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Voces
A veces el desconcierto se traduce en silencio; otras, como en el caso de la reunión del equipo de investigación tras el asesinato de Markus Gerwing, en un tumulto de voces, como el que oía Cornelia mientras se acercaba a la sala donde los otros ya la esperaban. El vocerío se cortó en seco en cuanto ella abrió la puerta y entró. Eran cuatro: Reiner Fischer, Leopold Müller y los agentes Gunkelmann y Nowak. Aguardaron a que se acomodara y atendieron concentrados a las informaciones sobre el asesinato de Markus Gerwing. Tensos, como velocistas esperando el pistoletazo de salida: en este caso, el punto final del resumen del informe provisional del forense que decía que la víctima había muerto a consecuencia de los golpes, pero que la cuchillada habría sido mortal también. Había muerto el martes por la noche, entre las diez y las doce, es decir, un día antes de que el cadáver fuera encontrado. Gerwing había sido asesinado a pocos metros de donde había aparecido el cuerpo. Reiner fue el primero en tomar la palabra.
—Alguien debería haber visto algo.
—Difícil. Está muy oscuro y, además, allí nadie se mete en lo que hacen los demás —replicó Cornelia.
—Pero ¿cómo puede ser que nadie viera el cuerpo? Estuvo todo un día y parte de la noche, ¿y nadie se dio cuenta?
—Hay mucha maleza —explicó ella—. El cuerpo quedaba escondido entre los matorrales. La casualidad quiso que ayer por la noche el cielo estuviera despejado, que hubiera luna llena y que por eso brillara la pintura blanca…
—¿Sabe alguien si la noche anterior el cielo estuvo despejado o cubierto? —interrumpió Müller.
Cornelia y Fischer negaron con la cabeza. Los agentes Gunkelmann y Nowak tomaron nota aplicadamente. Tenían una tarea.
—Por otro lado, dado que es un lugar para encuentros clandestinos, puede ser también que otros lo descubrieran y no dijeran nada —siguió Müller. Nowak pareció dudar si tachar o no lo que había escrito. Gunkelmann anotó lo que había comentado Müller.
Cornelia se echó hacia atrás en la silla y escuchó lo que decían sus compañeros sin intervenir.
—Quizá descartamos demasiado pronto que se tratara de un grupo homófobo —apuntó Fischer.
—También los colegas de la Oficina Federal para la Protección de la Constitución lo hicieron —apuntó Nowak.
—En caso de que realmente se tratara de una acción de un grupo de ese tipo, no nos sirve de nada escudarnos en lo que diga o haya dicho la Oficina Federal. El error seguiría siendo nuestro.
Nowak enrojeció.
—De todos nosotros, no sólo suyo, Nowak —intervino Müller al ver la reacción del joven agente.
—Tal vez minusvaloramos la agresividad latente de grupúsculos como Alemania Limpia —siguió Fischer.
«Tal vez», pensó Cornelia. Quizá la ridiculez de su discurso hizo que los vieran falsamente inofensivos, como insectos mimetizando a depredadores, y no tuvieron en cuenta que ni lo absurdo de los razonamientos ni la estupidez de algunos discursos han sido nunca un obstáculo para justificar la violencia.
—Creo que deberíamos volver a replantearnos que se trate de un asesino en serie —apuntó Müller.
—No nos lo podemos replantear porque no nos lo planteamos nunca —fue la respuesta de Reiner Fischer.
—¡No seas pedante! Quizá deberíamos pensar en esta opción. El maquillaje de payaso en los dos casos… Las víctimas eran homosexuales.
—No se explican entonces los anónimos, que apuntan más bien en la dirección de alguien del entorno próximo de la primera víctima. Ya sabemos que los cuatro últimos eran imitaciones de los que mandó la tipa esa de Alemania Limpia —argumentó Reiner.
—Pero ¿estamos realmente seguros de que los anónimos y el asesinato, los asesinatos, están relacionados? —preguntó Müller.
—En estos momentos no estamos seguros de nada.
La voz de Reiner no parecía haber salido de la garganta, sino del estómago. Era un sonido profundo, un desaliento visceral.
Ese comentario fatalista sumió al grupo en el mutismo y obligó a Cornelia a abandonar su posición de observadora.
—Quizá no estemos seguros al ciento por ciento de que el autor de los cuatro últimos anónimos sea el asesino, pero tiene cierta lógica suponer que quien los envió lo hizo con la intención de que tras el crimen las sospechas apuntaran, o bien a algún grupo extremista, o bien a detractores de la campaña a quienes se les fue la mano. Me parece un razonamiento plausible a partir del cual podemos seguir trabajando.
—Pero certeza, lo que se dice certeza, no tenemos —replicó Reiner.
Cornelia conocía muy bien esos momentos negativos de su compañero. Los atribuía a las sacudidas que sufría con regularidad su íntima fe en la bondad intrínseca del género humano, una convicción de por sí inimaginable en un policía de homicidios, que se sostenía con una resistencia férrea a todas las pruebas indiscutibles de lo contrario que la acosaban a diario. A veces, con todo, conseguían hacer mella en el subcomisario y lo cubrían de súbitos nubarrones negros tras los cuales desaparecía. Ella intentó apartarlos antes de que envolvieran también a los demás compañeros.
—Si sólo moviéramos el culo de la silla cuando estamos por completo seguros de lo que hacemos, en nuestro departamento no necesitaríamos piernas. Lo de los anónimos es una hipótesis y sólo trabajando sobre ella sabremos si se demuestra o no.
Reiner la miró, apuntó una sonrisa socarrona y dijo:
—Manual de investigación policial…
—Capítulo uno —lo interrumpió ella entonces que ya lo tenía de nuevo—. Después de esta breve clase de repaso, sigamos con el trabajo.
La parálisis duró todavía un momento, después la reunión salió del marasmo.
—¿Y si se trata de un crimen pasional? ¿Por qué descartamos el crimen pasional? —era Reiner.
—Pero ¿quién podría haber sido? Al chaperillo ese, Tomasevic —comentó Müller—, lo tenemos detenido y parece que más hombres no había de momento en la vida de Sperber.
—Excepto el amante anónimo que casi supuso la ruptura entre Sperber y Gerwing. Según nos contó éste, fue Johannes Sperber quien puso fin a esa relación, una relación que fue diferente a todas las que había tenido anteriormente, mucho más intensa. Así lo sintió Gerwing y quizá fuera así para el otro. Pero Sperber en algún momento se cansó y le puso fin.
—Eso sucedió hace tres años —replicó Müller—. ¿Por qué tendría que tener importancia ahora?
—No podemos más que hacer conjeturas. Ni sabemos quién es esa persona. El único que podría darnos más información era Gerwing —dijo Cornelia—. Pero creo que en esa segunda conversación que mantuvimos con él nos contó de verdad todo lo que sabía. Para seguir esta idea tenemos que movernos, por lo tanto, en dos direcciones: investigar más a fondo la vida privada de Sperber, hablar con sus amigos; quizás a alguno le contara algo de esa relación amorosa; por otro lado, tenemos que intentar averiguar si en los últimos tiempos algo cambió en su vida.
—¿Por qué? —preguntó Müller.
—Precisamente para intentar dar respuesta a tus objeciones. ¿Por qué decide vengarse alguien tres años después? Si partimos de un odio latente, tiene que haber algo que lo haya puesto en marcha. Ya sé que lo que estoy diciendo es una especulación sobre otra especulación, pero tiene que haber un desencadenante, un cambio que quizá los haya puesto de nuevo en contacto o que haya colocado a Sperber en el punto de mira de su asesino.
—O sea, que partiríamos de que el motivo es la venganza —dijo Nowak.
—Es una posibilidad. La crueldad y el ensañamiento que muestran los dos asesinatos no tienen por qué ser indicios de que se trata de un asesino en serie, aunque no descartaremos esa hipótesis, sino que se puede interpretar también como efecto del odio profundo hacia la víctima.
—Pero ¿venganza contra ambos, contra Sperber y Gerwing? —alegó Reiner.
—Un amante despechado. Mata primero a quien lo abandonó y después a su rival.
—O al revés, quizá primero mata a la pareja y después al amante —aventuró Müller—. Siempre damos por hecho que Gerwing le era fiel a Sperber y no tenemos en cuenta la posibilidad de que él también tuviera aventuras amorosas.
No habían investigado en esa dirección tras la muerte de Sperber, pero ahora tendrían que abrir la vida de Gerwing como el forense abrió su cuerpo. Y ni las vísceras ni los secretos humanos están hechos para la luz del sol. Después, ellos también cerrarían y coserían la intimidad de Gerwing, pero no sin dejar marcas; sacarían a la luz informaciones que, en otro caso, siempre hubieran permanecido a buen cobijo, que delatarían el secreto que él había decidido guardar con tanto empeño.
—Resumiendo —dijo Cornelia—, esta muerte echa por tierra algunas de las líneas de investigación que hemos seguido hasta el momento, la posibilidad de que el asesinato de Sperber tenga que ver con la competencia por la campaña de la ciudad o con la agencia parece ahora mínima, casi absurda. En cambio, han reaparecido otras ideas que habíamos descartado y tenemos que preguntarnos qué hemos pasado por alto.
Enumeró las tareas que les esperaban: reanudar el contacto con la Oficina Federal para la Protección de la Constitución y retomar las actividades de grupúsculos de tendencia homofóbica, intensificar la investigación en los locales de ambiente, conocer más a fondo el entorno de Gerwing, averiguar más sobre la vida privada de Sperber. Y, aunque hubiera pasado a un segundo plano, continuar observando a los miembros de las agencias publicitarias. No tenían nada, sólo les quedaba la opción de moverse. A ciegas, en todas las direcciones, y esperar que quizás alguna de esas acciones los llevara a toparse con algo.
Después de la reunión necesitó escaparse. Estaba desorientada, lo peor que puede pasar en una investigación. Como en otras ocasiones en las que perdía el norte, decidió ir al río. Una costumbre de la que nadie sabía nada. Y así estaba bien.
Metió el coche en el aparcamiento subterráneo de la plaza Römer. Salió repitiendo un par de pasos de una coreografía de «Stop in the name of love» que habían inventado ella y su hermano Manuel en la adolescencia. Recordó las palabras de su hermano: «Si quieres ser una persona interesante, tienes que tener secretos. Pueden ser vicios, aficiones, pasiones… No importa qué. Lo que cuenta es que no lo sepa nadie, sólo tú. Y como tú sabrás que tienes un secreto, la gente te lo notará». Tenía que reconocer que Manuel siempre había tenido más estilo que ella. Eso se lo dijo un día su hermano pequeño cuando ella tenía dieciséis años y él catorce y ensayaban juntos coreografías de Diana Ross y The Supremes en el comedor de su casa aprovechando que sus padres no estaban.
La de «Stop in the name of love» la había bailado justo por la mañana, a pesar de que el hallazgo del cuerpo de Markus Gerwing le había supuesto una noche de poco sueño, intermitente, siempre interrumpido por despertares en medio de ahogos y palpitaciones. Pero la canción había sonado mientras se secaba después de la ducha y restregaba con fuerza los brazos y las piernas para desentumecerse. A los primeros acordes había comprobado que la puerta estuviera cerrada con llave y había repetido en la estrechez del baño la coreografía adolescente gracias a la cual llevaba ahora un morado considerable en el codo derecho. Bailaba siempre que sonaban esas canciones en HR1, lo cual sucedía por lo menos una vez a la semana. Entonces controlaba por dónde andaba Jan y bailaba delante del transistor. Si Jan estaba en el baño, bailaba en el dormitorio; si estaba en la cocina, bailaba en el baño o en el comedor. Siempre en tensión, atenta a que él no apareciera y la descubriera. Porque era secreto. Uno de sus secretos. Tontos, pero suyos.
Como lo era el efecto depurativo para su ánimo que tenía «escuchar español». Escogió una mesa al sol en uno de los locales tradicionales en frente del ayuntamiento, pidió una cerveza y empezó a hojear distraídamente el periódico mientras escuchaba las voces a su alrededor.
El día era soleado y cálido. Todas las mesas en la calle estaban ocupadas. Pronto pescó a los primeros, una pareja española detrás de ella. «Viaje de novios», pensó. Puso su mejor cara de alemana y de no estar entendiendo nada de lo que decían y espió su conversación.
A los pocos minutos —la suerte estaba realmente de su parte— un grupo de turistas cruzó la plaza. Más españoles. Acababan de bajar del autocar delante de la Paulskirche y seguían más o menos disciplinadamente a la guía que los conducía hacia la catedral; más tarde, una miradita al río, una escapada a la casa natal de Goethe y, después de comer, a Heidelberg.
—Ya tenía yo ganas de estirar los pies…
—Pues a mí Colonia no me ha gustado…
—Un río como el Rin ya lo querríamos en España…
—Para comer habrá salchichas, digo yo…
Buen botín. Decidió caminar un rato junto a la orilla del río. Se sentía un poco mejor, recuperaba la distancia que había perdido ante tal acumulación de hechos y datos que no acababan de encontrar su lugar. Cuando detrás de ella dos chicos argentinos pasaron a engrosar su lista de capturas, el juego había cumplido su cometido. Se sentó en un banco y se sumergió en sus apuntes sobre el caso. Tenía que tomar todo ese cúmulo de informaciones e ideas y mirarlo sin ideas preconcebidas.
Por delante de ella, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, pasaban grupos de personas, ciclistas, patinadores, gente con perros, con cochecitos, con maletas. Algunos hablaban en español. Pero ya no los percibía más que como sombras pasajeras sobre sus papeles.
Estaba ahí. La respuesta tenía que estar ahí. La tenían muy cerca pero se les escurría entre los dedos porque no habían tenido los ojos abiertos. Faltaba algo que les mostrara lo que era. Como cuando en la estación distinguió por primera vez las escaleras del paso subterráneo a pesar de haberlas visto durante años. Para eso, sin embargo, se necesitaba tener los ojos muy abiertos, y ella tenía la sensación de que los suyos estaban obstruidos. Porque no podía dejar de dar vueltas a algo que imaginaba que, en un momento u otro, habría cruzado por la mente de los compañeros con quienes discutía el caso. ¿Qué habría pasado si hubieran empezado a observar antes a Gerwing? Había recibido una llamada de la juez Lohmeier. La intensidad con que ésta le había repetido que no tenía que sentirse responsable de lo sucedido le hizo pensar que compartían precisamente ese sentimiento de culpabilidad. ¿Qué hubiera pasado si hubieran empezado a observar antes a Gerwing? No dudaba que la respuesta era que no estaría muerto. Pero ¿cómo podían ni siquiera suponer que estuviera en peligro? ¿Qué los podía haber llevado a pensar que se encontraba en el punto de mira del asesino? ¿Y por qué lo había estado?
Y seguían también sin saber qué hacía Johannes Sperber en ese aparcamiento a esas horas.