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Lunes, 13.22, Sanliurfa, Turquía

El abogado Lowell Coffey II, parado a la sombra del inclasificable remolque blanco de seis ruedas, tomó el borde de su corbata roja y enjugó el sudor que le enturbiaba la visión. Maldijo en voz baja el zumbido del motor a batería que indicaba que el aire acondicionado estaba funcionando en el remolque. Luego observo el terreno árido salpicado de colinas resecas. A unas trescientas yardas de distancia se veía un camino desierto de asfalto que ondulaba bajo el insoportable calor de la tarde. Más allá, separada de ellos por tres millas estériles y más de cinco mil años, se erguía la ciudad de Sanliurfa.

El Dr. Phil Katzen, un biofísico de treinta y tres años, se paró a la derecha del abogado. El científico pelilargo entrecerró los ojos al mirar el polvoriento perfil de la antigua metrópoli.

—¿Sabías, Lowell —dijo Katzen—, que hace diez mil años, exactamente aquí, donde estamos parados, se domesticaron bestias de carga por primera vez? Eran unos bisontes salvajes. Ellos araron la tierra que estamos pisando.

—Maravilloso —dijo Coffey—. Y probablemente también podrías decirme cómo estaba compuesto el suelo por aquel entonces. ¿Acerté?

—No —sonrió—. Sólo puedo decirte cómo está compuesto ahora. Todas las naciones de esta región deben registrar esos datos para saber cuánto durarán las granjas, por ejemplo. Tengo un diskette con los archivos del suelo. Si quieres leerlo, lo abriré en cuanto Mike y Mary Rose terminen.

—No, gracias —dijo Coffey—. Ya tengo bastantes problemas para retener toda la maldita información que supuestamente debo memorizar. Sabes, estoy envejeciendo.

—Apenas tienes treinta y nueve años —dijo Katzen.

—No me durarán mucho —dijo Coffey—. Mañana se cumplen cuarenta años de mi nacimiento.

Katzen sonrió.

—Entonces... feliz cumpleaños, consejero.

—Gracias —dijo Coffey—, pero no será un cumpleaños feliz. Estoy envejeciendo, Phil.

—Un momento —dijo Katzen, y señaló, la ciudad de Sanliurfa—. Cuando ese lugar era joven, a los cuarenta eras viejo. En aquella época poca gente llegaba a los veinte años. Y además con mala salud. Cumplían veinte años y tenían los dientes podridos, algún hueso roto, mala vista, pie de atleta y otras lindezas que te ahorro. Demonios, en Turquía hoy se vota por primera vez a los veintiún años. ¿Te das cuenta de que los líderes ancianos de ciudades como Uludere, Sirnak y Batman ni siquiera podrían haber votado?

Coffey lo miró con curiosidad. — ¿Existe un lugar llamado Batman?

—Justo sobre el Tigris —dijo Katzen—. ¿Ves? Siempre hay algo nuevo que aprender. Esta mañana pasé un par de horas estudiando el CRO. Vaya máquina la que diseñaron Matt y Mary Rose. El conocimiento nos mantiene jóvenes, Lowell.

—Saber que existen Batman y el CRO no es exactamente algo por lo que vivir —dijo Coffey— y en lo que concierne a tus viejos turcos, con todo lo que plantó, sembró e irrigó esa gente... cuarenta años los sentirán por lo menos como ochenta.

—Es verdad.

—Y probablemente hicieron toda su vida el mismo trabajo, desde que tenían diez años —agregó Coffey—. En la actualidad se supone que vivimos más y evolucionamos profesionalmente.

—¿Intentas decirme que tú no has evolucionado? —preguntó Katzen.

—He evolucionado como el dodo —dijo Coffey—. Siempre pensé que al llegar a esta edad sería un “peso pesado” internacional, que trabajaría para el presidente y negociaría acuerdos de comercio y de paz a muy alto nivel.

—Tranquilo, Lowell—dijo Katzen—. Todavía estás en combate.

—Sí —replicó Coffey—. En un rincón del cuadrilátero, porque me sangra la nariz. Trabajo para una agencia gubernamental de perfil bajo de la que nadie ha oído hablar...

—Perfil bajo no significa falta de distinción —señaló Katzen.

—En lo que hace a mi combate, sí —respondió Coffey—. Trabajo en un sótano en la Base Andrews de la Fuerza Aérea —ni siquiera en Washington D.C., por el amor de Dios— y me dedico a promover tratados nada excitantes aunque necesarios con países hospitalarios a regañadientes, como Turquía, para que juntos podamos espiar a países todavía menos hospitalarios, como Siria. Encima de eso me estoy cocinando en el maldito desierto, y un sudor helado me baja por las piernas y humedece mis medias en vez de estar discutiendo casos de la Primera Enmienda ante la Corte Suprema.

—También estás empezando a lloriquear —dijo Katzen.

—Culpable —dijo Coffey—. Prerrogativas del que cumple años.

Katzen tiró del ala del sombrero de fieltro australiano de Coffey hasta taparle los ojos.

—Ilumínate. No todo trabajo útil puede ser, además, sexy.

—No se trata de eso —insistió Coffey—. Aunque tal vez sí, en cierta medida.

Se quitó el sombrero australiano, limpió el sudor de la cinta con el dedo índice y volvió a encasquetárselo en la sucia cabeza rubia.

—Creo que lo que estoy queriendo decir —prosiguió con dificultad— es que yo era un prodigio en leyes, Phil. El Mozart de la jurisprudencia. A los doce años leía los libros de leyes de mi padre. Cuando todos mis amigos querían ser astronautas o jugadores de béisbol, yo pensaba que sería maravilloso ser fiscal. Podría haber hecho casi todo lo que hago ahora cuando tenía catorce o quince años.

—Los trajes te hubieran quedado un poco grandes —respondió Katzen, impávido.

Coffey frunció el entrecejo. —Sabes bien lo que quiero decir.

—Estás diciendo que no has vivido de acuerdo con tu potencial —dijo Katzen—. Bueno, fírmese y archívese, y bienvenido al mundo real.

—Ser un desilusionado más entre muchos otros no mejora las cosas, Phil —replicó Coffey.

Katzen sacudió la cabeza.

—Lo único que puedo decir es: desearía haberte tenido a mi lado cuando estuve con Greenpeace.

—Lo siento —dijo Coffey—. Nunca me arrojé desde la cubierta de un barco para proteger a las focas bebé de los arpones, ni me enfrenté a un grupo de robustos cazadores para evitar que usaran carne cruda como cebo para atraer a los osos negros.

—Yo hice ambas cosas una sola vez —dijo Katzen—. Me rompieron la nariz haciendo una y huí aterrado del arpón haciendo la otra. Lo lamentable es que me acompañaban unos inútiles cobardes incapaces de distinguir una marsopa de un delfín. Lo peor de todo era que les importaba un bledo. Estaba en tu oficina cuando negociaste nuestra breve visita con el embajador turco. Pusiste todo tu empeño y creaste una herramienta de trabajo valiosísima para nosotros.

—Estaba negociando con un país que tiene cuarenta billones de dólares de deuda externa, la mayor parte con nuestro país —aclaró Coffey—. Lograr que consideren nuestro punto de vista no me coloca exactamente entre los genios.

—Mentira —dijo Katzen—. El Banco Islámico de Desarrollo también es acreedor de una buena cantidad de billetes turcos y ejerce una importante presión pro fundamentalismo sobre esta gente.

—Es imposible imponer la ley islámica a los turcos —respondió Coffey—, ni siquiera a través de un líder ferozmente fundamentalista como el que tienen ahora. La Constitución lo prohíbe.

—Las constituciones pueden ser enmendadas —dijo Katzen—. No te olvides de Irán.

—La población secular es mucho mayor en Turquía —prosiguió Coffey—. Si los fundamentalistas trataran de tomar el poder aquí, habría una guerra civil.

—¿Quién podría asegurar que no la habrá? —preguntó Katzen—.

En todo caso, no me refería a nada de esto. Fuiste capaz de atravesar a toda velocidad las regulaciones de la OTAN, la ley turca y la política norteamericana para que llegáramos aquí. No conozco a ningún otro que hubiera podido logrado.

—No tengo más remedio que sentirme un poquito orgulloso —dijo Coffey—. No obstante, el tratado con Turquía probablemente haya sido el punto más alto de mi año laboral. Cuando volvamos a Washington todo seguirá como de costumbre. Iré a ver a la senadora Fax con Paul Hood y Martha Mackall. Asentiré cuando Paul asegure a la senadora que todo lo que hicimos en Turquía fue legal, que los estudios del suelo que hiciste en el este serán compartidos con Ankara y fueron la “verdadera razón” de nuestra presencia aquí, y garantizaré que seguiremos operando dentro del marco de la ley si el Centro Regional de Operaciones recibe más fondos. Después volveré a mi oficina y trataré de imaginar cómo usar el CRO de maneras no cubiertas por la ley internacional. —Coffey sacudió la cabeza—. Sé que así es como deben hacerse las cosas, pero no me dignifica.

—Al menos nosotros intentamos ser dignos —señaló Katzen.

—Tú lo intentas —dijo Coffey—. Dedicas tu carrera a estudiar accidentes nucleares, incendios de petróleo y polución. Marcas una diferencia, o al menos te impones un desafío. Me metí en leyes para ocuparme de asuntos verdaderamente globales, no para encontrar excusas legales a espías ocultos en los sudaderos del Tercer Mundo.

Katzen suspiró.

—Estás pasado de revoluciones.

—¿Qué?

—Estás transpirando. Estás malhumorado. Te falta un día para cumplir cuarenta años. Y te estás castigando duro.

—No, me castigo con demasiada suavidad.

Coffey caminó hacia el refrigerador instalado bajo la sombra protectora de una de las tres tiendas cercanas. Vio la edición rústica y aún sin abrir de Revuelta en el desierto, la novela de T. E. Lawrence que había traído para leer. En la cómoda librería de Washington, ese libro le había parecido la elección más acertada, pero ahora deseaba haber escogido Doctor Zhivago o La llamada de la selva.

—Creo que estoy teniendo una epifanía —murmuró Coffey—, como todos los patriarcas que llegaron al desierto.

—Esto no es el desierto —dijo Katzen—. Es lo que denominamos tierra de pastoreo no arable.

—Gracias —dijo Coffey—. Archivaré esa información junto con la de Batman, Turquía, como algo para recordar.

—Caramba —dijo Katzen—, estás de pésimo humor. Y no creo que se deba a tus cuarenta años. Creo que el calor te ha resecado el cerebro.

—Tal vez —respondió Coffey—. Acaso ésa sea la razón de que todos estén en guerra en esta parte del mundo. ¿Alguna vez oíste hablar de una guerra entre esquimales montados en bloques de hielo o huevos de pingüino?

—He visitado a los Inuit, sobre la costa de Bering —dijo Katzen—. No pelean entre ellos porque tienen otra idea de la vida. Su religión se compone de dos elementos: fe y cultura. Los Inuit tienen fe sin fanatismo, y esa fe es un asunto muy privado para ellos. La cultura es la parte pública. Comparten sabiduría, tradición y fábulas en vez de insistir en que su manera de vivir es la única válida. Lo mismo vale para muchos pueblos tropicales y subtropicales de África, Sudamérica y el Lejano Oriente. No tiene nada que ver con el clima.

—No creo que el clima sea determinante —dijo Coffey—. No del todo.

Sacó una lata de Tab de entre el hielo derretido del refrigerador y la destapó. Mientras vertía la gaseosa en su boca miró el enorme remolque resplandeciente bajo el sol. La desesperación lo abandonó por un instante. Ese vehículo aparentemente indescriptible era hermoso y sexy. Al menos se sentía orgulloso de estar asociado con él. El abogado dejó de ver y contuvo el aliento.

—Quiero decir —prosiguió, jadeando ligeramente después del trago largo e ininterrumpido— que te fijes en las ciudades o cárceles donde hay motines. O en sitios como Jonestown y Waco donde la gente se fanatiza. Jamás ocurre cuando hace frío o hay tormentas de nieve. Siempre cuando hace calor. Fíjate en los estudiosos de la Biblia que vinieron al desierto. Llegaron como hombres, permanecieron bajo el calor, y volvieron profetas. El calor enciende nuestros fusibles.

—¿No creerás que Dios tuvo algo que ver con Moisés y Jesús? —preguntó solemnemente Katzen.

Coffey se llevó la lata a los labios.

—Touché —admitió antes de volver a beber.

Katzen se volvió hacia la joven negra parada a su derecha. La mujer llevaba puestos unos pantalones cortos color caqui, una blusa manchada de sudor también color caqui y una mancha blanca. El uniforme era “inofensivo”. Aún no había sacado a relucir el poderoso escudo de la fuerza de despliegue rápido Striker a la cual pertenecía. Tampoco ostentaba ningún otro signo de filiación militar. Como el remolque mismo —cuyo espejo retrovisor parecía simplemente un espejo y no una antena parabólica y cuyas paredes estaban de modo intencional arañadas y artificialmente herrumbradas para no dejar entrever la cubierta de acero reforzado que había debajo— la joven mujer tenía el aspecto de una aclimatada arqueóloga.

—¿Cuál es tu opinión, Sondra? —le preguntó Katzen.

—Con el debido respeto —dijo la joven negra—, pienso que ambos están equivocados. Creo que la paz, la guerra y la sanidad son todas cuestiones de liderazgo. Miren aquella antigua ciudad —la joven hablaba con tono calmo y reverente—. El profeta Abraham nació exactamente allí hace treinta siglos. Allí vivía cuando Dios le ordenó que se mudara a Canaán con su familia. Ese hombre fue tocado por el Espíritu Santo. Fundó un pueblo, una nación, una moral. Estoy segura de que tenía tanto calor como nosotros, especialmente cuando Dios le ordenó clavar una daga en el vientre de su único hijo. Estoy segura de que bañó con sudor y con lágrimas el rostro aterrado de Isaac. —Miró a Katzen y luego a Coffey—. Su liderazgo estaba basado en la fe y en el amor, y judíos y musulmanes lo reverencian por igual.

—Bien dicho, privada DeVonne —dijo Katzen.

—Muy bien dicho —coincidió Coffey—, pero su opinión no contradice mi parecer. Todos no estamos hechos de la misma madera obediente y decidida de Abraham. Y, en algunos casos, el calor empeora nuestra irritabilidad natural.

El abogado sacó del refrigerador una chorreante botella de agua mineral.

—Esto también es importante. Después de veintisiete horas y quince minutos de acampar aquí detesto vivir en este lugar. Me gustan el aire acondicionado y el agua fría servida en un vaso limpio en vez del agua caliente bebida de una botella de plástico. Y los baños. También prefiero los nuestros.

Katzen sonrió.

—Tal vez los valorarás un poco más aún cuando regreses.

—Ya los valoraba antes de partir. Francamente, todavía no comprendo por qué no pudimos probar este prototipo en los EE.UU. Tenemos enemigos en casa. Muchos jueces me hubieran autorizado a espiar sospechosos de terrorismo, campamentos paramilitares, mafiosos, lo que se les ocurra.

—Conoces la respuesta tan bien como yo —dijo Katzen.

—Claro —admitió Coffey. Vació la lata de gaseosa, la arrojó a la bolsa plástica de residuos y volvió al remolque—. Si no ayudamos al moderado Partido Senda Verdadera, los fundamentalistas islámicos y su Partido Bienestar seguirán teniendo una buena cosecha aquí. Y además tenemos el Partido Socialdemócrata Popular, el Partido de Izquierda Democrática, el Partido Centraldemócrata, el Partido de la Reforma Democrática, el Partido Prosperidad, el Partido Refah, el Partido de la Unidad Socialista, el Partido del Camino Correcto y el Partido Gran Anatolia. Debemos tratar con todos ellos y todos ellos quieren su miserable porción del ínfimo pastel turco. Para no mencionar a los curdos, que quieren liberarse de los turcos, los iraquíes y los sirios. —Coffey limpió el sudor de sus párpados con el dedo índice—. Si el Partido Bienestar llega a controlar Turquía y sus fuerzas militares, Grecia quedará amenazada. Surgirán nuevas disputas por el mar Egeo y la OTAN será desmembrada.

Europa y Oriente Medio correrán peligro y todos buscarán la ayuda de los EE.UU. Nosotros la brindaremos de buena gana, claro está, pero sólo en forma de juego diplomático. No podemos arriesgamos a tomar partido en una guerra de esa clase.

—Brillante exposición, señor consejero.

—Excepto por una cosa —prosiguió Coffey—. Apuesto todo lo que tengo a que puede haber un giro inesperado. No es como en tu caso, que puedes ausentarte momentáneamente para salvar de los leñadores a la lechuza marcada.

—Un momento —dijo Katzen—. Me estás avergonzando. Nunca he sido tan virtuoso.

—No estoy hablando de virtud —dijo Coffey—. Estoy hablando de comprometerse con algo verdaderamente importante. Fuiste a Oregón, protestaste in situ, testificaste ante la legislatura del estado, y lograste resolver el problema. Esta situación tiene cincuenta siglos de antigüedad. Aquí las facciones étnicas siempre han peleado unas contra otras, y seguirán peleando. No podemos detenerlas, e intentar hacerlo implica la pérdida de recursos valiosos.

—No estoy de acuerdo —replicó Katzen—. Podemos mitigar la situación. Y quién sabe... tal vez los próximos cinco mil años serán mejores.

—O tal vez los EE.UU. serán absorbidos por una guerra religiosa que los hará pedazos —replicó Coffey—. Soy aislacionista de corazón, Phil. Es lo único que tengo en común con la senadora Fox. Tenemos el mejor país de la historia mundial y todos aquellos que no quieran unirse a nosotros en la batidora democrática por mí pueden tirotearse, bombardearse, gasearse, ahorcarse y martirizarse hasta el fin de los tiempos. Realmente no me importa.

Katzen frunció el entrecejo.

—Supongo que es tu punto de vista —dijo fríamente.

—Claro que sí —respondió Coffey— y no voy a disculparme por mis opiniones. Pero quiero que me expliques algo.

—¿Qué? —preguntó Katzen.

Coffey hizo una mueca.

—¿Cuál es la diferencia entre una marsopa y un delfín?

Antes de que Katzen pudiera responderle, la puerta del remolque se abrió para que saliera Mike Rodgers. Coffey saboreó el golpe de aire acondicionado antes de que el general cerrara la puerta. Vestía un jean y una remera ajustada color gris que conmemoraba la campaña de Gettysburg. Sus luminosos ojos pardos parecían casi dorados bajo la brillante luz del sol.

Mike Rodgers sonreía muy raramente, pero Coffey advirtió la sombra de una sonrisa en sus labios.

—¿Entonces? —preguntó Coffey.

—Funciona —dijo Rodgers—. Pudimos conectamos con los cinco satélites seleccionados de la Oficina Nacional de Reconocimiento. Tenemos video, audio y vistas termales de la región-blanco y también vigilancia electrónica absoluta. Mary Rose está hablando en este momento con Matt Stoll para asegurarse de que la información sea ingresada. —La sonrisa contenida de Rodgers se desplegó—. Funciona.

Katzen le tendió la mano.

—Felicitaciones, general. Matt debe estar en éxtasis.

—Sí, está muy contento —dijo Rodgers—. Y después de todo lo que pasamos para armar el CRO, yo también estoy muy contento.

Coffey brindó a la salud del general Rodgers con la botella de agua mineral.

—Olvida todo lo que dije, Phil. Si Mike Rodgers está contento, realmente hemos obtenido algo bueno.

—Ésa era la buena noticia —dijo Rodgers—. La mala es que el helicóptero que iba a llevarlos a Phil y a usted al lago Van ha sido demorado.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntó Katzen.

—Permanentemente —respondió Rodgers—. Parece que alguien del Partido Madre Tierra objetó la excursión. No compraron nuestro cuento de la cobertura ecológica, y por supuesto no creen que estemos aquí para estudiar el creciente nivel alcalino del agua en Turquía y sus efectos de filtración en el suelo.

—Caramba —dijo Katzen—. ¿Y qué demonios piensan que queremos hacer allí afuera?

—¿Se sienten preparados para escuchar el resto? —preguntó Rodgers—. Creen que hemos encontrado el Arca de Noé y que planeamos llevarla a los EE.UU. Quieren que el Consejo de Ministros cancele nuestros permisos.

Katzen clavó con furia el taco de su bota en la tierra resquebrajada.

—Realmente quería echarle un vistazo a ese lago. Allí vive el darek, una variedad de pez que evolucionó para poder vivir en aguas ricas en carbonato de sodio. Podemos aprender mucho de él en cuanto a adaptación.

—Lo lamento —dijo Rodgers—. Vamos a tener que adaptarnos por las nuestras. —Miró a Coffey—. ¿Sabe algo de este Partido Madre Tierra, Lowell? ¿Tienen suficiente poder como para perjudicarnos?

Coffey se pasó el extremo de la corbata por la mandíbula poderosa y luego por la nuca.

—Probablemente no —dijo—, aunque le conviene chequearlo con Martha. Son bastante fuertes y considerablemente fanáticos. Pero cualquier debate que inicien deberá ir y venir entre el primer ministro y los madretierristas durante por lo menos dos o tres días antes da ser votado en la Gran Asamblea Nacional. No respondo por la excursión de Phil, pero creo que esto nos dará tiempo para hacer lo que vinimos a hacer.

Rodgers asintió. Miró a Sondra.

—Privada DeVonne, el viceprimer ministro también me dijo que están pasando panfletos en las calles para informar a los ciudadanos sobre nuestro plan de robar la herencia cultural turca. El gobierno ha enviado a un agente de inteligencia, el coronel Nejat Seden, para que nos ayude frente a cualquier incidente. Hasta que llegue, por favor informe al privado Pupshaw que algunos de los participantes en el festival de la sandía de Diyarbakir pueden llevar un arma además de una fruta. Pídale que mantengan la calma.

—Sí, señor.

Sondra hizo la venia y corrió en dirección al fornido Pupshaw, quien estaba de guardia al otro lado de las tiendas vigilando el lugar en que el camino desaparecía detrás de una hilera de colinas resecas.

Katzen frunció el ceño.

—Esto sí que es bueno. No sólo me pierdo la oportunidad de estudiar el darek en su hábitat, sino que peligran aquí más de cien millones de dólares en electrónica sofisticada. Y hasta que llegue este coronel Seden la única protección que tenemos son dos Strikers con radios y M21 que, si llegan a usarlos, nos traerán problemas porque se supone que debemos estar desarmados.

—Creí que admirabas mi delicadeza diplomática —se burló Coffey.

—La admiro.

—Bueno, éste fue el mejor trato que pudimos obtener —dijo Coffey—. Tú has trabajado con Greenpeace. Cuando el servicio secreto francés hundió el velero Rainbow Warrior de Greenpeace en el puerto de Auckland en 1985 no saliste a matar a todos los parisinos.

—Pero quería hacerlo —admitió Katzen—. Claro que quería matarlos.

—Pero no los mataste. Somos empleados de una potencia extranjera y hacemos vigilancia en beneficio de un gobierno minoritario para que sus militares puedan controlar a los fanáticos del Islam. Carecemos de un imperativo moral que nos induzca a matar nativos. Si nos atacan entramos a la camioneta, trabamos la puerta y llamamos por radio a la polisi local. Ellos vienen a toda velocidad en sus Renault y se encargan de la situación.

—A menos que sean simpatizantes de Madre Tierra —arguyó Katzen.

—No —replicó Coffey—, aquí los policías son muy justos. Puedes no gustarles, pero creen en la ley y la defienden a toda costa.

—De todos modos —dijo Rodgers—, la DPM espera que no tengamos esa clase de problemas. En el peor de los casos nos arrojarán sandías, huevos, abono y cosas por el estilo.

—Maravilloso —agregó Katzen—. Por lo menos en Washington sólo arrojan barro.

—Si alguna vez lloviera en este maldito lugar —dijo Coffey— también nos arrojarían barro.

Rodgers extendió la mano y Coffey le pasó la botella de agua mineral. Después de tomar un buen trago, el general les dijo:

—Alégrense. Como dijo Tennessee Williams: “No vivas esperando el día en que dejarás de sufrir, porque cuando ese día llegue sabrás que estás muerto”.