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¿Cuál es su comisario preferido?

Llegó al mediodía a Baumgard & Holder. Había decidido hablar con los publicistas en la misma agencia. Hacerlos comparecer en la Jefatura le parecía tan alarmista como innecesario.

Katja Bamberger le había preparado, como había prometido, un escritorio en su despacho. La mesa estaba completamente vacía. Ni un papel, ni siquiera un bolígrafo sobre la superficie de madera clara. ¿Cuándo había visto un escritorio así por última vez? Ella se esforzaba por ser ordenada, reconocía que a veces de forma casi maniática, pero el trabajo es movimiento y, por consiguiente, entropía.

En cuanto Bamberger la invitó a acomodarse, dejó sus papeles sobre la mesa, colgó el bolso del respaldo de la silla, sacó el móvil, otro bloc de notas y un par de bolígrafos. El horror vacui había sido superado. En menos de un minuto había tomado posesión de esos centímetros cuadrados. Así es cuando se trabaja. Justo como no era la mesa de Sebastian Baumgard.

Se volvió hacia Bamberger y la sorprendió observándola. Aprovechó su ligero desconcierto.

—¿Sebastian Baumgard se hace realmente cargo de la agencia?

Bamberger no vaciló al responder.

—Cada vez menos.

Cornelia no dijo nada, se limitó a mirarla esperando que siguiera.

—En un par de meses quiere volver a la investigación.

—¿Qué investiga?

—Bueno, antes de hacerse cargo de la agencia, el señor Baumgard fue profesor en la Universidad de Colonia, creo, aunque no estoy segura del todo. Eso fue antes de que yo entrara aquí. Cuando Renate Baumgard murió, él, que ya estaba algo harto de la universidad, decidió ponerse al frente de la empresa.

—¿Y Holder?

—Holder no existe. Mejor dicho, Holder era también ella. Era su apellido de soltera. Cuando fundó la agencia pensó que los futuros clientes confiarían más en la empresa si tenían la impresión de que Renate Baumgard no estaba sola en ello y pensó, con acierto, que todos tenderían a creer que detrás del apellido Holder se encontraba un hombre. Eso los convencía de la solidez de la agencia. Eran otros tiempos. ¿Hay muchas mujeres en la policía?

—Creo que somos un veinte por ciento.

—¿Mandos?

—Menos. Pero volvamos a Baumgard. ¿Lo he entendido bien? ¿Se va a retirar de la empresa?

—En buena parte. Seguirá siendo el dueño, pero la dirección la asumirá Johannes Sperber, a quien ya ha hecho también socio.

—Sperber es relativamente joven.

—Cuarenta y cinco años.

—Parece tener diez menos.

—Aquí todo el mundo parece o quiere parecer mucho más joven de lo que es. Pero aquí con cuarenta se es viejo.

Callaron.

«Como se disculpe, la asesino», pensó Cornelia. Pero Bamberger se limitó a un par de movimientos más bien torpes fingiendo buscar algo en su escritorio. Ella abrió una de sus carpetas.

Pronto sería la hora de comer. Se alegró de la posibilidad de hacerlo en alguno de los numerosos locales en la Freßgasse. Sí, ese asunto tenía muchos aspectos positivos. De excelente humor, Cornelia se enfrascó en la lectura del informe de Thomas Edelstein y del resto de la información que le había proporcionado Baumgard.

A la media hora la distrajo la sensación de haber sido observada todo el tiempo. Se volvió hacia la publicitaria.

—Señora Bamberger, ¿se ha dado usted cuenta de que lleva rato mirándome?

Pocas veces había visto enrojecer a alguien a esa velocidad.

—Es que es la primera vez que conozco a una comisaría de policía.

—Y yo no conocía a nadie de la publicidad.

Respondió por cortesía, sabiendo que la fascinación o la curiosidad no eran recíprocas.

—Me encantan las novelas policíacas y cada domingo a las ocho y cuarto me planto delante del televisor a ver Tatort. ¿Lo mira también?

—A veces.

—¿Cuáles son sus comisarios preferidos?

Estuvo a punto de pillarla. Hacía varios meses que no veía la serie. Aunque a veces le hacía gracia, era como llevarse trabajo a casa. ¿Les gustan a los médicos las series de hospitales? No. Se ponen nerviosos al ver las barbaridades que les cuelan a los espectadores.

Tenía que salir del paso y decir algo.

—Laitmayr y Batic.

—Los de Múnich. A mí también me encantan. ¿Le gustan los dos de Fráncfort?

—Sólo los he visto una vez. Pero estaban bien.

«Quizás algo melancólicos», pensó.

—Algo melancólicos, ¿no? —dijo Bamberger.

Cornelia sonrió ante esa coincidencia. Katja Bamberger le devolvió la sonrisa algo insegura.

—¿He dicho alguna tontería?

—No, no —se apresuró a rectificar—. Me acordé de un compañero forense que siempre se enfada por las burradas que salen en las series de televisión. Sobre todo cuando se trata de cuestiones técnicas.

—Es normal. De lo que se trata es de contar una buena historia y si para ello hay que sacrificar la veracidad por la intriga y la tensión, se hace.

—Sí, supongo que sí.

Katja Bamberger respiró hondamente, antes de soltar la frase que debía de tener en la punta de la lengua desde hacía un par de horas.

—Si quiere, le hago de cicerone por la agencia.

—Es que no querría molestarla más. Ya le he invadido el despacho.

—Por el espacio no se preocupe, hay de sobra. Además, fue mi idea. Y por el tiempo, tampoco. Puede disponer del mío. Como de todos modos tengo un hueco…

Cornelia pensó que sería su forma, algo torpe, de decirle que no era molestia, como cuando su madre les decía a los invitados que se acabaran la comida «porque si no habrá que tirarla».

Imaginó que ese «hueco» tendría una relación con el «eventual» que recordaba de la conversación en la sala de reuniones y con el tono de sarcasmo reprimido que había acompañado todas sus intervenciones.

—Un hueco, ¿cómo es eso?

—Mi proyecto, bueno, la propuesta en la que yo participaba, digamos, no fue el elegido en el pitch interno. Y los otros proyectos en los que trabajo no son muy urgentes.

Tenía muchas preguntas y era la hora de comer. Bamberger le ofrecía su ayuda, pero no tenía por qué ser así, en seco, en ayunas.

—¿Le apetecería comer conmigo? Ya que es usted tan amable de orientarme en este campo, me gustaría invitarla.

Bamberger casi saltó de alegría al escuchar la propuesta.

Su modo de aceptarla correspondía a un tipo de humor algo desconcertante que ya había apreciado en la reunión con el grupo de publicitarios.

—Entonces, ¿me puedo considerar algo así como su confidente?

¿Qué le iba a decir? A pesar de esas salidas algo excéntricas, Katja Bamberger empezaba a caerle bien. Tenía algo gamberro, juguetón, que le parecía divertido.

—Dejémoslo en cicerone —dijo sonriendo—. Lo de confidente suena muy barriobajero.

—Además, a mí no tendrá que sacudirme o que pagarme para que cante.

Cornelia fingió escandalizarse ante esa imagen tan de novela negra. Pero durante todo el trayecto hasta un restaurante italiano que había propuesto Bamberger sintió sobre su cabeza el peso de un sombrero imaginario. Gris. Como los de los detectives de las películas.

Pidieron la comida antes de reanudar la conversación en el mismo punto en el que la habían dejado en la agencia.

—¿Qué es un pitch interno?

—Para decidir qué proyecto presentaba Baumgard & Holder al ayuntamiento, se convocó un concurso interno de ideas. Y mi propuesta, es decir, la propuesta en la que yo participaba, no resultó ganadora.

Ignorando todas las alusiones más que evidentes de que la idea era suya y sólo suya, Cornelia concentró la atención en entender el funcionamiento interno de la agencia.

—¿Cuántas propuestas hubo?

—Tres. Ganó la de Georg Polegato y Ralf Höffner.

Höffner también estaba en la sala, pero aparte de presentarse como redactor, apenas había articulado un par de palabras. Como era el único hombre, aparte de Sebastian Baumgard, que llevaba traje y corbata, al principio había pensado que ocupaba también una posición directiva en la agencia.

—¿Quiénes estaban al frente de las otras dos propuestas?

—Yo, que la presenté junto con Daniel Rost, y la otra era de Andreas Wallau y Monika Achmann como redactora.

—¿Sabe si ha regresado la señora Achmann?

—Sigue enferma.

Bamberger lo dijo de una forma que le pedía que siguiera preguntando.

—¿Desde cuándo?

—Un día después del pitch interno.

—¿Quiere decir que le afectó tanto que su proyecto no fuera elegido?

—Verá, Monika es la más joven de la agencia y también la más nueva. Lleva apenas medio año trabajando como redactora y después de su genial entrada estaba esperando el momento de mostrar su valía con un proyecto importante.

—¿A qué se refiere con «genial»?

—A que Monika Achmann tiene ese algo. Chispa. Ya viendo su solicitud de empleo se notaba que era diferente, original.

La idea de una solicitud de trabajo original tenía que despertar por fuerza la curiosidad de una funcionaría de policía.

—¿Cómo era?

—En lugar de mandar el clásico currículo con foto, lo mandó sin ella. En un sobrecito aparte venía su fotografía en forma de puzzle. En la parte posterior de cada pieza había escrito palabras clave que definían su perfil. Eso ya llamó poderosamente la atención de los directores creativos. Así que la invitaron a una entrevista, y Baumgard y Sperber quedaron tan impresionados que le ofrecieron enseguida un puesto de redactora júnior. Eso es algo peligroso.

—¿Por qué?

—Alguien con estudios de filología germánica que entra de forma directa en la agencia, sin período de prácticas en medio, tiene que encontrar pronto la posibilidad de demostrar que es realmente buena. Un valor no asentado se devalúa con mucha rapidez en este mundo. Una vez tienes un nombre ya puedes, como en todas partes, sacarle partido, pero antes hay que marcar el territorio.

—Y el proyecto para la ciudad de Fráncfort hubiera sido perfecto.

—Ideal. Monika estaba dispuesta a mostrar todo lo que podía salir de esa cabeza genial. La mayor sorpresa fue que no tuvo que buscarse un equipo, porque Andreas Wallau, el director artístico, le pidió que fuera su redactora. Monika no podía creerlo: Wallau, miembro del Club de Directores Artísticos de Alemania, premiado en los Cannes Lions, premio Clío, y qué sé yo… Una oportunidad de oro, le pareció.

—Tal como usted lo dice, parece que se equivocaba.

—Monika es demasiado nueva en esto para darse cuenta de ciertos hechos. Estaba tan deslumbrada por el nombre, las marcas, las fotos de campañas famosas, que no prestó atención a las fechas de los premios. El más reciente tenía diez años. Una eternidad en el mundo de la publicidad.

Miró a Cornelia para cerciorarse de que captaba el alcance de lo que había dicho. Respiraba con cierta agitación.

—Quizá ya se diera cuenta mientras trabajaban juntos, pero me da la impresión de que no abrió los ojos hasta que se supo que la elegida había sido la propuesta de Polegato y Höffner. Nos lo notificaron en una reunión a la que convocaron a los tres equipos y Baumgard y, sobre todo, Sperber analizaron las tres propuestas. Todas recibieron elogios y todas recibieron críticas. Así es siempre y le aseguro que las críticas no vienen envueltas en algodones. No hay tiempo para estos miramientos. Ya ahí se le notó la falta de experiencia, porque tras cada comentario negativo se tensaba más y más. Cuando se lleva algo de tiempo en esto, se aprende a sobrellevar las críticas de una manera más relajada, la mayor parte de nuestras propuestas acaban en la papelera. Al final, Sperber recurrió al tópico de «la decisión ha sido muy difícil, quizás una de las más difíciles que recuerdo y bla, bla, bla» y anunció que tomaríamos el concepto de Polegato y Höffner. Entonces felicitamos a los compañeros y ahora trabajamos todos para sacar el proyecto adelante.

—Tiene que ser difícil, ¿no?

—Es duro dar la enhorabuena pocos segundos después de saber que has perdido, pero así son las reglas de la cortesía.

—¿Cómo reaccionó ella?

—De una manera muy poco natural. Con una alegría exagerada por los ganadores, como si su mayor deseo hubiera sido precisamente que ganaran Polegato y Höffner… No hay quien se lo crea.

No, ella tampoco lo creía, pero lo entendía. Era una reacción que había visto varias veces en perdedores. En perdedores de finales. De finales públicas, a decir verdad. Cuando uno sabe y siente que todas las miradas están fijas en la reacción mostrada. Miradas inquisitivas que acechan los indicios de un mal perdedor. ¿Has visto qué cara se le ha puesto? Mira, qué sonrisa más forzada. Cómo aprieta los puños, pobre, y cómo llora.

Sólo un desmesurado sentido del ridículo, y de eso entiende alguien que es medio española, puede llevar a sonreír de oreja a oreja al oír que se ha perdido. Justo lo que le estaba contando Bamberger que hizo Monika Achmann.

—Y al día siguiente se puso enferma.

Después de comer regresaron a la agencia. Al entrar, Cornelia se encontró frente a los ojos asustados de la recepcionista. Katja Bamberger no lo notó y se dirigió al despacho. Cornelia se detuvo y se dirigió al mostrador.

—Señora Lose, cada vez que me ve da un respingo.

La recepcionista, una mujer en la veintena, muy delgada, con el pelo rubio corto y unas gafas de pasta rojas, le respondió con la mirada baja.

—Es que cada vez me acuerdo del susto.

—Me hago cargo. Tuvo que ser un shock.

—Lo fue.

Silvia Lose miró a ambos lados para cerciorarse de que no hubiera nadie en la recepción; después dijo en un susurro:

—Me oriné encima.

—No tiene por qué avergonzarse. Ante situaciones así, estas cosas les pasan incluso a policías avezados.

La mujer pareció encontrar algo de alivio en esas palabras.

—Incluso cosas peores —añadió Cornelia.

—Oh. Entiendo.

Lo demostró con un movimiento comprensivo de la cabeza al que siguió una amplia sonrisa.

—¿Le puedo hacer un par de preguntas, señora Lose?

—Por supuesto.

—¿Por qué abrió usted el paquete?

—Porque no iba dirigido a nadie en concreto. Normalmente nos suben el correo y yo lo voy repartiendo en los casilleros. Si va dirigido a la agencia en general, lo abro y se lo paso a la persona correspondiente.

—¿Es normal que lleguen envíos que no vengan por correo?

—Recibimos muchas cosas por mensajero. Algunas veces los colaboradores externos nos envían algún material, fotos, gadgets, muestras… Por eso no me extraña cuando llega algo así.

Mientras hablaba con Silvia Lose notaba movimientos agitados a su espalda. Un hombre pasó dos veces y preguntó «¿Dónde está Katja?» cuando corría de derecha a izquierda y «¿Dónde está Achim?» al hacerlo en la dirección contraria. En ninguna de las dos ocasiones se detuvo a esperar respuesta, pero Lose, sin mirarlo, le indicó la dirección con un movimiento del brazo, como si fuera un mecanismo automático que se accionaba sin que ella tuviera que interrumpir lo que estuviera haciendo. En este caso, hablar con Cornelia, que le preguntaba:

—¿Y ese paquete?

—Lo depositaron al lado de la puerta. Pensé que el mensajero no habría encontrado el timbre o que yo no lo habría oído. Lo vi al pasar, lo entré y, como siempre, lo abrí. El resto ya lo sabe.

Recordó las fotos que mostraban la recepción tras la explosión. Ventajas de una agencia de publicidad, en cada despacho había por lo menos una cámara y ese día alguien con la presencia de ánimo para fotografiar el lugar antes incluso de que llegara la policía. Esas fotos mostraban que el efecto había sido calculado. Los anónimos, en cambio, habían llegado dirigidos a Sebastian Baumgard, de modo que los sobres los había abierto Bárbara Hase. Los anónimos eran para los ojos de Baumgard; el paquete estaba pensado para que lo abriera Silvia Lose. El autor, fuera quien fuera, tenía que conocer el funcionamiento de la agencia.

Se encaminó al despacho de Bamberger. Se quedó ante la puerta, dentro se oían voces y no quería interrumpir. Bamberger hablaba con un colega. La voz del hombre sonaba impostada, como la de un mal recitador de poemas.

—Las pastillas se disuelven por completo, incluso el envoltorio, y se tiene que transmitir lo orgullosos que estamos de ello. Se tiene que comunicar algo así como una predestinación, esa pastilla ha nacido para fundirse con el agua y entonces, cuando se une con su elemento natural, desarrolla su poder, su energía.

—Ralf, ¿estás hablando de una pastilla para el lavavajillas o de la cuarta parte de El señor de los anillos?

—Mira, con ese cinismo no vamos a llegar a ninguna parte. Si no vives el producto, no puedes…

—¿Se supone que tengo que vivir el producto? Oye, estamos haciendo anuncios de pastillas para lavaplatos. ¿Necesitamos usar la técnica del Actor’s Studio? Soy una pastilla soluble, ¿cómo me siento?

—Mira, esta mañana ya me he levantado bastante suicida y ahora sólo me faltas tú.

Oyó pasos que se dirigían a la puerta y Cornelia se apartó un poco y fingió leer el texto de unos anuncios de champú enmarcados en la pared de enfrente. El interlocutor de Bamberger salió enfadado del despacho. Era Ralf Höffner, el redactor silencioso de la reunión.

—¡Qué susceptible eres! —gritó ella desde el interior—. Saluda de mi parte a los chicos.

—Sí, igual alguno incluso se alegra.

El disimulo de Cornelia era innecesario, el publicista pasó por su lado sin reparar en ella y desapareció al final del pasillo.

—¿Puedo pasar? —preguntó para dar tiempo a Bamberger.

—Pues claro. No se sienta incómoda. Estos numeritos los monta Ralph un día sí y otro también. El pobre ha llegado tarde al mundo de la publicidad, él hubiera sido feliz en los tiempos en los que se «vivían» las campañas, cuando el responsable de una marca de cigarrillos se vestía de cowboy, caminaba por los pasillos con las piernas separadas y venía a trabajar con sombrero vaquero.

Bamberger le resultaba cada vez más simpática.

—Höffner parecía más tímido en la reunión del otro día.

—Le cuesta mucho hablar delante de más de dos personas, pero ante un teclado o con un bolígrafo en la mano es una fiera. Es una persona de la que se puede afirmar que no le gusta hablar, pero cuando escribe, se adora a sí mismo. Para formularlo de un modo positivo, un hombre de la palabra escrita. Si quiere que le cuente algo, pregúnteselo por escrito.

—Entonces será un buen redactor.

—Es bueno, sí. Excelente. Lleva un tiempo aquí y ha participado en algunas de las campañas más ambiciosas y con mayor éxito. Actualmente es el redactor estrella, pero, en mi opinión, le empieza a faltar brillo, últimamente a veces se echa de menos ese algo, esa chispa que hace que un trabajo sea especial. Tal vez esté sufriendo un bloqueo. Estas cosas pasan, la presión es enorme y no se puede ser siempre creativo de forma automática y cuando se lleva varios días durmiendo lo justo. Tenemos semanas de setenta horas en los cierres de proyectos.

Cornelia iba a preguntar para qué, pero no llegó a hacerlo. Su móvil estaba sonando. Era Fischer.

—¿Puedes venir a Jefatura? Aquí tenemos a una mujer que dice conocer a Ilinca Constantinescu.