dijo Cornelia desde el interior del despacho—. Que entren los dos.

Lo primero que percibió Cornelia fue una oleada del perfume floral, muy dulce, que se extendió por toda la habitación. Emanaba de una mujer de veinticinco años vestida con una blusa de color beige, con unos estampados que tal vez hubieran resultado modernos en alguien con sesenta años. El cabello lacio, de un castaño rojizo, era corto sobre la cabeza y largo hasta los hombros por detrás. Evidentemente, no era la rubia con trenzas de la portada del CD. Constanze Petersdorf cambió dos veces de expresión en el tiempo que necesitó para sentarse frente a Cornelia. Probó primero la mirada furibunda, ofendida, después pasó a la cara de joven inocente dispuesta a cooperar con las autoridades, casi con mansedumbre, con una sonrisa que le recordaba la de las vírgenes cristianas cuando salían al circo a que las devoraran los leones en las películas italianas de romanos. Y ella y Reiner eran los dos romanos malvados que querían hacerla abjurar de la verdadera fe.

Holger Petersdorf se acomodó en una silla al lado de su mujer. Tendría unos treinta años y un rostro aniñado al que quería conferir madurez con un bigote del mismo rubio ceniciento que el pelo que le colgaba sobre la nuca.

Reiner se sentó a un lado de la mesa de su compañera, cerca de Constanze Petersdorf.

—Señora Petersdorf —empezó Cornelia—, la hemos llamado porque queremos aclarar algunos aspectos de lo sucedido el otro día en Lollar.

—Para eso hemos venido —dijo con vehemencia Constanze Petersdorf—. Para poner las cosas en claro.

—A defender a los camaradas —dijo él.

—¿Estuvo usted también en Lollar, señor Petersdorf? —le preguntó Cornelia.

—No. Pero los conozco bien y sé que son buenas personas. Gente con principios. Si hicieron algo es porque los provocaron, porque todo tiene un límite.

—Alemania Limpia no es una agrupación violenta —añadió su mujer.

—¿Qué es Alemania Limpia? —preguntó Reiner Fischer.

—¿Por qué lo pregunta? ¿No lo saben ya? Si estoy aquí es porque no dejan de vigilarnos y perseguirnos en lugar de cumplir con su trabajo y hacer que nuestras ciudades sean seguras.

Constanze Petersdorf esperaba una respuesta defensiva que los policías no le dieron.

—¿Nos puede explicar con sus palabras qué es Alemania Limpia? —insistió el subcomisario.

—Una asociación cívico-cultural que promueve valores humanistas y preserva nuestra esencia —recitó.

Se quedó de nuevo esperando alguna reacción, pero no pudo apreciar más que una atención neutra, ni una sonrisa burlona ni un comentario despectivo.

—¿Cuál es su función dentro de Alemania Limpia? —preguntó Reiner.

—Sólo soy una madre. Una madre alemana —respondió levantando la barbilla—. Una madre alemana que no ha olvidado cuál es su deber. Su deber como mujer. Mujer alemana…

—¿Cuál es? —La voz de Reiner no abandonaba el registro neutro.

—El deber de una mujer es dar hijos a su patria. Poblarla.

—No tenemos un índice de natalidad muy alto —dijo Cornelia—, pero tampoco es que las escuelas estén vacías.

—Llenas de extranjeros es como están.

Las palabras salieron de la boca de Petersdorf como un latigazo, cuyo golpe sólo acusó el marido con un respingo. Los policías permanecieron impasibles. Constanze Petersdorf no pudo resistir la atracción de ese silencio y lo llenó con un discurso atropellado:

—Las mujeres alemanas han olvidado cuál es su misión y están dejando que las extranjeras nos llenen el país con sus vástagos. O peor aún, que se mezclen, que cada vez haya más mestizos. Actualmente cuesta encontrar personas de raza pura. Ahora cada vez hay más niños con padres de diferentes nacionalidades y cuando éstos tengan hijos se puede dar el caso de que lleguen a tener abuelos de cuatro razas.

La comisaria pensó que era evidente que no sabía que estaba hablando justamente con una «mestiza».

—Así es.

—Mire, sé que usted no me entenderá. Usted es una de esas mujeres que, engañadas por el falso feminismo, ha caído en la trampa de meterse en un territorio masculino, con la consecuencia de que ha adoptado valores que nos son impropios a las mujeres.

—Señora Petersdorf, no estamos aquí para hablar de mí…

—Por supuesto, entiendo —interrumpió Constanze Petersdorf con una sonrisa de superioridad—. Veo que la incomodo, la verdad la incomoda porque usted también es víctima del ansia de éxito de los hombres. Y no ha entendido que nuestra tarea no es hacer la guerra, sino apoyar a los que la hacen, curarles las heridas, darles reposo…

Dirigió una mirada ovina a su marido, quien se irguió en la silla como si hubieran accionado un resorte.

—Y darles muchos hijos para que siempre haya suficientes en el frente —dijo Cornelia.

—¿Han escuchado entonces ustedes mi canción «Hombres para el frente patrio»?

—Sí —guardó para sí el «desgraciadamente» que hubiera acompañado a la afirmación—. Y también «¡Fuera de mi ciudad, fuera de mi país!».

—Es mi canción más famosa.

—El mensaje es claro y simple.

—Usted lo dice.

—Un poco más oscuro es el texto de «Cerdos en el vecindario». La tuve que escuchar dos veces para entender de qué trataba.

Constanze Petersdorf era inmune a la ironía. Era de esperar.

—Es la primera persona que me lo dice.

—Es una interpretación muy visceral la suya.

—Es que ya no podía soportar la constante idealización de los valores homosexuales…

No la quiso interrumpir para preguntarle qué eran los «valores homosexuales», Constanze Petersdorf hablaba con vehemencia. Se empezaba a vislumbrar que más que los temas de la pureza de raza, su obsesión era la homosexualidad.

—… mire una por donde mire, siempre maricas y lesbianas. En la televisión, por ejemplo, si una quiere ver un programa donde no aparezcan abierta o encubiertamente, no le queda opción. Incluso hay algunos presentadores de noticias de los que tenemos fundadas sospechas de que lo son.

—¿Cómo lo saben? —Reiner no pudo reprimirse.

—Si usted estuviera ocupándose desde hace tanto tiempo como nosotros del tema, sabría ver los signos. En la forma de hablar, de mover las manos… Y todo eso los niños lo captan inconscientemente y se van contaminando. Después, ya tenemos la apología descarada de la homosexualidad en otros programas, tan repugnantes que cada vez que los veo siento náuseas. ¡Todos esos seres improductivos!

—¿Improductivos? —Esta vez fue ella quien no pudo permanecer en silencio.

—¿Tiene hijos, acaso? Bien mirado, por suerte, no. Pero su conducta desviada y que, además, se ufanen de ella, socava la institución familiar. Y así está el país, sin niños, pero lleno de extranjeros, mezquitas, delincuencia…

—Y Alemania Limpia ha decidido que su misión es poner fin a esto.

—Así es. Tenemos que abrir los ojos a la gente, cegada por el engaño de la democracia y el capitalismo. Hay que empezar a marcar los límites. Esta gente se esparce por nuestra sociedad como una mancha de aceite, se infiltran en vecindarios con niños, los pervierten directa o indirectamente con su presencia.

—¿Cómo se supone que hay que marcar esos límites? —le preguntó Reiner Fischer—. ¿Con agresiones?

Holger Petersdorf intervino de nuevo:

—¿No estarán intentando involucrar a mi mujer en lo que sucedió en Lollar? Recuerden que ella se limitó a cantar, después del concierto volvió a casa.

—Pero fue después de escuchar sus canciones pidiendo a «los hombres que aún nos quedan» que limpien el país —replicó Fischer.

Constanze Petersdorf adoptó un tono de suficiencia fatigada, como si estuviera algo cansada de intentar hacer entender algo muy simple a dos personas más bien cortas de luces.

—Miren, si al final las cosas se ponen duras es porque ellos se lo buscan, ellos nos provocan. No todos los miembros de Alemania Limpia son personas dialogantes como yo. Los hombres, ya se sabe, tienen otros impulsos. Cuando un padre sabe que un pervertido puede acercarse a su hijo, tocarlo, pasarle el sida, pierde el control. Los hombres están ahí para defender a sus mujeres y a sus hijos. Ya que ustedes no lo hacen. Y para ello estamos también las madres. Las mujeres somos mansas y pacíficas por naturaleza…

Cornelia apreció de reojo que Reiner se removía en la silla.

—… pero cuando somos madres podemos convertirnos en leonas para defender a nuestros hijos.

Se lo había puesto en bandeja, así que Cornelia lanzó la red:

—Por eso usted escribió la carta a Baumgard & Holder.

Los Petersdorf se envararon al unísono, se miraron y también a la vez captaron el verdadero motivo de su presencia en la Jefatura de Policía. Fue ella la primera en salir del anonadamiento. Respondió con arrogancia:

—Sí, señora. No podía tolerar que hubieran llegado a la desfachatez de pensar que mi marido iba a participar en una campaña que presenta esta ciudad como la tierra prometida de maricones, musulmanes y todo tipo de extranjeros. No. Eso no es nuestro Fráncfort, ni lo será nunca, ¿verdad, Holger?

Constanze Petersdorf recogió agradecida el gesto de aprobación de su marido pero ignoró el siguiente con el que la conminaba a tranquilizarse y a callar. Estaba desatada, era la cristiana que en el circo romano conmovía al público y al mismo Nerón con la firmeza de su fe.

—No quemé la carta de esa gente porque la consideré un testimonio del grado de desfachatez de estos tipos de la publicidad, esos payasos…

Cornelia y Fischer intercambiaron una rápida mirada. Holger Petersdorf la captó, pero no tuvo tiempo de advertir a su mujer de lo que se avecinaba. Cornelia lanzó con rapidez la pregunta:

—¿Escribió usted también los anónimos a Baumgard & Holder?

Constanze Petersdorf respondió con un tajante:

—Sí.

Era la primera vez en la conversación que contestaba sin dar más explicaciones. Cornelia se levantó, buscó con rapidez una copia de los anónimos y se los mostró.

—Éste y éste. Los otros no son míos.

Dijo Constanze Petersdorf como si le estuvieran presentando un muestrario de papeles pintados para el salón. Leyó con atención los otros cuatro textos.

—Pero podrían serlo, comparto todas sus ideas —añadió con una sonrisa desafiante.

—¿Sabe usted que el director de esta campaña ha sido asesinado? ¿Y que la forma en que murió encaja con algunas palabras y amenazas contenidas en estos textos?

La sonrisa desapareció de súbito del rostro de Petersdorf. Tartamudeó unas sílabas sin sentido y se volvió a su marido buscando su mirada, pero éste se había cubierto el rostro con las manos apoyando los brazos sobre las piernas, como si quisiera desaparecer.

—Señores Petersdorf, vamos a pasar a tomarles declaración. Usted se queda aquí conmigo y mi compañero irá con su marido a otro despacho.

Una hora más tarde, Holger Petersdorf recogía a su mujer, que salía algo tambaleante del despacho. Cornelia la despidió en la puerta:

—Señora Petersdorf, será mejor que se busque un abogado. Vamos a presentar cargos contra usted por amenazas.

Se alejaron por el pasillo. Reiner los acompañó hasta el ascensor. Cuando regresó, Cornelia estaba abriendo las ventanas de par en par.

—¿Por el perfume de ella?

—Por el hedor a cobardía que han dejado.

—Pero ésta no ha sido, ¿verdad?

—Lo dudo —dijo Cornelia.

—Ha reconocido como suyos dos de los anónimos. ¿Y los otros cuatro? ¿Y el paquete-bomba?

—¿Ha llegado algo de la Oficina Federal de Investigación Criminal?

—Edelstein sigue de baja. Me han dicho que tal vez se reincorpore mañana.

—¿Cómo puede…?

—Lo sé, lo sé —la interrumpió Reiner antes de que arrancara con su habitual diatriba cada vez que tropezaban con los problemas derivados de la falta endémica de personal—. Pero podemos empezar por aceptar la declaración de Petersdorf de que los cuatro últimos anónimos no los escribió ella.

Por la noche habían quedado para cenar con sus respectivas parejas. Cornelia y Reiner fueron juntos directamente de la Jefatura al local, un restaurante griego en Bockenheim, que él había escogido.

Mientras esperaban tomando unas cervezas, recapitulaban la entrevista con Petersdorf.

—Siempre hay que buscarle a las cosas la parte positiva, Reiner. ¿Qué hemos aprendido hoy, queridos niños? Que del mismo modo en que tenemos que escuchar a veces a extranjeros quejándose de que hay demasiados extranjeros en Alemania, otro día tenemos que oír cómo una mujer nos insulta por ser mujeres y trabajar.

Dio un trago a la cerveza.

—Nuestro trabajo es una fuente perenne de alegrías. Después se extrañan que haya tantos policías con problemas psíquicos, de drogas o de alcohol.

Vio la mirada que Reiner dirigía a su botella de cerveza.

—Yo empiezo hoy.

Quiso tomar otro trago, pero como no era fácil mirar a su compañero y acertar con el morro de la botella en la boca, un hilito de líquido le cayó desde la comisura izquierda cuello abajo hasta llegar a la blusa.

—¡Pero si no sabes beber!

Al oír ese comentario, Cornelia le lanzó una mirada maligna que él aguantó con estoicismo y que se apagó con rapidez; alrededor de sus ojos empezaron a formarse pequeñas arrugas, los cerró después al empezar a reír.

Jan llegó poco después. Como no se besaron, no pudo notar el olor de cerveza en el cuello y en la ropa de Cornelia.

Se sentó a su lado después de saludar a Reiner. Sandra, su mujer, apareció unos minutos más tarde. Su vientre abombado recibió las felicitaciones de ambos. Al siempre atento Reiner Fischer no se le escapó, sin embargo, que después de un extraño intercambio de miradas entre Cornelia y su marido, no se miraron apenas durante toda la cena.