12

Regresos

No era habitual escuchar el llanto de un bebé en la Jefatura; por eso cuando le llegaron unos sollozos desmedidos Cornelia se levantó del escritorio para mirar a la calle por la ventana. Así la encontró su compañera Uschi Obersdörfer, comisaria de Delincuencia Juvenil. Su voz grave y pastosa se mezcló con el lloriqueo del bebé.

—¿Qué? ¿Meditando o intentando escabullirte de mi visita?

El marcado acento bávaro de Obersdörfer le sonaba siempre algo pueblerino, aunque Múnich, de donde era originaria, doblara la población de Fráncfort.

Se abrazaron pero no tuvieron tiempo para decirse nada, el bebé gritaba desconsolado.

—¿Qué le pasa?

—O tiene calor o le molestan las malas vibraciones de esta casa, porque comer, ha comido.

Cornelia lanzó una mirada involuntaria a los pechos de Obersdörfer. Todo en ella era más voluminoso.

El más de metro ochenta de la comisaria de Delincuencia Juvenil, su cuerpo ancho, los senos que amenazaban con hacer saltar los botones de la blusa, todo el conjunto se agachó para destapar al bebé, que seguía llorando con los puños apretados. Al ver que se abalanzaba sobre el bultito de carne, Cornelia no pudo evitar un sobresalto.

—¿Pasa algo? —dijo Uschi, que habría captado el extraño movimiento a su lado.

Ella negó con apresuramiento. Obersdörfer quitaba capas de ropa como si pelara una fruta. El simple contacto con las manos de su madre tranquilizó a la criatura, el llanto cesó en seco. Los ojos de Cornelia quedaron prendidos de las manos de su compañera. ¡Qué pequeñas eran! Quizá tan grandes como las suyas, pero diminutas al final de esos brazos. Ahora que las veía en acción manejando ese cuerpo tan frágil, apreciaba una agilidad y una precisión que no hubiera imaginado en ese cuerpo pesado y lento.

Uschi Obersdörfer tomó en brazos a su hija.

—Y el próximo es tu coleguilla. ¿Por dónde anda Reiner?

—Estará al caer. Fue a buscar unos papeles.

—¿Y tú, qué?

—¿Yo, qué de qué?

—De esto. Toma. Cógela.

—No. Cuando son tan pequeños me da miedo cogerlos. Además, no te va a funcionar.

—¿El qué?

—Lo de darme a la niña, empezar a contarme lo bonita que es la maternidad y después decirme que no sé lo que me estoy perdiendo.

—Es que no lo sabes.

—Ni me interesa.

Uschi notó que estaba empezando a fastidiarla. Y que no era la insistencia en el tema, sino su inoportunidad.

—¿Cómo te van las cosas con Jan?

—Podrían ir mejor.

—Entiendo. Perdona, chica, ya sabes que a veces soy un poco bruta. No está el horno para bollos, ¿verdad?

Sostenía al bebé con un brazo contra su pecho. Con la mano libre empezó a hacer un gesto como si quisiera apaciguar a una fiera.

—Perdón, perdón otra vez. No iba con segundas. Mejor cuéntame en qué andáis metidos aquí, así dejo un rato de meter la pata.

Cornelia se echó a reír al ver sus apuros. Decidió empezar contándole el caso de la prostituta moldava desaparecida. Hablar con Uschi tenía a veces un efecto exorcizante. Pocos espíritus malignos se resistían a ser amansados por su voz cremosa y su pragmatismo.

—¿Sabes que me gustaría hacer, Uschi? Pedirle a la fiscalía que cerrara el caso y que dejásemos de investigarlo.

—¿Por qué?

—Para no hacerles el juego a esos cerdos.

—¿Y si entonces matan a otra chica? —dijo Uschi.

—No lo harán.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Son comerciantes, son tratantes de carne humana, no van a cargarse su propia mercancía.

—¿Por qué no? Hay mucha, de sobra. Una chica más, una chica menos, no se nota. No parece haberles costado mucho deshacerse ya de dos.

—¿Tú también lo ves así?

—Sí, y también creo que si su intimidación no surte efecto con una muerta, no tendrán escrúpulos en cargarse a otra.

—Tienes razón.

Acababa de recordar el cuerpo que había aparecido hacía seis meses río abajo, en Kelsterbach. Nunca se logró identificar a la mujer, pero una de las hipótesis que se barajó en la investigación fue que se tratara de una prostituta «inútil». La autopsia había revelado un consumo constante y alto de drogas y un aborto reciente. Pero su sentencia de muerte podría haber sido una infección en la boca, transmitida quizá por un cliente, que le deformaba los labios. Era inútil para el trabajo. Fuera.

Obersdörfer también tenía razón: interrumpir la búsqueda era arriesgar la vida de otra chica. Esta vez comentar el caso con ella no había mitigado su malestar, su impotencia. Por suerte, antes de que se produjera un vacío perceptible, apareció Reiner Fischer.

—Cornelia, ¿sabes dónde están las actas…? ¡Hombre! La Uschi. ¡Y la niña!

Olvidó las actas y se abalanzó sobre la comisaria bávara. Ésta le pasó el bebé sin decir nada y él lo tomó sin vacilaciones, mientras Obersdörfer dirigía una mirada burlona a Cornelia. Después lo depositaron de nuevo en el cochecito. Los siguientes minutos los pasó contemplando con cierta ironía cariñosa el intercambio de informaciones sobre ropa, comidas y cuidados entre sus dos compañeros.

Una voz a sus espaldas interrumpió el idilio:

—¡Qué bonito! Parecen sacados de una postal de Navidad.

Müller los miraba divertido desde el umbral de la puerta.

—¡Leopold! ¡Qué insensible eres a veces!

Reiner tenía los ojos húmedos, estaba conmovido. Cornelia le dio un golpecito cariñoso en el hombro.

—Y tú estás chocho.

Reiner se encogió de hombros.

—¿Qué hay, Müller?

—Acaban de notificar la fecha para el juicio por lo de las palomas.

—¿Cuándo?

—Dentro de dos semanas, el jueves cinco a las once de la mañana.

—¿Qué es eso de las palomas? —preguntó Uschi.

—Un caso del que nos ocupamos hace más o menos un mes Müller y yo. Un hombre, alemán para más señas, intentó asesinar a un vendedor de frutas y verduras turco de la Luisenplatz.

—¿Y las palomas?

—El alemán iba todos los días a la placita y echaba de comer a las palomas. El turco consideró que las palomas eran un problema de higiene, porque tenía mucho género expuesto en la calle y algunos clientes, al ver la enorme cantidad de palomas que se reunían en la plaza, temían que la fruta estuviera sucia por culpa de los bichos y le dijo al alemán que estaba prohibido dar de comer a las palomas.

—¿Y entonces?

Müller siguió con la historia:

—El alemán contestó que eran palomas alemanas y que prefería darles de comer a ellas a que los extranjeros se comieran el dinero que él pagaba de sus impuestos. Unos días más tarde la plaza amaneció llena de cadáveres de palomas. Alguien las había envenenado. Naturalmente, el alemán pensó que había sido el turco y una tarde, mientras el turco cerraba su tienda, se puso un pasamontañas y lo atacó con un cuchillo. Lo hirió gravemente y creo que le han quedado lesiones crónicas.

—¡Y yo que estaba empezando a echar de menos el trabajo! —dijo Obersdörfer.

—¿Cuándo te reincorporas? —preguntó Cornelia.

—Después del verano.

El teléfono de Cornelia sonó en ese momento. Era otra reincorporación.

—Aquí Katja. Te llamo para decirte que hace una media hora apareció Monika Achmann por la agencia. Si quieres hablar con ella, deberías venir pronto, porque se ha pedido vacaciones. Por lo visto, se va la próxima semana a Estados Unidos. Ha venido a hablar con los jefes y a recoger un par de cosas y después se larga. ¿Qué tal lo hago como confidente?

—Fantástico. Voy para allá.

—Uschi, lo siento, pero tengo que irme rápido.

—¿Qué pasa? ¿Alguien ha hecho una escabechina de ratas? ¡Defendamos a las ratas, pero sólo a las alemanas!

—Te dejo en buenas manos.

—Eso, me voy a llevar a tus chicos a tomar un café. Hablando de café, hoy he pasado cerca de la Estación Central por el chiringuito de Verónica, la Negra.

—¿Cómo está?

—Muy bien. Me ha dicho que te diera muchos recuerdos y que se alegraría mucho de verte.

—¿Quién es Verónica la Negra? —preguntó Fischer.

—Un antiguo caso de cuando Cornelia y yo trabajábamos juntas en Delincuencia Juvenil.

Era mucho más, pero no tenía tiempo de contarle a Reiner y a Müller que Verónica Sierra era una chica mulata de catorce años que había conseguido escaparse de un prostíbulo en el que la tenían retenida a la fuerza; que gracias a su declaración se había conseguido desarticular una banda dedicada a la prostitución infantil, y que, sobre todo gracias a la intervención de Cornelia, había logrado que no la expulsaran del país. Ahora, con un par de antiguas prostitutas más, regentaba un chiringuito en una calle cerca de la Estación Central.

Quizás Uschi se lo contaría a los otros mientras tomaban un café. Ella tenía que marcharse a toda prisa. Se puso rápido la chaqueta. Le dio un par de besos a Uschi y con la prisa besó a Reiner y a Müller también. En medio de risas y comentarios, salió en dirección a la agencia. Ojalá Uschi contara a Reiner y a Müller lo de Verónica, pensó. Seguro que los impresionaba.

Katja ya la esperaba, impaciente.

—¿Llego tarde?

—No. Ahora está hablando con Baumgard y Sperber. Le he dicho que no se vaya sin hablar conmigo.

Esperaron unos quince minutos hasta que, tras dar unos golpes cortos a la puerta, Monika Achmann entró en el despacho. Reconoció la cara que había visto en la página web de Baumgard & Holder, el retrato que tenía, además, el texto más extenso a pesar de que el currículo era el más breve. O quizá por eso.

Achmann se mostró muy sorprendida al encontrar a otra persona en la sala. Bamberger se apresuró a hacer las presentaciones. Mientras se daban la mano, Katja explicaba atropelladamente que Cornelia Weber-Tejedor era la comisaria que se ocupaba del asunto de los anónimos y los actos de vandalismo.

—Y del paquete-bomba de confeti.

Monika Achmann le lanzó a Katja una mirada cargada de reproche por esa especie de celada. Era evidente que hubiera preferido marcharse cuanto antes después de haber hablado con sus jefes.

Achmann era más joven que Bamberger, no llegaría a los veinticinco años. Era menuda. Llevaba el largo pelo rubio oscuro recogido en una cola de caballo y, con el jersey fino de color crema debajo de una chaqueta de punto, parecía más la empollona preferida de la maestra que la redactora genial capaz de convencer al director de la agencia para que la contratara sin más.

Cornelia se mostró muy amable con ella para mitigar la hostilidad con que Achmann se enfrentaba a esa conversación. Midió sus palabras al darle las gracias por su tiempo para evitar que sonara en ellas el más mínimo asomo de ironía. Exageró un poco la importancia de esa conversación para el trabajo policial. Esto último fue lo que consiguió vencer la animosidad de la redactora. Lo que no desapareció en ningún momento fue el tono entre amargo y cínico con que respondió a sus preguntas. No, de unos anónimos no había oído nada hasta su conversación con los jefes; lo de los actos de vandalismo le sonaba, pero no les había prestado demasiada atención.

—Es normal, cuando se trabaja durante un par de semanas entre once y doce horas al día para conseguir algo que después se llevan otros, ¿no le parece?

Dado que ese tipo de jornadas las conocía de sobras y las razones por las que los publicistas lo hacían eran para ella, comparadas con su trabajo, menos que nimias, Cornelia prefirió no decir nada.

—¿Le pareció que afectara a sus compañeros?

—No sé. Quizás a Andreas, que sacó el tema un par de veces mientras trabajábamos. También me contó lo de Polegato, pero, ya se lo he dicho, no le di más importancia. Estas cosas pasan en las ciudades.

—¿No piensa que tuvieran consecuencias para su rendimiento en la preparación de las propuestas?

Lo preguntó buscando una razón para esos actos de vandalismo. Monika Achmann lo interpretó de otro modo.

—Podría ser. Sí. Podría ser.

Lo repetía como si se quisiera convencer de ello. Buscaba una explicación a ese fracaso que estuviera fuera de ella y de Wallau. Pero el pretexto le valió poco rato.

—No. No creo. Mire a Polegato, también se lo hicieron y acabó ganando. Claro, se lo hicieron a todos. No. No sirve. ¿Puedo marcharme ya? Tengo mucho que hacer. Pasado mañana me marcho por un tiempo al extranjero.

Ya no le quedaba nada más que resolver allí, pero la risa de Johannes Sperber que le llegaba desde su despacho le recordó que tenía todavía una pregunta pendiente. Se acercó. La puerta estaba entreabierta. Sperber la vio e interrumpió un momento la conversación telefónica.

—¡Comisaria Weber! ¿Qué hace por aquí? Pase, pase. ¿Le apetece un café?

Tras cerciorarse de que ella entraba, Sperber volvió al teléfono.

—Te dejo, que tengo visita. Te llamo después.

Colgó. Le hizo un gesto para que se sentara.

—No quería interrumpir.

—No pasa nada. Era privado. ¿Qué la trae por aquí un viernes por la tarde? No me interprete mal, no son prejuicios contra los funcionarios públicos.

Hablaba en un tono tan cordial que la posible alusión negativa le hubiera pasado desapercibida si él no la hubiera mencionado.

—¿Qué hay del café?

—Con gusto.

Sperber se dirigió a una esquina de la habitación en la que tenía una cafetera de aspecto sofisticado.

—Es café italiano. El café de filtro no lo soporto. ¿Cómo hemos podido estar tantos años engañados? Hay dos cosas en las que tengo la impresión de que a los consumidores alemanes nos han estafado durante tiempo, privándonos de los mejores sabores: uno es el café de filtro, como ya he dicho, y ¿sabe cuál es el otro?

Cornelia negó, divertida.

—Ya verá cómo me da la razón. ¡Las patatas fritas de bolsa!

—¿Las patatas fritas de bolsa?

—A ver, señora Weber, ¿cuál era el único tipo de patatas fritas que se encontraba hasta hace unos años en Alemania?

Reflexionó un momento. No se trataba de la pregunta del millón en un concurso, pero la respuesta equivocada echaría a perder sin duda lo que Sperber quería contarle. En realidad no era difícil, sólo tuvo que recordar alguna fiesta, por ejemplo, con los compañeros de la Universidad Técnica de la Policía. Pronto le vino a la mente la imagen de una mesa, fuentes con ganchitos con sabor a cacahuete, bastoncitos salados y sólo un tipo de patatas fritas con un ligero color rojo. Fácil:

—Las de sabor a pimentón.

—¡Ahí está! ¡Un engaño! Porque las auténticas, las mejores, son las que sólo están condimentadas con sal. Después vendría, aunque es algo extrema, la variante inglesa, con vinagre y sal; en tercer lugar, la variante americana, con crema y cebolla. Y al final, pero muy, muy al final, la variante alemana, con pimentón. ¡Puag! Toda nuestra adolescencia y primera juventud hemos comido las patatas fritas equivocadas. Una pérdida irreparable en nuestra educación gustativa. —Sperber rió.

—Bueno, pero esto nos ha permitido descubrirlas a una edad en la que uno sabe valorar las cosas.

—Muy cierto. Sí, señora. ¿Cómo quiere el café? ¿Espresso? ¿Capuccino? ¿Latte macchiato? ¿Otra variante?

—Solo.

—Buena elección. Me encanta, comisaria.

«Usted también me encanta, señor Sperber», casi le hubiera contestado Cornelia en un arranque de entusiasmo tras ese apasionado alegato. Él no llegó a ver cómo enrojecía ante la mera posibilidad de haberlo dicho, pues ya le había vuelto la espalda para manipular la máquina. Para reiniciar la conversación le comentó a Sperber:

—Acabo de hablar con Monika Achmann…

—No creo que volvamos a verla —interrumpió Sperber.

—¿Por qué?

—Por la simple razón de que no tiene la personalidad que se requiere en esta profesión.

—Pero es buena en lo que hace, me han dicho.

—Es fabulosa, pero no sirve.

—¿Y eso?

—Monika se enamora de todo lo que escribe. No ha entendido que lo que hacemos nosotros no es arte, sino anuncios, que producimos constantemente ideas, textos, imágenes y los desechamos también constantemente, porque no encajan en el proyecto aunque sean geniales. Si no funciona, lo tiramos, así, sin más, a la papelera. En cambio, Monika pelea hasta la extenuación por cada una de sus creaciones, como si fueran obras de arte a las que no se les puede tocar una coma. Con esta predisposición es muy difícil aguantar en este mundo. Detrás de cada eslogan que llega al público hay cien que han acabado en la basura.

—Supongo que es algo que se aprende con el tiempo.

—Así suele ser. Todas las agencias están llenas de jovencitos que se creen geniales y quizá lo sean, y todos tienen que tragarse el orgullo herido cuando la idea que surgió después de horas de buscarla y darle vueltas y que parecía perfecta es desechada en menos de un minuto. Algunos patalean, otros se deprimen, otros hacen una bolita con el papel y la arrojan al inodoro. Pero todos saben y acaban aceptando que es así. Lo van aprendiendo, a bofetadas, pero lo aprenden. Monika no lo aprenderá nunca. Además, se empeñó en trabajar con Andreas, que ya hace un tiempo que creativamente está más que estancado. Por más genial que sea Monika, no sirve de nada injertar una rama verde en un tronco seco… Y con esa actitud… Créame, ya he conocido a otros como ella y nunca han aguantado mucho. Y ya llevo algunos años en esto.

Sperber se interrumpió bruscamente. Cornelia entendió que él mismo hubiera preferido censurar esa alusión a su edad y cambió rápidamente de tema.

—Me gustaría volver a algo que me dijo usted este lunes pasado. En realidad, se trata de algo que no me dijo. No quisiera parecer insistente…

—Pero…

—Pero me quedé con la impresión de que usted sí tiene una sospecha sobre el origen de las amenazas que ha recibido la agencia.

—Tengo una teoría, como me imagino que la tienen todos los que están enterados del asunto.

—Un asunto lo bastante serio como para que mi trabajo y el de un par de compañeros sea necesario. Tengo la impresión de que se lo toma algo a la ligera.

—No. Todo lo contrario. Me preocupa. ¿Y sabe lo que más me preocupa? Que la única sospecha que no me asusta es la que yo albergo.

—Si me la contara…

—Le voy a enseñar algo. Es estrictamente confidencial, pero considero que puede ayudar a que entienda el motivo de mis conjeturas.

De un cajón de su escritorio que tenía cerrado con llave sacó un dossier. En la cubierta se veía el escudo de la ciudad de Fráncfort.

—Éstos son los presupuestos para esta campaña.

Para que pudiera entender las dimensiones del proyecto, Sperber le explicó algunas de las cifras. Ella no salía de su asombro ante esas cantidades. Tuvo que mirar las cifras dos veces. Había mucho dinero en juego.

—¿Se hace una idea de por dónde van mis sospechas? No es que esté del todo convencido de ello, pero para mí todo apunta a una maniobra de intimidación de uno de nuestros competidores.

—Pero los insultos escritos en los anónimos o en sus coches aludían a ustedes de modo personal.

—En este mundillo todos nos conocemos. Se empieza en una agencia, se cambia después para subir, se pasa a otra para seguir subiendo, quizá se vuelve a la primera. Al final todos hemos sido colegas de todos en una u otra empresa. Todos nos conocemos. Todos saben que yo soy homosexual, que Polegato es de origen italiano, que la mujer de Andreas es israelí.

—¿No le parece una estrategia demasiado brutal?

—Por supuesto. Pero hay mucho dinero en juego. También mucho prestigio.

—Ha dicho usted antes que de todos modos esta teoría es la que menos le asusta. ¿Qué quiso decir con esto?

—Mire, si se trata de la competencia, aunque lo que han hecho sea ya un delito, no pasarán de ahí. Lo veo como una forma extrema, terrorista, de publicidad. Efectismo. Aunque algunas de sus acciones hayan ocasionado daños, son daños materiales y las compañías de seguros ya los han cubierto. Incluso la bomba parece puro efecto, un gag. ¿Quién sabe si en un mal momento no se me podría haber ocurrido a mí también algo así? Lo que me asusta es que no sean ellos. Que sean otros.

—¿Otros?

—Tipos de la ultraderecha, por ejemplo. Algún maníaco a quien le ha dado por nosotros. Cuando pienso en ello me asusto de verdad. Por eso prefiero creer que son publicistas inofensivos.

—Lo de inofensivos me parece una forma demasiado comprensiva de verlo —replicó Cornelia.

—Lo sé. El mundo se está endureciendo; incluso en ambientes en apariencia tan glamurosos como el de la publicidad, la competencia es cada día más salvaje. Hay mucho en juego, no sólo dinero, también prestigio y el ego de muchas personas. Unos saldrán vencedores y otros tendrán que tragarse la derrota. Y, como habrá apreciado de manera ejemplar en la reacción de nuestra colaboradora Monika Achmann, los hay que no saben aceptar la derrota. Su caso no es raro, se trata de los que no pueden separar su obra de su persona. Toda crítica, todo rechazo que sufren sus producciones hiere profundamente su autoestima.

—Pero es natural. A nadie le gusta que le digan que hace mal su trabajo. Es parte de nuestra vida, para muchos la más importante.

—Pero nadie tiene que ser su trabajo. Las personas unidimensionales son peligrosas, comisaria. Entre nosotros hay mucha gente cuyo horizonte no va más allá del microcosmos de las agencias y todo lo que éstas suponen: las fiestas, los viajes, la aureola artística, la fama y el dinero, se puede ganar mucho dinero. Le pongo un ejemplo. Si hemos conseguido que en las barriadas de todo el mundo haya chicos que sean capaces de asaltar a otros para robarles unas zapatillas Nike, que puede que hayan cosido sus propias madres en un taller clandestino, ¿de qué no podremos ser capaces nosotros mismos?

—¿Incluso de matar?

Sperber se quedó boquiabierto. Por primera vez Cornelia percibió miedo en él, ese miedo del que había hablado antes era real.

—Perdone, no me refería a ustedes. Me refería a su ejemplo de las zapatillas, que usted ha presentado en su forma más suave. Se ha llegado a matar por ropa de marca.

Los dos tomaron un sorbo de café.

—La gente nunca deja de sorprendernos —dijo Sperber.

—Y no para bien.

—Comisaria Weber, ¿ahora me ha salido usted pesimista? —Sperber parecía haber recuperado su tono jovial—. ¿Otro café?

Aunque ya había rebasado el límite de café que se había impuesto, dijo que sí para poder observarlo un poco más. Ese comentario sobre la posibilidad de que un publicista pudiera traspasar los límites y llegar a matar, esas palabras quizá desafortunadas habían raspado la perfecta imagen que Johannes Sperber proyectaba. Como si de pronto hubiera desaparecido el filtro que lo velaba, ella apreció el ingente esfuerzo que le costaba mantener en pie su inquebrantable optimismo, entendió que la energía desbordante que emanaba de él era fruto de la voluntad. Por primera vez vio ante sí a un hombre maduro para el que cada día era una lucha titánica contra el desgaste del tiempo. Por primera vez se dio cuenta de que ese cuerpo flexible era el producto de un trabajo denodado, que el rostro de palidez nórdica, que los cabellos negrísimos exigían a Sperber horas de cuidados y control.

El hombre que ahora le ofrecía un segundo café tenía cuarenta y cinco años.

Cornelia releyó los papeles que le había pasado sobre la campaña. A la vista de la dimensión económica del proyecto, ya no era tan descabellado pensar que detrás de los anónimos pudiera esconderse una maniobra de intimidación de un competidor. Sería necesario investigar las otras dos agencias desde esta perspectiva.

—Todavía nos quedaría una hipótesis por barajar, señor Sperber. ¿No le ha pasado por la mente que pudiera ser alguien de la agencia?

—La verdad es que me han pasado todas las posibilidades por la cabeza. También ésa. Pero la he descartado, no sólo porque me resulte insoportable, sino porque —Sperber imitó la forma de hablar de los policías televisivos—, apreciada colega, nos faltaría el móvil. Y sin móvil no hay crimen.

Sperber lo había conseguido de nuevo. Acababa de quitarse de encima los diez años que las preocupaciones le habían dibujado en el rostro hacía unos instantes. Volvía a tenerse bajo control.