11
Seis
Con ese anónimo Edelstein no podría aumentar su colección de «clásicos». El papel que Cornelia encontró en la mesa de Bárbara Hase contenía un texto escrito con letra Arial de 18 puntos, como los anteriores, y tuvo la impresión de que, desde que había sido depositado allí, la asistente de Baumgard no se había atrevido ni a acercarse a su escritorio por miedo a estropearlo.
Bárbara Hase le contó que lo había sacado del sobre sin sospechar nada a pesar de que venía sin remite.
—Pensé que al estar usted aquí ya no habría más anónimos, pero parece que o bien no lo saben o les da igual.
Había reconocido enseguida lo que era y lo había depositado sobre la mesa con sumo cuidado, sosteniéndolo sólo por la esquina que ya había tocado. Después había avisado a su jefe y éste había llamado de inmediato a la policía.
En los pocos minutos que Cornelia llevaba en el despacho de Bárbara Hase había presenciado una especie de peregrinaje a la habitación, cuya puerta había quedado abierta. Varios miembros de la agencia pasaron por allí, le dieron un vistazo rápido a la hoja de papel y se marcharon de nuevo intercambiando entre ellos comentarios del tipo «¡Qué fuerte!», «¡Vaya cosa!», «Mira tú, otro». Como si entraran en una barraca de feria a ver una atracción barata. Una cosa quedaba además clara, todos sabían ya lo de los anónimos. Sólo uno de los curiosos se quedó después de echar una miradita al papel mientras Cornelia hablaba con Hase, quien le mostraba el resto del correo recibido; algunos sobres todavía estaban por abrir. El curioso era un hombre de unos veinticinco años, con un desaliño que indicaba que, con toda probabilidad, había pasado demasiadas horas en la agencia; tenía los ojos enrojecidos y las pupilas muy dilatadas. Se quedó en el umbral de la puerta con la cabeza apoyada en el marco y los brazos cruzados sobre el pecho. Una mano que apareció de pronto por detrás y le dio unos golpecitos apremiantes en el hombro le hizo dar un respingo.
—¿Qué estás haciendo aquí? No nos queda demasiado tiempo.
Era Johannes Sperber. También en su rostro se reflejaban el cansancio y la tensión. Los ojos estaban rodeados por anchos círculos violáceos y el pelo, que solía llevar siempre disciplinadamente hacia atrás, le caía revuelto sobre la frente.
—A ver, ¿se está quemando algo en el edificio? ¿Se ha muerto alguien? ¿Has escrito «el» texto? ¿La madre de todos los textos? No, ¿verdad? Pues deja de pensar en las musarañas, no tenemos tiempo que perder.
—¿Por qué tenemos que pagar nosotros los platos rotos de otros?
—Mira, si no quieres hacerlo, no tienes más que decirlo. Nadie te obliga. Entiendo que no aguantes la presión, es humano…
—¿Quién ha dicho que no aguanto la presión?
—Lo dice el que lleves varios minutos mariposeando por aquí como si no tuviéramos nada urgente que hacer.
El hombre se volvió hacia Sperber, balbuceó algo y dio una patada al marco de la puerta.
—¡Eh, Jörg! ¿Qué haces? —le gritó Bárbara Hase.
Pero él se marchó y, sin volverse, dirigió a todos un gesto de desprecio con el brazo levantado. No se encaminó hacia la derecha, a la sala en la que estaba reunido el grupo con el que estaba trabajando, sino hacia la izquierda, hacia la salida.
—Ya se le pasará. No todo el mundo lleva igual los nervios y la falta de sueño —dijo Sperber.
Pronunció estas palabras en un tono sin el más mínimo rastro de la acritud con la que había interpelado a su colaborador. Se acercó a la mesa y saludó a Cornelia.
—Disculpe que no me quede con ustedes. Ya vi el anónimo cuando la señora Hase nos avisó.
En ese momento apareció otra persona en la puerta.
—Johannes, creo que tenemos algo bueno.
Al ver a la comisaria y la gravedad de la expresión de Hase y Baumgard, preguntó, si bien sin demasiado interés:
—¿Pasa algo?
Fue Hase quien le respondió.
—Ha llegado otro anónimo.
—¡Ah, vaya! ¿Vienes, Johannes? Queda menos de una hora hasta la deadline.
Hizo un gesto de despedida, dio media vuelta y desapareció.
Sperber lo siguió, pero antes de abandonar el despacho se dirigió a Cornelia:
—Es muy urgente. Una asistente anotó mal la fecha de entrega de una propuesta y si en una hora no tenemos por lo menos un boceto que podamos presentar, perdemos la campaña y, con casi toda probabilidad, al cliente. Es uno de esos clientes que se consideran el alma de la economía local. Por si acaso fuera así, tenemos que cuidarlo —dijo en tono de disculpa.
Se marchó también.
En la mesa, un nuevo anónimo, el sexto. Alrededor de la mesa, una comisaria de homicidios, el dueño de la agencia y su asistente. Pero lo realmente importante sucedía un par de puertas a la derecha.
Cornelia no permitió, con todo, que esa distorsión la turbara. Metió la funda de plástico con la que habían protegido el papel en una carpeta para hacerlo llegar ese mismo día a los técnicos. Repasó una vez más con Hase el recorrido de la carta desde que la recepcionista había repartido el correo hasta la llamada de Baumgard, a quien el asunto, evidentemente, le preocupaba más que a sus colaboradores. ¿Quizá porque tenía más tiempo?
Antes de marcharse a Jefatura fue al despacho de Katja Bamberger. Bamberger estaba trabajando con otra compañera.
—¡Hola, comisaria!
La saludó formalmente a pesar de que desde el rodaje en el jardín chino se tuteaban. Pero a Bamberger le gustaba su rol de confidente y disimular la familiaridad con Cornelia usando el usted ante otros era parte de su caracterización.
—Tenemos que cambiar el texto del spot, ¿sabe? Y rápido. Para el pitch necesitamos uno completo —le explicó Bamberger.
—En parte por eso quería hablar con usted.
La compañera de Bamberger salió de la oficina, aunque era evidente que hubiera pagado porque le dijeran que eso no era necesario. Cuando cerró la puerta tras de sí, Cornelia siguió hablando:
—Si lo he entendido bien, la persona que no ha venido lo ha hecho porque se negaba a aparecer en la película con un gay. ¿Me podrías dar sus datos?
—¿Es por lo de los anónimos?
—Supongo que será una comprobación rutinaria, pero hasta el momento es la primera persona concreta que manifiesta de manera abierta su animadversión hacia la campaña.
—¿Están Baumgard y Sperber de acuerdo?
Cornelia sonrió ante la solemnidad con que Katja formuló la pregunta.
—No creo que tengan nada en contra. Además, para los publicistas no rige el secreto profesional.
—Tengo todos los datos en el ordenador. Lo que ya te puedo adelantar es que el tipo se llama Manfred Breitner.
—¿Breitner?
—Sí, pero Manfred, no Paul.
—Es que con un actor con ese nombre no podía salir bien la cosa.
—Cornelia, eres más mala de lo que aparentas —bromeó Bamberger.
Aún tenía que acostumbrarse al tuteo con Katja. Su educación alemana la hacía precavida ante los tuteos prematuros. Después no hay vuelta atrás y ella era consciente de que no dominaba los mecanismos que permitían a los españoles mantener las jerarquías a pesar del tuteo.
Anotó los datos de Manfred Breitner, el presidente de una asociación de pequeños jardineros.
—No es el único que ha rechazado participar en la campaña, sólo es el único que lo ha hecho después de decir que sí —precisó Katja Bamberger.
Con una copia del anónimo, una hora más tarde fue a hablar con Matthias Ockenfeld.
—Parece que las ampollas que levanta la propuesta de Baumgard & Holder todavía duelen. Mi presencia no ha tenido tampoco un efecto disuasorio.
—Bueno, tampoco estaba pensada en ese sentido, su trabajo es de observación.
—En principio. Pero si todos en la agencia saben ya lo de los anónimos, dudo que ignoren por qué estoy ahí. Y son muchas personas, que lo cuentan en casa, a los amigos… Los autores de los anónimos saben bastante sobre Baumgard & Holder. O los espían o conocen a alguien dentro o quién sabe, quizás están o estuvieron dentro. El caso es que no engañamos a nadie con lo de la asesoría y creo que debería ocuparse más gente de este asunto.
—¿Qué necesita?
—Algunos compañeros que investiguen, por ejemplo, a las personas que fueron invitadas a participar en los spots. Por lo que sé, si consiguen que se les adjudique la campaña, quieren rodar seis spots en los que aparezcan cada vez tres personas diferentes. Combinaciones chocantes: un cura, un imam y la dueña de un quiosco de bebidas en Bockenheim, por ejemplo. Ya tienen la aceptación de todos, por lo menos eso creían hasta que les falló uno que tenía que aparecer en el spot piloto para la presentación en el ayuntamiento.
Ockenfeld escuchaba con creciente atención.
—Hasta conseguir la lista definitiva, tuvieron que ponerse en contacto con mucha gente. Algunos aceptaron, otros no. No creo que en Baumgard & Holder tengan inconveniente en pasarnos la correspondencia que mantuvieron. Ahí podemos observar si hubo alguna manifestación de rechazo frontal.
—Pero no podemos sospechar de nadie porque se niegue a participar en una campaña de publicidad.
—Sea como sea, este asunto debería quedar en manos de colegas especialistas en estos temas, acostumbrados a trabajar en casos de intentos de extorsión o intimidación. ¿No le parece?
—No considero conveniente sustituirla ahora que lleva casi una semana ahí y conoce el entorno, pero a partir del lunes tendrá a un par de colegas de apoyo.
Le dio las gracias. La tranquilizaba saber que contaría con ayuda en ese asunto. No podía decir por qué, pero el último anónimo le parecía más amenazador que el resto a pesar de que en nada difería de los otros.