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Martes, 13.45, valle del Bekaa, Líbano

Falah había caminado casi toda la noche y dormido apenas antes de la salida del sol. El sol era su reloj despertador y nunca le había fallado. Y la oscuridad era su cobija. Que tampoco le había fallado jamás.

Afortunadamente, Falah nunca había necesitado dormir mucho.

Cuando era niño en Tel Aviv siempre había sentido que perdía algo si dormía. En la adolescencia estaba convencido de que perdía algo cada vez que caía el sol. Y ya adulto, tenía mucho que hacer en la oscuridad.

Algún día te atrapará, pensó mientras avanzaba.

También era indicio de buena suerte que, después de ser conducido a la frontera libanesa, Falah hubiera podido hacer la mayor parte del camino antes de descansar. Era un trayecto de diecisiete millas hasta la boca del Bekaa y Falah había encontrado un monte de olivos bastante lejos del camino de tierra. Cubierto por hojas caídas para darse calor y ocultarse, Falah tenía las montañas del Líbano al oeste y los comienzos de la cadena Anti-Líbano al este. Se aseguró de que hubiera una abertura en los picos antes de echarse a descansar. La abertura permitiría que el sol naciente lo besara antes de iluminar las montañas y despertar al resto del valle.

Todas las aldeas de Siria y Líbano tienen su propio estilo de vestimenta. Mantos, chaquetas, pantalones y faldas con diseños exclusivos, colores vibrantes, borlas y atavíos cuya variedad excede a la de cualquier otro lugar del mundo. Algunos estilos se basan en la tradición, otros en la función. Entre los curdos del Bekaa meridional la única prenda de vestir tradicional es el turbante. Antes de abandonar Tel Nef, Falah había entrado al vestidor —un cuarto profusamente equipado con toda clase de atuendos— para vestirse adecuadamente para su papel de campesino itinerante. Eligió una bata de color negro arratonado, sandalias negras y un turbante característico de color negro, rígido y con borlas. También escogió unos anteojos de sol con un pesado armazón negro. Debajo de la bata floja y harapienta llevaba un ajustado cinturón de goma con dos bolsas impermeables adheridas. La de la cadera derecha contenía un pasaporte turco falso con nombre curdo y la dirección de una aldea curda.

Según el pasaporte, Falah era Aram Tunas de Semdinli. En la bolsa también había una pequeña radio bidireccional. En la otra bolsa había un revólver Magnum.44 sacado a un prisionero curdo. En la bolsa de la radio había agregado un mapa codificado impreso con tinta vegetal en una piel de cordero seca. En caso de ser capturado, Falah se comería el mapa. También le habían dado una contraseña para que los miembros del equipo de rescate norteamericano lo identificaran. Era una frase que Moisés había pronunciado en Los Diez Mandamientos: “Moraré en esta tierra”. Bob Herbert había pensado que la contraseña para la misión del CRO en Oriente Medio debía aludir a algo sagrado, aunque no debía ser nada del Corán o la Biblia que cualquiera pudiera decir inadvertidamente. Si lo interrogaban, después de pronunciar la frase, Falah debía decir que era el Sheik de Midian. Si lo capturaban y lograban sacarle la contraseña era probable que el impostor no pensara en una segunda parte. Así, el impostor se daría a conocer al responder que su nombre era el que figuraba en el pasaporte de Falah.

El israelí también llevaba una gran cantimplora de cuero de vaca sobre el hombro izquierdo. Del hombro derecho le colgaba una mochila con una muda de ropa, comida y un EAR: Escalón Audio Receptor. La unidad estaba compuesta por una pequeña fuente parabólica desarmable, un receptor-transmisor de audio y una computadora compacta. La computadora contenía un grabador digital y un programa de filtro basado en los principios del efecto Doppler. Permitía que quien la usara eligiera sonidos por escalón o capa. Al apretar una tecla del teclado, el primer audio que llegaba al receptor era eliminado para dar lugar al próximo. Si la acústica era lo suficientemente buena, el EAR podía oír bastante. La información de audio también podía ser almacenada para transmisiones posteriores.

Cinco minutos después de despertar Falah estaba inclinado sobre un arroyo, bebiendo agua con ayuda de un sorbete de caña. Mientras saboreaba el agua fresca su radio vibró. Arrojándole una ramita podría haberla hecho sonar. Sin embargo, cuando trabajaba como agente encubierto o rastreaba a un enemigo que podía estar oculto en cualquier parte, no era propenso a emplear esa clase de procedimientos.

En cuclillas, Falah masticó la punta de la caña antes de responder. Nunca se sentaba en lugares abiertos. Si había una emergencia le llevaría más tiempo levantarse.

—Ana rahgil achmel muzehri —respondió en árabe—. Soy campesino.

—Inta mineyn? —preguntó el que había llamado—. ¿De dónde eres?

Falah reconoció la voz del sargento jefe Vilnai, tal como Vilnai debía haber reconocido la suya. Por seguridad siguieron intercambiando códigos de esa manera.

—Ana min Beirut —replicó Falah—. Soy de Beirut —De haber estado herido hubiera contestado: Ana min Hermil. Si lo hubieran capturado hubiera dicho: Ana min Tiro.

Apenas Falah afirmó ser de Beirut, el sargento Vilnai dijo: —Ocho, seis, seis, diez, cero, diecisiete.

Falah repitió los números. Luego sacó el mapa de la bolsa.

Había un dibujo del valle con una grilla en el extremo superior. Los primeros dos números de la secuencia lo condujeron a una caja en la grilla. El segundo par de números indicaba un lugar exacto dentro de la grilla. Los dos últimos números aludían a una localización vertical. Eso quería decir que la cueva que buscaba estaba situada a diecisiete millas sobre la ladera de un risco, probablemente a lo largo de un camino.

—Ya lo veo —dijo Falah. No sólo lo veía, sino que era el lugar perfecto para una base militar. Detrás había una barranca donde fácilmente se podían acomodar helicópteros e instalaciones para entrenamiento.

—Tienes que ir allí —replicó Vilnai—. Harás tareas de reconocimiento y emitirás una señal en caso afirmativo. Luego debes esperar.

—Entendido —dijo el joven—. Sahl.

—Sahl —respondió Vilnai.

—Sahl quería decir “fácil” y era la contraseña individual de Falah.

Había elegido esa palabra por lo irónica. Debido al alto porcentaje de éxitos de Falah sus superiores solían afirmar que había escogido esa palabra porque en su caso era verdad. Como resultado, constantemente lo amenazaban con asignarle misiones cada vez más peligrosas. Sin echarse atrás, Falah los desafiaba a encontrar misiones peligrosas para él.

Después de recolocar la radio Falah se tomó un momento para estudiar el mapa. Lanzó un gruñido. La cueva que buscaba estaba a unas catorce millas de distancia. Dada la pendiente de las colinas y la aspereza del terreno —y teniendo en cuenta un brevísimo descanso— le llevaría aproximadamente cinco horas y media llegar a destino. También sabía que apenas entrara al valle su radio dejaría de funcionar. Para comunicarse con Tel Nef tendría que utilizar la red EAR.

Escupió la caña que había estado masticando y recogió algunas más para después. Las guardó en la profunda bocamanga de su bata y empezó a caminar. Mientras caminaba se comió el mapa como desayuno.

Falah no estaba en buen estado físico. Cuando llegó a la cueva poco después del mediodía sentía las piernas como bolsas de arena y sus pies otrora rudos sangraban en los talones. Tenía grandes callosidades en las plantas y la piel grasosa por el sudor. Pero olvidó todas las incomodidades al llegar a destino. A través de los tupidos matorrales vio varias hileras de árboles y una cueva. Entre los bosques y la cueva, sobre un escarpado camino de tierra, estaba el remolque blanco cubierto por un camuflaje y vigilado por dos centinelas con semiautomáticas. A un cuarto de milla de distancia había un atajo que llevaba a la parte de atrás de la montaña.

Falah se agachó detrás de una roca enorme a unas cuatrocientas yardas de la cueva. Se quitó la mochila del hombro y cavó un hoyo pequeño. Cuidadosamente juntó la tierra en un montoncito compacto junto al hoyo. Luego miró a su alrededor en busca de un gran manojo de pasto. Cuando encontró lo que buscaba, lo arrancó y lo puso encima del montoncito de tierra.

Una vez listo, Falah concentró toda su atención en la cueva.

Estaba a unos sesenta pies de altura sobre la pendiente de un risco, justo encima de las hileras de árboles. Sólo era accesible por un escarpado camino de tierra. Echó un rápido vistazo al terreno de los alrededores. Sabía que había minas adentro y alrededor de los matorrales, aunque no tendría mayores problemas para localizarlas. Cuando los Striker llegaran él se entregaría a los curdos. Ellos se acercarían caminando a capturarlo y allí donde pisaran obviamente no habría minas.

Mientras vigilaba, Falah vio salir a un hombre de la cueva. Llevaba puestos una camisa y un short color caqui. Lo seguía otro hombre, que le clavaba un revólver en la espalda. Había alguien más allí, pero no salió de a cueva. Se quedó en las sombras de la entrada, vigilando. El prisionero fue llevado al remolque.

Falah abrió la mochila y sacó las tres partes del EAR. La computadora era ligeramente más grande que una casete. La apoyó sobre la roca. Luego sacó la fuente satelital que plegada tenía aproximadamente el tamaño de un paraguas pequeño. Al apretar un botón, la fuente de color negro se abrió como un paraguas. Falah apretó un segundo botón y apareció un trípode en el otro extremo. Lo apoyó en la roca para conectarlo a la computadora. Sacó los auriculares, los conectó, activó la unidad y calculó la distancia hasta la cueva. Después de sintonizar el aparato a menos de un metro de la entrada, Falah escuchó atentamente.

Oyó hablar en turco a la entrada de la cueva. Le ordenó a la computadora que pasara a la capa siguiente. Alguien estaba hablando en sirio.

—... está el horario? —preguntó un hombre.

—No sé —respondió otro—. Pronto. Le ha prometido el líder a Ibrahim y la mujer a sus lugartenientes.

—¿No era para nosotros? —protestó un tercer hombre.

Esta es una evidencia de colaboración entre curdos turcos y sirios, pensó Falah. No estaba sorprendido, apenas gratificado. Cuando terminara transmitiría la grabación a Tel Nef. Desde allí la transmitirían a Washington. El presidente norteamericano probablemente informaría a Damasco y Ankara.

La conversación también era evidencia de que había otros cautivos en ese lugar. Antes de comunicarse con Tel Nef, Falah decidió probar otras capas sonoras de la cueva.

Entró a diez pies de profundidad. Escuchó más sirio, más turco, y finalmente inglés. El sonido era ahogado y difícil de entender. Conociendo los procedimientos de los curdos en terrenos montañosos no era difícil suponer que los prisioneros estaban encerrados en pozos hediondos. Sólo pudo captar tres o cuatro palabras.

—Traición... morirá pronto.

—... morirá.

Escuchó un instante más y luego programó nuevas coordenadas en la computadora. Apoyada tenazmente en su trípode, la fuente satelital empezó a girar. El satélite de comunicaciones israelí que Falah necesitaba contactar estaba en una órbita geoestacionaria directamente sobre el Líbano y el este de Siria.

Mientras Falah esperaba que la fuente estableciera la conexión, uno de los árabes salió corriendo del remolque y se acercó a la figura oscura parada a la entrada de la cueva.

Falah apretó el botón “cancelar”. Luego levantó la fuente, la apuntó hacia la entrada de la cueva e ingresó la distancia correspondiente en la computadora. Escuchó.

—... activó una computadora adentro —decía el hombre que había salido del remolque—. Nos dijo que había una fuente satelital aquí afuera.

Sin perder la calma, el hombre oculto en las sombras preguntó dónde estaba.

—Al sudoeste —respondió el otro hombre—, dentro de un radio de quinientas yardas...

Eso era todo lo que Falah necesitaba escuchar. Sabía que no podría huir de los curdos ni tampoco atraparlos. Sólo le quedaba una opción. Maldiciendo entre dientes apretó un botón para enviar una señal silenciosa a la base. Luego desarmó la fuente satelital y el trípode y ocultó la unidad completa en el hoyo que había cavado. Buscó en la bolsa que colgaba de su cinturón y también arrojó la radio al hoyo. Por último se sacó las sandalias y las dejó caer. Rellenó el hoyo con tierra y luego colocó la mata de pasto encima. A menos que alguien estuviera buscando algo, jamás se darían cuenta de que el suelo debajo del pasto había sido alterado. Falah aferró su mochila y empezó a arrastrarse en dirección nordeste. Mientras avanzaba hacia la cueva vio salir de ella más de una docena de soldados curdos. Se dividieron en columnas de tres, evitando cuidadosamente las minas.

Falah avanzaba arrastrándose sobre el pasto y las piedras para dejar la menor cantidad de huellas posible. Cuando estuvo a unas cien yardas del lugar donde había enterrado la fuente satelital y la radio apoyó la mochila en tierra y se puso las otras sandalias para que sus huellas fueran distintas de las que rodeaban la roca. Después levantó la mochila y salió corriendo, rememorando una vez más los detalles biográficos de Aram Tunas de Semdinli.