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¿A qué está jugando, comisaria?

Regresó con precipitación al despacho donde había dejado a Reiner trabajando.

Él la esperaba y empezó a hablar no bien ella entró en el despacho.

—Le he seguido un poco más el rastro a Maximilian Wagenknecht. Parece que es una especie de Atila, quien trabaja con él queda tan quemado que la gente le dura como mucho un año; los exprime como limones y después los tira. ¿Sabes quién trabajó con él también? Georg Polegato. Sperber lo fichó para Baumgard & Holder cuando buscaba desesperadamente cómo salir del equipo de Wagenknecht. Hablé con Polegato y me dio a entender que la guerra entre Sperber y su antiguo pupilo ni mucho menos había acabado y, por lo visto, Sperber ya había fichado a dos del equipo de Wagenknecht para su reestructuración de Baumgard & Holder… ¿Qué te sucede? No me estás escuchando.

La respuesta que obtuvo Fischer fue más bien críptica.

—¿Y si Juncker tenía razón?

—¿En qué?

—Al detener a Gerwing.

—¿Por qué piensas eso ahora?

—La claustrofobia. Sólo quienes lo conocían íntimamente estaban al tanto de esa debilidad que él no se había permitido manifestar, como ninguna de sus otras debilidades. Es asombroso el éxito con que lo había ocultado a todo el mundo, hasta el punto de que en realidad sus conocidos ni siquiera lo sospechaban.

—Bueno, eso nos lo contó el propio Gerwing.

—Y que sólo se podía permitir evitar el pánico cuando nadie lo veía. Por eso no tomó el ascensor en el aparcamiento, sino que usó la escalera.

—Quizás el asesino lo siguió hasta allí y aprovechó la oportunidad.

—O tal vez sabía que ésa iba a ser su oportunidad, porque a esa hora, y estando solo, Sperber bajaría a pie los cinco pisos en un aparcamiento vacío y apenas vigilado. El asesino lo sabía. El asesino tenía que ser alguien que lo conociera muy bien. Alguien como Gerwing. ¿Y si realmente fue Gerwing?

—Juncker no encontró nada concreto que lo pudiera incriminar, Cornelia, por eso lo soltaron.

No le había contado tampoco a Reiner su llamada a Lohmeier.

—Pero reunió suficientes indicios para obtener una orden de detención provisional. Encontró un motivo, los celos; la oportunidad…

—¿Por qué crees que Gerwing tuvo la oportunidad?

—Porque anduvo tras él toda la noche. Por lo que nos contó el tipo que se fue con Sperber, ese Martelli o Tomasevic, Gerwing sabía a la perfección por dónde buscarlo. Incluso él mismo nos lo dio a entender cuando lo interrogamos.

—Nunca lo interrogamos, sólo hablamos con él. No te desorientes.

—Está bien. Pero pongamos que en algún momento Gerwing dio con él y se fueron juntos en el coche hasta el aparcamiento. Ante Gerwing, Sperber no tenía que disimular, bajaron por la escalera y allí lo atacó.

—Dos objeciones. La primera se refiere a algo que, sea quien sea el asesino, seguimos sin tener claro. ¿Qué hacía a esa hora en el centro?

—Querría resolver algo en la agencia, por ejemplo.

—¿Y metió el coche en el aparcamiento? A esa hora podía aparcar más cerca.

—La costumbre —replicó ella—. ¿No se te olvidó dos veces en una visita a la agencia que queríamos ir al otro aparcamiento? Además, Sperber tenía un coche muy llamativo y no iba a dejarlo en cualquier lugar. ¿La segunda?

—¿No te extrañarías si me vieras aparecer con un bate de béisbol?

Cornelia se mordió los labios. Era una buena objeción. Pero de momento la única para la que no tenía respuesta.

—Seguro que tiene una explicación —dijo ignorando la cara de sorna de su compañero—. Son demasiadas cosas las que encajan. Por ejemplo, que estaba al tanto de todo lo que sucedía en la agencia.

—Eso también lo sabía Juncker.

—Vale, vale. —Reaccionaba a las objeciones de Fischer como si se trataran de las vueltas de una mosca molesta.

—Tú misma dijiste que este asesinato no tiene el perfil de un crimen pasional.

—Recuerda que también es posible que lo de los anónimos no sea obra del asesino, sino que, dado que tenía esta información sobre los sucesos en la agencia, aprovechara la oportunidad. Ahí es donde me he equivocado todo el tiempo. Un crimen pasional no es sinónimo de un arrebato de segundos. Una fase de enajenación puede durar horas, días, semanas incluso. La venganza se alimenta muchas veces de la espera.

—Venganza —repitió Fischer.

—Así lo sugieren el ensañamiento con la víctima, la humillación posterior.

—Sería una venganza planeada con bastante antelación si tenemos en cuenta todos los preámbulos.

—No tanta como la del Conde de Montecristo —dijo Cornelia.

—Sólo conozco las versiones en película. Es realmente una buena historia.

—A mí también me gustan las historias de venganzas. Aunque me cuesta creer que se trate de un asesinato pasional después de estar convencida de que tiene que ver con la agencia.

Reiner empezaba a mostrarse menos escéptico.

—Pongamos que tienes razón, estamos en realidad en el mismo punto en el que se encontraba Juncker. Sólo que él pensaba que el asesino lo planeó al completo y tú piensas que lo que hizo fue aprovechar una oportunidad.

—No, te equivocas. Estamos un poco más adelante porque sabemos que el asesino tenía que conocer muy bien a la víctima…

—En caso de que tu teoría sobre la claustrofobia sea cierta —la interrumpió Fischer, pero ella no estaba dispuesta a desviarse demasiado del curso que había tomado.

—Espera.

Llamó a la agencia. Habló con Baumgard y Hase, las dos personas que en los últimos meses más contacto habían tenido con Sperber. Les preguntó si sabían de la claustrofobia que sufría Sperber. Ambos se mostraron muy sorprendidos.

—Cuando tuvimos un proyecto con uno de los grandes bancos, subimos no sabría decir cuántas veces a los rascacielos; hemos organizado un par de recepciones en los pisos altos de la torre de la Feria. Idea de Johannes —le contó Baumgard—. Nunca aprecié nada.

Algo parecido le dijo Bárbara Hase. Su última llamada a la agencia fue a Katja Bamberger, que parecía haber observado con especial agudeza a sus compañeros, pero de esto tampoco sabía nada. Sperber había mantenido la fachada de una forma magistral.

Así se lo contó a Reiner Fischer, que había esperado atento el resultado de sus llamadas.

—¿Qué piensas hacer ahora? ¿No irás a pedir otra orden de detención contra él?

—¿Por qué no iba a hacerlo? Existe la posibilidad de que se dé a la fuga.

—¿Y por qué no lo ha hecho hasta ahora?

—Porque después de salir en libertad puede que se sienta seguro, pero pronto caerá en la cuenta de que podemos encontrar pruebas contra él.

—Cornelia, no quisiera ser agorero, pero ¿te imaginas lo que va a pensar Ockenfeld cuando se entere de que quieres volver a poner a Gerwing en la lista de sospechosos?

Movió la cabeza para decirle que sí.

—¿Eres consciente de que si pides esa orden que le costó la cabeza a Juncker podrían interpretar tu actuación como un refinado movimiento estratégico para deshacerse de un colega incómodo? Si dices que podrías aportar más pruebas, pensarán que antes no cooperaste con él para hundirlo. Lo van a ver como un acto de revanchismo.

—Ya lo han hecho de todos modos, Reiner.

—Pero ahora no tienen argumentos; si pides la orden, se los darás, y una vez un rumor así empieza a rodar por el mundo, ya no lo puedes detener. Cuanto más digas para defender tu inocencia, menos te creerán.

—Yo no tengo que defender ninguna inocencia. Se ha dado así.

—A mí, desde luego, no tienes que convencerme. Estoy poniéndome en la cabeza de otros.

Lo que iba a pasar por la cabeza de esos otros no le gustaba nada, la asustaba incluso.

—Quizá deberíamos esperar a tener más pruebas —propuso Reiner.

—No me parece consecuente —fue la respuesta e incluso ella misma notó que a su voz le había faltado fuerza.

Pero no convicción. Creía en su hipótesis. No podía permitir que una especie de miedo al qué dirán la echara atrás.

—Pongamos que sea así, pero con el argumento de que la claustrofobia de Sperber sólo la podía conocer alguien muy íntimo no vas a conseguir una nueva orden de detención.

—En realidad tampoco quiero ir tan lejos. Me bastaría con obtener una nueva orden de registro de la casa de Gerwing y un permiso de vigilancia.

—¿Con todas las consecuencias?

Asintió.

Dio la conversación por terminada escondiéndose detrás de la pantalla del ordenador. Empezó a redactar la petición. Cada línea le costaba un esfuerzo para superar el desasosiego que le ocasionaba pensar en las repercusiones de lo que se disponía a hacer. Veía la cara de Ockenfeld, oía cómo chasqueaba la lengua: «Esperaba más de usted, señora Weber»; imaginaba la voz agria de la juez, las murmuraciones de los compañeros… Estaba sudando. «Huelo a miedo.» ¿Y si se equivocaba? Si Gerwing era inocente, una nueva acusación sería una crueldad innecesaria. Si Gerwing era inocente, Juncker se habría simplemente equivocado, ella quedaría para siempre estigmatizada como la colega desleal y oportunista. Si Gerwing era inocente, estaba acabada.

Una hora más tarde ya había enviado la solicitud a la fiscalía. No había transcurrido una hora más y le llegó una llamada de la juez Lohmeier.

—¿A qué están jugando? —fue el saludo.

El resto de la conversación no fue mucho más cordial. Le repitió todos sus argumentos, a los que la juez respondió con gruñidos seguidos de un «¿qué más?».

—Eso es todo. ¿Acepta extender la orden de registro? —dijo la comisaria tras su último punto.

—Lo pensaré —respondió Lohmeier—. Mañana se lo digo.

De nada sirvieron las objeciones de Cornelia, aparte de costarle una advertencia.

—No se precipite ni emprenda acciones que puedan deteriorar más este caso.

Colgó.

¿Deteriorar? No lo entendió y prefirió que fuera así.

—¿Qué harás ahora? —Reiner había escuchado la conversación.

—No sé. Quizá me vaya a casa.

—¿No te habían invitado al homenaje de Sperber?

—No tengo ganas de fiestas.

—Después de tragarte todos esos sapos y culebras con Lohmeier, quizá deberías hacer algo un poco agradable.

—No sé si ir a esta fiesta será algo agradable.

—¿Por qué no? Además, vas con Leopold. No estarás sola.

Pensó que no sería mala idea, pero por otra razón.

—Me imagino que también estará Gerwing. Si me lo encuentro en una fiesta a la que ambos estamos invitados, no puede sentirse vigilado ni nadie puede decir de mí que lo estaba controlando.

—Eso será un efecto colateral. Pero lo mejor es que te pongas elegante y te olvides, aunque sólo sea por un par de horas, de que eres poli.

—¿Tú lo consigues?

—Cada día me resulta más fácil.

—A mí cada día me cuesta más.