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Reestructuración
Ya hacía un tiempo que Cornelia y Reiner eran conscientes del fenómeno. Les sucedía a ambos y esa ocasión no iba a desmentirlo, el hambre feroz después de ser causantes y testigos del dolor ajeno. Un hambre como en los velatorios, un hambre de animales que se alegran de seguir vivos. Era tarde para poder comer en Jefatura y decidieron quedar con Müller en el puesto callejero, en el Grüneburgweg, que presumía de las mejores salchichas de la ciudad. Mientras esperaban a su compañero, tomaron una cerveza acodados a una de las mesas altas colocadas delante del puesto y observaron cómo tres trabajadores de una empresa de repartos competían comiendo salsas picantes. Armados de botellines de cacao y un bote de miel, se jaleaban unos a otros controlando a duras penas los gruesos lagrimones que les caían por las mejillas enrojecidas.
Cuando llegó Müller pidieron unas inofensivas salchichas de Turingia con patatas fritas y Reiner, un solomillo empanado. Después le contaron sus visitas a la empresa de Gerwing y a su vecina Judith Marsden.
Tras el primer bocado, pasaron revista a lo que habían averiguado sobre la vida de Gerwing, pero nada señalaba a un motivo para su asesinato.
—Eso aún me convence más de que la víctima tenía que ser sólo Sperber y, por alguna razón, Gerwing se cruzó en el camino del asesino —dijo Cornelia.
—El famoso amante. —El tono de Reiner era escéptico—. Teniendo en cuenta cuánto parece saber el asesino sobre Baumgard & Holder, sigo pensando que tiene que ser alguien que conozca la empresa, alguien que haya tenido los dos primeros anónimos en sus manos, de lo contrario, no los podría haber imitado; alguien que sepa a quién dirigir un paquete para que la bomba de confeti explote en el momento debido.
Cornelia tenía que aceptar que la objeción de Reiner era muy sólida. Atacó a un grupo de patatas fritas, como si temiera que fueran a salir corriendo del plato, las dejó ensartadas en el tenedor y esgrimió la masa amarillenta ante la cara de Fischer mientras buscaba argumentos. Él se volvió en dirección a los repartidores, desde donde les llegaban voces y risotadas.
—¡Qué brutos! —dijo—. Se han pedido una salsa picante de la categoría siete.
Cornelia y Müller también los miraron. El más joven regresaba del mostrador con un plato de cartón en el que el humo de una salchicha troceada se elevaba en hilos sinuosos. «Categoría siete —pensó ella—, una dosis brutal de capsaicina que vuelve loco al cerebro.» En ese momento Reiner sujetó la mano en la que ella tenía el tenedor, ladeó la cabeza, abrió una boca enorme, arrancó todas las patatas fritas de un golpe y se las comió casi sin masticar.
Ella se quedó mirando asombrada el tenedor que había quedado vacío en el aire. Leopold Müller miraba a Fischer. Éste se volvió hacia él.
—Esto, Leo, son las cosas que sólo se pueden hacer cuando se llevan diez años de trabajo y despacho común.
—Además, Leopold, no debemos olvidar que Reiner come por dos, mejor dicho, por tres…
Se interrumpió de golpe y miró con atención a los repartidores que, entre risas malévolas, veían cómo el colega joven escupía un trozo de salchicha y se llenaba la boca con miel dando saltos.
—Reiner, todas las patatas para ti. Te las has ganado.
—¿Por qué? —preguntó mirándola con desconfianza y sin atreverse a aceptar la oferta.
—Por lo que acabas de hacer, tiburón de chiringuito. Tienes razón.
Reiner todavía no se atrevía a comerse las patatas. Müller seguía en vilo esa extraña conversación.
—Porque has distraído nuestra atención para comerte mis patatas.
—Si es el truco más viejo del mundo, lo sabe hasta un niño.
—Y funciona siempre.
—¿Qué tiene que ver eso con los anónimos? —preguntó Müller mientras intentaba coger una patata frita y se llevaba un golpe en la mano de Reiner Fischer.
—Cuando empecé a observar la agencia, muy pocas personas sabían las verdaderas razones de mi presencia allí. A los pocos días llegó un anónimo más. Pero, bien mirado, desde el punto de vista de la dramaturgia de la acción, ese anónimo llegaba a destiempo, era un anticlímax después de la bomba de confeti.
—¿Y qué significa eso? —preguntó Reiner sin atreverse todavía a comer.
—¿No lo veis? Quien envió ese anónimo, un anónimo más, quería aparentar que no sabía nada de mi presencia allí, cosa que alejaba las sospechas de los publicistas que se ocupaban del proyecto institucional.
Reiner se quedó mirando pensativo su plato del que lentamente rescataba un solomillo de una gruesa capa de rebozado que lo amenazaba con la asfixia cutánea. Cortó un trozo de carne y antes de llevárselo a la boca dijo:
—Pongamos que fuera así. Eso significaría que, o bien se trata de alguien de la agencia o, por lo menos, de alguien muy cercano a la campaña institucional.
Pasaron el resto de la comida discutiendo las consecuencias de esa teoría, a pesar de que sus dos compañeros se mostraban escépticos.
—No os convenzo, ya lo sé, pero no la perdamos de vista.
Mientras hablaban, Leopold Müller había ido raspando la sal gorda de un brezel. Cornelia también solía hacerlo. Era reconfortante ver en otros sus propias manías, saber que no era ella sola quien manifestaba pequeñas rarezas.
Al moverse para tirar las bandejas de cartón en un cubo al lado del puesto de salchichas, la sal gorda crujió bajo los pies del policía. Cornelia le dirigió una mirada cómplice. Fischer la interceptó.
—¿Me he perdido algo?
Regresaron a Jefatura. Cornelia esquematizó su idea en la pizarra en la que anotaban las líneas de trabajo.
—¿Qué decís ahora? —preguntó ella, sentada ante la pizarra.
—¿Qué te digo? —respondió Reiner—. Que nos estamos agarrando a un clavo ardiendo.
—Puede, pero es lo único que tenemos. Así que debemos volver a contemplar la posibilidad de que este crimen tenga algo que ver con el trabajo de Sperber.
Reiner suspiró ruidosamente.
—Aunque no lo hagas con mucho convencimiento.
—¿Tú estás convencida? ¿Y tú, Leopold?
—Me convence más que la teoría de que se trata de un crimen pasional, y aunque sólo tenemos indicios, apuntan a que el asesino tiene que ver con la agencia. Pero no entiendo cuáles podrían ser los motivos y entiendo menos aún por qué murió Gerwing.
—O sea que sólo estás un poco más a favor de esta idea que yo —dijo Reiner.
—Tampoco creo que debamos rechazarla sin comprobar lo que tenemos desde esta perspectiva —añadió Müller—. No explicaría lo de Gerwing, pero si aceptamos que pudo no entrar dentro de los planes iniciales, que esa muerte, por la razón que fuera, fue un accidente, todo nos lleva a la agencia.
Cuanto más convencido se mostraba Müller, más escépticos eran los comentarios de Reiner.
—Esto sólo se sostiene si lo de Gerwing, como decís, fue un «accidente», pero ¿a qué se pudo deber?
—Aunque no te convenza, Reiner —le dijo ella—, déjanos intentar ver el caso desde esta perspectiva, tal vez nos ayude.
Reiner aceptó.
Algo era algo, pensó ella. No conseguía convencerlo pero tampoco se negaba a colaborar, de modo que pasaron el resto de la jornada revisando lo que tenían sobre las agencias. Sobre Baumgard & Holder y sobre sus competidoras directas. Se pasaban los papeles unos a otros. Los mismos papeles, lectores muy diferentes, puesto que Müller y Fischer pasaron por alto lo que más llamó la atención de Cornelia.
—Éstos son los informes de las entrevistas que llevamos a cabo tú y yo, y después seguiste con Gerstenkorn, Reiner. Aquí hay algo a lo que no hemos hecho caso.
Él tomó los papeles que ella le tendía. Los volvió a leer por encima.
—¿Qué?
—¿No encontráis nada llamativo en varias de las entrevistas?
Miró de nuevo los papeles.
—¿Qué? ¿La repetición de la palabra agencia? ¿Yo? ¿La? ¿El? ¿Y?
—¡No seas burro!
—Pues habla claro y déjate de jueguecitos. Y tú, Leopold, deja de descojonarte a mi costa. ¡Toma! Busca palabritas.
—No hablo de palabras. Hablo de lo que dicen por un lado y de lo que se puede leer entre líneas por otro. Se mencionan cambios, nuevos aires, nuevas estructuras. Y siempre aparece el nombre de Sperber asociado a estos términos. No es un tema central, pero se repite. ¿No te dijo Polegato que Sperber le había arrebatado dos colaboradores importantes a la competencia, a Wagenknecht?
—¿Por qué lo consideras relevante? —preguntó Müller.
—No sabría decirlo exactamente, pero hay gente que tiene miedo de los cambios.
Reiner se golpeó los muslos con las manos.
—¡Magnífico! Hemos hecho un gran avance, ahora nos agarramos a dos clavos ardiendo.
—¿Tienes una propuesta mejor?
—No tenemos nada que lo demuestre o lo refute.
—Dos clavos ardiendo. Uno más que antes, y no vamos a descuidar ninguna opción, Reiner. No podemos permitírnoslo, y menos ahora que hemos conseguido por fin algo, aunque sea tan poco.
—Está bien. Pero no debemos olvidar que hay también muchos elementos que apuntan a motivos personales. Y seguimos sin tener suficientes informaciones al respecto, tampoco sobre la persona con quien Sperber mantuvo esa intensa relación amorosa. Sólo quería recordároslo.
De momento sólo compartían la creciente convicción de que la muerte de Markus Gerwing no era parte del plan inicial. Pero la clave radicaba en descubrir cuál había sido ese plan, si la raíz de ese crimen se encontraba en la agencia o en el pasado amoroso de la víctima.
Tenía que hablar de nuevo con Baumgard.
El despacho de Baumgard había cambiado por completo de aspecto. La mesa impoluta de su primera visita había desaparecido debajo de papeles, fotos, CD. Había una pila de archivadores encima de una mesa baja, delante de un grupo de sofás, a la derecha de la habitación, y los cojines aplastados mostraban que hacía poco que varias personas habían estado sentadas allí.
—No lo entretendré demasiado, creo que está muy ocupado, pero prefería hablar con usted personalmente.
Baumgard parecía muy fatigado, la piel grisácea, las ojeras pronunciadas, pero los ojos se veían vivos, atentos.
—Se trata de lo siguiente. Nos ha llamado la atención que varios de los trabajadores de la agencia hicieran referencia a posibles cambios relacionados con Sperber.
Baumgard la miró algo sorprendido.
—Vaya, parece que ya habían empezado a circular los rumores. De todos estos planes se puede decir que en concreto sólo los conocía el propio Johannes.
—¿Y usted?
—Lo justo. Que tenía previsto aligerar las estructuras, hacer la agencia más dinámica, en parte rejuvenecerla y buscar una plantilla mayor de trabajadores externos. En muchos aspectos, los cambios habituales en la actualidad en casi todas las empresas. Johannes decía que teníamos que dejar de ser una empresa de los años sesenta y pensar como una empresa del siglo XXI.
—¿Cuál era su opinión al respecto?
—Al principio tenía mis problemas con ello. Tenía la impresión de que traicionaba la filosofía de mi madre. Después pensé que ella siempre fue una mujer de su tiempo y que si hubiera fundado Baumgard & Holder hoy en día, también hubiera creado una empresa moderna. Que seguramente no se hubiera llamado Baumgard & Holder, sino Renate Baumgard Creativos, o algo por el estilo. Además, mi objetivo era dejar la empresa en manos de Johannes y tenía una confianza ciega en él. Si lo quería hacer de una manera o de otra, podía contar con mi apoyo incondicional.
—¿Cómo eran estos planes en concreto?
—Tengo que confesarle, comisaria, que no lo sé. De hecho, me estaba distanciando de la agencia desde hacía un tiempo, era cuestión de pocos días que él asumiera toda la responsabilidad. Mi presencia se debía sobre todo a que, de cara a los organizadores de la campaña institucional, ofrecíamos una imagen más sólida si no se producían cambios visibles hasta el día del pitch.
—Entiendo. Pero ¿no sabe tampoco a qué colaboradores podían afectar los cambios que él tenía previstos?
—No. Sólo sé que su idea era hablar personalmente con las personas a las que quería ofrecer un puesto diferente o contratar como colaboradores autónomos. Lo siento, pero si sirve para justificar mi desconocimiento de estas cuestiones, tengo que decir que mi mente ya estaba muy lejos, me habían ofrecido la posibilidad de incorporarme a una universidad de Estados Unidos. Ya teníamos casa y la mudanza a punto.
Era evidente, al verlo en ese momento, que la muerte de Sperber había truncado por completo esos planes.
Y que tendrían que intentar encontrar de manera discreta a las personas con quien Sperber hubiera mantenido o pensara mantener esas conversaciones cara a cara.
Baumgard la acompañó personalmente a la puerta. Al despedirse de ella, se acercó a su oído para que la recepcionista no pudiera escucharlo y le dijo:
—No lo sabe nadie en la agencia, pero no puedo resistir la tentación de decírselo: parece que nuestra propuesta se perfila como la favorita.
Felicitó a Baumgard como en un acto reflejo. Bajó los cuatro pisos a pie. El sonido de sus pasos en la escalera parecía repetir rítmicamente lo que le pasaba por la cabeza: «Son favoritos. ¿Por lo sucedido o a pesar de lo sucedido? ¿Por eso o a pesar de eso?».
Se dirigió a la Zeil. Asombrada de la espesura que habían adquirido las copas de los árboles en pocos días, se volvió para mirar la ventana del despacho en Baumgard & Holder, desde el que había estado observando la calle en su primera visita a la agencia. ¡Qué lejano todo! Y, sin embargo, sentados en los bancos, le pareció ver a los mismos vagabundos y, encaramado a otro banco enfrente de los grandes almacenes, un predicador negro hablando de Jesús con los ojos levantados por encima de las cabezas de los transeúntes, como si su interlocutor fuera el gigantesco rótulo verde «Galería Kaufhof». El móvil le sonó dentro del bolso. No conocía el número.
—Weber-Tejedor.
—Comisaria. Soy la Negra. Una de las chicas conoce a uno que tiene un perro como el que buscas.
No quiso caminar hasta el lugar en el que había dejado el coche, y cogió allí mismo un taxi. Por el camino llamó a Reiner Fischer.
—Tenemos a ese hijo de puta.
El taxista le lanzó una mirada reprobatoria desde el retrovisor.
—Avisa a Müller y dile que nos encontramos en el café de la Negra.
El taxista movió la cabeza mientras chasqueaba la lengua reprobando su lenguaje.
—Soy policía —le dijo ella.
—Eso lo explica todo.