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Pitch

Hacía dos días había recibido una llamada.

—Weber.

Se corrigió al recordar el frecuente reproche de su madre «no olvides el Tejedor, hija».

—Weber-Tejedor. ¿Diga?

—Hola, ¿te siguen interesando mis informaciones?

—Pues claro, Katja.

—Como no has llamado ni una vez desde el entierro…

—Entiéndelo, es que…

—No hace falta que me des explicaciones, me basta con ver que tienes mala conciencia. —Katja Bamberger había reído complacida—. Y ahora te cuento por qué te llamo. Este miércoles tenemos por fin el pitch en el ayuntamiento. ¡Lo hemos conseguido! Hemos logrado preparar todo y pasado mañana será el gran día.

—Os felicito.

Recordó el deseo de Markus Gerwing de que eso no se hiciera realidad, de que sin Sperber la agencia no saliera adelante. Si bien comprendía las razones de tal anhelo, se alegraba de que la predicción no se hubiera cumplido.

—Todavía no, que no hemos ganado.

—De todos modos hay que daros la enhorabuena. Sinceramente, no creía que pudierais superar el golpe de la muerte de Sperber.

—Cierto. Lo hemos logrado en parte gracias a la vieja guardia. A Andreas Wallau, que ha sido nuestro motor, a Baumgard, que vuelve a ser el director, y a Hase, que ha salido de su madriguera y se ha convertido en una luchadora. Hemos trabajado como posesos estos últimos días y el miércoles lo presentamos. Y por la tarde habrá una pequeña fiesta, pensada como homenaje a Johannes. Será en la galería de arte de Sarah Serfaty-Wallau, la mujer de Andreas. Si quieres venir, estás invitada.

Como la respuesta no llegaba de inmediato, Bamberger buscó argumentos para convencerla.

—Si dudas porque aún no habéis resuelto el caso, no te preocupes, que nadie te vendrá con preguntas impertinentes.

Dado que Bamberger no podía verla, la comisaria se puso la mano en la frente y empezó a mover la cabeza en un gesto de negación. ¿Cómo podía alguien tener esa enorme capacidad para estropear sus buenas intenciones con frases tan torpes? Casi le daban ganas de reírse, y en el esfuerzo por disimularlo sonó demasiado seca al responder:

—No sé si podré, pero si viniera, ¿podría traer a alguien?

En caso de que se presentara por allí, lo haría por razones de trabajo y no quería hacerlo sola.

—¿A tu marido? ¿Lo vamos a conocer por fin?

—No. A un amigo.

—Uy, uy, uy, señora comisaria.

—Es un colega, Katja.

—Pues aún más uy, uy, uy.

Se hizo un silencio. Cornelia notaba cómo le ardía la cara. Bamberger temió haber ido demasiado lejos.

—¿Me he vuelto a pasar, verdad? Perdona.

—No, no pasa nada. Sólo estoy muy estresada.

Se despidieron dejándose mutuamente incómodas, pero seguir hablando no hubiera conseguido reparar la conversación.

Cornelia, que había pensado inicialmente ir a la fiesta con Müller, se había apresurado a buscar a Reiner Fischer. Pero éste no estaba disponible.

—¿No te acuerdas? Sandra y yo vamos a ver el hospital donde tendrá los bebés y después tenemos sesión de gimnasia prenatal. Llévate a Leopold.

Eso tendría que hacer. Además, a Müller no lo conocían en la agencia, con lo cual podría pasar un poco más desapercibido que ella, a quien casi todos conocían.

Varias horas después de su desagradable conversación con la juez Lohmeier, estaba en su casa a punto de salir.

—¿Adónde vas tan puesta? —preguntó Jan al verla con un corto vestido negro sin mangas y zapatos de tacón.

—A la fiesta de Baumgard & Holder. Te lo dije ayer.

—Está bien. No era un reproche, es que lo había olvidado. Te queda bien este vestido.

Debería haberle quedado algo más ceñido, pero había perdido peso, como cada vez que tenía un caso difícil entre manos.

—¿Cuándo vuelves?

—No lo sé.

Se recogió el pelo en un moño. Suponía que sería más adecuado para una fiesta en una galería de arte. Con los brazos en alto, se asomó a la ventana del salón y vio que Leopold Müller ya la estaba esperando. Había aparcado el coche en la Friedbergerplatz y charlaba con una mujer que paseaba a dos perros pequeños. Espió sus movimientos, cómo se agachaba para acariciar a los perros, después seguía hablando con la mujer, que se reía quizá de algo que había dicho su compañero, porque éste se metió las manos en los bolsillos de los pantalones y se encogió un poco de hombros, un gesto que hacía cuando lograba hacer reír a sus interlocutores.

Se volvió sonriendo y se encontró a su marido mirándola desde el marco de la puerta.

—Entonces no te espero para cenar.

—No, mejor no —respondió sintiéndose culpable de no sabía qué.

A pesar de que temía que la respuesta pudiera impedirle marcharse tranquila, le preguntó:

—¿Te pasa algo?

—No, a mí no.

Le quería contar algo pero esperaba alguna muestra de interés por parte de ella. No lo tenía, pero se sentía obligada a seguir ese juego.

—Pero algo ha pasado.

—En el instituto.

Tenía que irse, la estaban esperando, pero Jan seguía apoyado en el marco de la puerta y esperaba que le siguiera tirando de la lengua.

—¿Alguna pelea de chicos?

—No. Ha sido con un invitado que ha venido a dar una conferencia.

Ya no tenía claro si de verdad había una historia detrás o sólo quería retenerla un momento más. Una pregunta más. Si no empezaba la historia, se marcharía y ya se lo contaría cuando volviera, se dijo sabiendo que no sería capaz de marcharse.

—¿Qué pasó? —dijo dando un paso para dejar claro que tenía que salir.

—Teníamos un invitado que venía a dar una conferencia sobre ingeniería genética, un colega turco-alemán que ahora trabaja en la Universidad de Ankara, pero que ha nacido aquí, en Fráncfort. Ha venido en un coche de alquiler, lo ha aparcado cerca del instituto y al salir, un policía se ha dirigido a él. Hay que decir que Namik tiene un aspecto, cómo diría, muy turco, ¿sabes?

—¿Sí? —intentó acelerar un poco.

—Y el policía ha empezado a tutearlo y a hablarle en infinitivos y le ha pedido los papeles y a preguntarle que dónde había conseguido ese coche.

No necesitaba escuchar más, pero ahora que él le contaba toda la historia con la velocidad de la presión que se escapa de una espita, lo dejó llegar hasta el final. Cómo el colega turco se había defendido, cómo había reaccionado el agente, cómo habían actuado los profesores que habían presenciado la escena y habían acudido a ver qué sucedía…

—¿Tenéis el nombre del agente?

Jan le pasó un papel. Ella lo metió en su agenda y le prometió ocuparse de que ese acto de discriminación no quedara impune.

—Gracias —le dijo su marido.

—A ti —respondió.

Él no lo entendió. Tampoco preguntó. Procuraban no preguntarse mutuamente por los comentarios o los comportamientos que no comprendían. Era mejor así. De este modo ella no le tuvo que ocultar el alivio que le había producido que la causa de la expresión preocupada de su marido quedara esta vez fuera de su relación.

Salió a la calle. La mujer de los dos perritos ya se había alejado. Müller la seguía con la mirada mientras Cornelia lo miraba a él al acercársele, el pelo rubio que adquiría un color rojizo a la luz del atardecer, las piernas largas enfundadas en unos pantalones negros, la camisa negra. También se había vestido para la ocasión.

—Muy adecuado lo de venir de negro, Leopold. Muy de artista —le dijo cuando ya estaba casi a su lado.

Müller se volvió de golpe. La expresión de sus ojos era más que de sorpresa, la miró de abajo a arriba y ella se dio cuenta de que la estaba admirando. Antes de que pudiera decir nada, le dio la mano. Entre colegas de la policía aún no se había extendido la costumbre mediterránea de saludarse con besos, que cada vez se veía más en la calle.

—¿Vamos?

Subieron al coche. Durante todo el tiempo había sentido la mirada de Jan; quizás eran sólo imaginaciones suyas, pero notaba un sordo hormigueo en la nuca.

Delante de la galería de arte se habían formado pequeños grupos de personas. Casi todos tenían una copa en una mano y un cigarrillo en la otra. Al entrar, los recibió una foto de Johannes Sperber en blanco y negro que colgaba enfrente de la puerta y lo mostraba de medio cuerpo, con las manos apoyadas en las caderas; llevaba una camisa oscura con dos botones abiertos. Sperber miraba con intensidad a la cámara y ahora a los que entraban en la galería. Los ojos del muerto la hubieran dejado parada delante de la puerta si no hubiera aparecido enseguida una azafata con una bandeja llena de copas. Tomó una por inercia, sin preguntar lo que era, y avanzó hacia el interior de la galería. Leopold Müller tomó también una copa y se movió en otra dirección.

Buscó a Gerwing entre los presentes, pero parecía que no había llegado todavía.

Varias personas la saludaron con un movimiento de cabeza, pero no se acercaron a ella. Por suerte ahí estaba Katja Bamberger, que se le aproximó nada más verla y la saludó con cordialidad. Al fondo de una de las dos salas de la galería distinguió a Andreas Wallau. A pesar de que le daba la espalda, su alborotada melena gris era inconfundible. Hablaba con una mujer también de pelo gris, largo, con un mechón negro que le caía al lado derecho de la melena. Por su actitud de anfitriona dedujo que tenía que ser la artista y dueña de la galería, la mujer de Wallau. Katja le confirmó su suposición.

—Después de las palabras de bienvenida, si quieres te la presento.

Una hora más tarde había conversado brevemente con Sebastian Baumgard y Bárbara Hase, había escuchado las palabras entusiasmadas y a la vez melancólicas con las que el dueño de la agencia había felicitado a todos los colaboradores por haber logrado llevar a término el proyecto iniciado por Sperber, y todos habían brindado porque su propuesta resultara finalmente la elegida. Gerwing seguía sin aparecer.

Después, Katja cumplió con su promesa y le presentó a Sarah Serfaty-Wallau. Tendría unos cincuenta años, la melena gris había sido anteriormente tan negra como ese único mechón que le caía en aquel momento. Tenía los ojos también muy oscuros y al serle presentada la saludó con cordialidad y curiosidad.

—He oído hablar mucho de usted, comisaria Weber-Tejedor.

Müller, cuya tarea era observar a los presentes «porque nunca se sabe y a veces una pequeña nota es lo que permite entender dónde encajan las piezas», las miraba con discreción desde cierta distancia. Mientras hablaba con Sarah Serfaty vio de reojo que Katja se acercaba a su compañero y empezaba a hablar con él, señalaba la copa vacía de Müller y se lo llevaba a la parte de la galería en la que se había instalado una barra de bar. Quedaban fuera de su campo de visión, y ella se concentró en la conversación con la pintora.

—Entonces, ¿usted también lo conocía?

—Sí. Desde hacía bastantes años. Antes de dedicarme por completo al arte trabajé también en publicidad. Ahí conocí a Andreas y a Johannes. Llegué a conocer incluso a la señora Baumgard.

—¿Tenía mucho trato con él?

—¿Con Johannes? En los últimos tiempos, no. Hace unos años nos veíamos mucho. Salíamos a conciertos, a cenar con él y con Markus. Después nos fuimos perdiendo de vista. Horarios diferentes, demasiado trabajo, lo de siempre…

—¿No ha venido Markus Gerwing?

—No. Rechazó la invitación. No lo entiendo. Después de recibir una nota en la que se excusaba, lo llamé de inmediato porque temía que hubiera malinterpretado el gesto y que no había entendido que la fiesta está dedicada a su memoria.

—¿Qué le respondió?

—Me dijo que lo agradecía, pero que él no se sentía con ánimos de ver a todos los compañeros de la agencia porque cada uno de nosotros no haría más que recordárselo. Que se alegraba mucho por Baumgard & Holder de que hubieran conseguido participar en el pitch, pero que él no podía compartir con ellos este momento que hubiera querido compartir con Johannes.

—Es comprensible.

Procuró que no trasluciera su decepción; le hubiera gustado poder observarlo de cerca, hablar con él sin que sospechara que lo vigilaba, amparada en el escenario neutral de esa fiesta. ¿Cómo tenía que interpretar su ausencia? ¿Como una posible huida? Debería haber insistido a la juez Lohmeier, haberla convencido de que esto podría suceder. La advertencia de no complicar más el caso le pesaba como una bola de piedra atada al tobillo y le impedía abandonar corriendo la fiesta y buscar a Gerwing.

—Sí, lo es, pero creo que en realidad estaba incluso rabioso —le decía Sarah Serfaty.

—El duelo es tan diferente como las personas —contestó Cornelia algo ausente.

Sarah Serfaty-Wallau miró a su alrededor abarcando a los presentes.

—Tiene razón. Cada uno de los que estamos aquí sobrellevamos a nuestra manera la pérdida. Unos como Baumgard, Hase o mi marido anestesian el dolor con trabajo; otros caen en el mutismo, como me ha dicho Andreas que le ha pasado a Georg Polegato, el director creativo cuyo proyecto se ha presentado.

Se quedaron todavía una media hora más. Hacia las once, cuando ya empezaban a retirarse algunos invitados, decidió que podían marcharse también. En el fondo hubiera querido salir a toda prisa tras su conversación con Sarah-Serfaty, pero pensó que, dado que no se encontraba allí en una función oficial, tenía que guardar un mínimo las formas. Después pensó que aunque aún no tenía ningún papel oficial debería, de todos modos, acercarse por casa de Gerwing. Su ausencia de la fiesta la inquietaba. Hizo una señal a Müller para indicarle que salía y que lo esperaba en el coche. Lo habían dejado en una calle cercana, perpendicular al río; se apoyó en el maletero y encendió un cigarrillo. La temperatura era muy agradable, incluso con los hombros descubiertos y con el vestido corto sin medias. Se quedó mirando al río mientras fumaba. Se moría por quitarse los zapatos de tacón, pero aún tenían algo que hacer.

Müller apareció unos minutos más tarde.

—Leopold, ¿tienes tiempo todavía?

—¿Vamos a tomar la última? —preguntó risueño.

—Otro día. Vamos a casa de Gerwing.

No llegaron a la Friedrichstraße. Por el camino, el móvil empezó a vibrar dentro de su bolso. Lo cogió a tiempo. Una voz desconocida sonó al otro lado:

—¿Comisaria Weber-Tejedor? Aquí la policía de autopistas. Ha sido encontrado un hombre muerto en un área de descanso de la A5. Creemos que le puede interesar.

—¿Por qué?

—Tiene la cara pintada de blanco.