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Thomas, el gnomo

«Hay que ser tarada».

Sentada en el coche, Cornelia maldecía a solas la idea genial de acercarse esa mañana a Wiesbaden para hablar personalmente con uno de los peritos lingüísticos de la policía científica de la Oficina Federal de Investigación Criminal que analizaba los anónimos.

Oyó en su cabeza a Reiner Fischer diciéndole: «Esto te pasa por querer escurrir el bulto, porque así vienes más tarde a Jefatura». Cierto. Desde hacía un tiempo, constató, la voz de su conciencia era muchas veces la de Reiner. ¿Eran imaginaciones suyas o desde que su compañero doblaba la vocecita insidiosa de sus conversaciones mentales ésta solía tener razón con más frecuencia que antes?

La A 66 de Fráncfort a Wiesbaden era un marasmo. Los cuarenta minutos que había calculado se iban a convertir en una hora y media. Y eso con suerte. La radio había anunciado cinco kilómetros de atasco debido a un accidente y todavía no se había abierto ningún carril adicional. Llamó a Thomas Edelstein, el perito lingüista con quien estaba citada.

—Si lo llego a saber podríamos habernos citado en Fráncfort. Yo vivo en Obertshausen y me viene de paso y usted se hubiera ahorrado el viajecito. La A 66 ya es un infierno sin accidentes.

—Para la próxima vez.

—Si siempre me manda material tan interesante, cuando quiera.

—No me deje en ascuas, Edelstein. ¿Por qué no me adelanta algo?

—Bueno, pero sólo porque es usted.

—Así me entretengo un poco en el atasco.

—Entretenido lo es. De entrada le puedo decir que lo que el autor o los autores de estas cartas saben de chantajes, lo saben de la tele. Hacía mucho tiempo que no tenía en las manos anónimos escritos con recortes de prensa. Son casi leyendas urbanas, porque algunos compañeros nunca han trabajado con un anónimo escrito así. Un clásico, vaya. Y ahora, de pronto, dos. Soy la envidia del departamento.

Edelstein rió. Tenía una de las risas más contagiosas que conocía y ahora ella podía comprobar que funcionaba incluso por teléfono. No sabía muy bien de qué se reía, pero era irrefrenable. Cuando ambos consiguieron controlarse, Edelstein siguió con su informe.

—Estamos averiguando de qué publicaciones han salido los recortes. A simple vista diría que se trata de periódicos y revistas corrientes. Pero es sólo mi impresión, hay que esperar a que los colegas del laboratorio tengan los análisis antes de dar una opinión al respecto.

—¿Y los dos escritos?

—Papel común. Tipografía común también: Arial, dieciocho puntos.

Un bocinazo la avisó de que la cola empezaba a moverse.

—Tengo que dejarle, Edelstein. Esto avanza. Seguimos cuando llegue.

Cornelia Weber debía de ser la única persona en los cinco kilómetros de atasco que no se alegró de que empezara a diluirse. Entrar en la ciudad aún le costó una hora más. Al principio, a base de avanzar unos metros y detenerse de nuevo, siempre con la tentación de volver a llamar de nuevo al perito y sacar un poco más de información. Pero el tránsito se hizo cada vez más fluido hasta que rodó con normalidad.

«Sois todos unos payasos», decía el primero de los anónimos que había llegado. ¿A quién se refería ese «todos»? ¿A los miembros de la agencia? ¿A los que aparecían en los spots? ¿A los publicitarios en general? «Sois todos unos payasos».

Cuando recibió la primera carta, Bárbara Hase pensó que era una bromita de mal gusto. Una carta en el más puro estilo de los anónimos que se ven en las películas: letras recortadas de periódicos y revistas. La asistente de Baumgard, como buena aficionada a las series policíacas de la televisión, la miró a contraluz. Pero ya nadie escribe anónimos usando papel de hoteles de lujo con el logotipo en las aguas. En realidad ya nadie escribe ningún tipo de carta desde los hoteles, tengan o no papel para ello y aunque éste muestre las estrellas en relieve nacarado o en el simple azul oscuro baratito pero elegante de la copistería de la esquina. Tampoco se escriben anónimos con máquinas de escribir en las que la «e» está merecidamente gastada o a la «g» le falta una curva en el ojal o el asta de la «t» es irregular. Ahora todo el mundo sabe que hay que usar guantes, papel común, cola común, etiquetas impresas en una impresora común y enviar la carta dentro de un sobre común, de auto-pegado, igual que los sellos. Nada de darle dos lametones resentidos antes de meter la carta en un buzón a ser posible en el centro de la ciudad. Cuando alguien se ha tomado el tiempo para recortar las veinte letras que se necesita para escribir «Sois todos unos payasos», no comete ninguno de esos errores. ¿O quizá sí?

En el caso del primer anónimo, no lo llegarían a saber nunca, pensó Cornelia Weber, porque Bárbara Hase, después de mirar la carta a contraluz, comprobar la calidad del papel, 8o gramos, blanco estándar, la había dejado sobre la mesa. Media hora después la cubrió con una de las solicitudes de empleo como redactor que llegaban regularmente a la agencia. Dos horas después, archivó la solicitud y la sustituyó por una taza de café, por las paredes de la cual se deslizaron varias gotas de capuchino, que se sintieron atraídas por la «s» mayúscula que encabezaba la única frase de ese primer anónimo. Esas gotas se fundieron con la letra y se extendieron en una mancha que enmarcaba el rectángulo de papel de periódico, recortado del Frankfurter Allgemeine Zeitung, eso lo reconoció ella a primera vista. Un cerco más oscuro y otros dos más claros mostraban el recorrido posterior de la taza.

Sólo cuando llegó el segundo anónimo, Bárbara Hase recordó ese papel más bien absurdo y lo encontró todavía en el escritorio. Lo había conservado por casualidad, porque había navegado en las olas de papeles que subían y bajaban en su mesa. Con los dos anónimos metidos en fundas de plástico se había dirigido al despacho de su jefe.

Cinco en total habían llegado antes de que la empresa decidiera, tras la bomba, avisar a la policía.

Edelstein la recibió en su despacho de la Oficina Federal de Investigación Criminal.

—Mientras la esperaba le he preparado un informe provisional con todo lo que hemos averiguado.

Thomas Edelstein tendría escasos treinta años, pero su cuerpo magro y los rasgos de gnomo lo hacían mayor, sin que se pudiera decir cuál era su edad concreta. Llevaba una camisa blanca que hacía que la revuelta cabellera rojiza pareciera encendida.

—El peritaje no está listo todavía. Se lo tendré en un par de días. Pero ya le puedo decir que lo que he extraído tanto de los textos hechos con recortes como de los impresos es que son sospechosamente coherentes.

—¿En qué sentido?

—Como dijo una vez una colega muy experimentada, la lengua es un material moldeable y algunos dejan en ella huellas como las de un tractor sobre la nieve fresca.

—¿Y cómo son las huellas en este texto?

—Eso es lo sorprendente, son coherentes en extremo. Normalmente los chantajistas intentan esconder su forma de escribir. Un truco muy común es introducir faltas como si el texto lo hubiera escrito un extranjero. Después, meten la pata escribiendo sin errores alguna palabra dificilísima. Otros quieren hablar con finura, y se les escapa alguna expresión brutalmente coloquial. Como cuando alguien escribe «Nos pondremos con presteza en contacto con usted de nuevo para indicarle dónde tiene que depositar la pasta». En estos textos no pasa, son de una coherencia tan patente que oscilo entre creer que de verdad el autor es un ignorante racista y homófobo o bien es alguien que se hace pasar a la perfección por un ignorante racista y homófobo. En este último caso, podemos estar seguros de que esa persona no ha dejado nada al azar, lo que hace improbable que haya dejado alguna marca que la pueda identificar. Pero esto lo sabremos cuando llegue el informe del laboratorio. Lo que sí es cierto es que la concisión no es su fuerte. Son algo largos estos anónimos. Eso es una ventaja para nosotros, porque tenemos más material para analizar que cuando alguien escribe «Vas a morir, cerdo».

—En el otro caso, si fuera alguien, digamos, menos culto, no creo que dejara tranquilamente su rastro. Hoy en día, la gente sabe más de estas cosas.

—También es verdad. Gracias a las series policíacas han aumentado los conocimientos criminalísticos de los ciudadanos. También los de los criminales. ¿Por qué no iban a mirar éstos películas de policías? Algunos incluso presumen de cuánto saben.

Buscó en el ordenador. Todos los textos de este tipo llegados a manos de la policía desde 1989 estaban guardados en un banco de datos. Thomas Edelstein tecleó rápidamente un par de parámetros y le indicó el texto que aparecía en la pantalla.

—Aquí el chantajista alardea de su «profesionalidad».

En el texto se leía: «He cambiado la forma de escribir. El papel es del supermercado. La máquina de escribir la compré en otra ciudad. El sobre es de auto-pegado. El sello lo he mojado con agua. No he enviado la carta desde donde vivo. No he dejado ningún rastro».

—¿Sabe lo mejor de este caso? Que escribió el sobre de puño y letra.

La risa de Edelstein se oyó por toda la planta.