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Martes, 13.00, Damasco, Siria

Durante los últimos veinte años Paul Hood había estado en docenas de aeropuertos atestados en muchísimas ciudades. El de Tokio era inmenso pero ordenado, repleto de hombres de negocios y turistas a una escala que jamás hubiera imaginado. El de Veracruz, en México, había resultado pequeño, atascado, demodé y húmedo más allá de lo imaginable. Los nativos tenían demasiado calor para apantallarse mientras esperaban leer las salidas y llegadas de los aviones en la pizarra.

Pero Hood jamás había visto algo semejante a lo que vio al entrar a la terminal del Aeropuerto Internacional de Damasco. En cada centímetro cuadrado de la terminal había una persona. La mayoría estaba bien vestida y se comportaba correctamente. Llevaban el equipaje sobre la cabeza porque no había lugar suficiente para ponerlo al costado del cuerpo. La policía armada montaba guardia frente a la puerta de llegada para contener a la gente si era necesario y ayudar a los pasajeros a salir de los aviones y entrar a las terminales correspondientes. Después del desembarco las puertas de entrada se cerraban y los pasajeros debían arreglarse solos.

—¿Toda esta gente viene o se va? —le preguntó Hood a Nasr.

Tuvo que gritar para ser oído por encima de las voces de las personas que llamaban a sus familiares a los gritos o daban instrucciones a amigos o asistentes.

—¡Aparentemente se están yendo! —gritó Nasr—. ¡Pero jamás he visto nada igual! Debe haber pasado algo...

Hood se abrió paso a codazos entre la multitud que se agolpaba frente a la entrada. Creyó sentir que una mano le palpaba el bolsillo interno de la chaqueta. Retrocedió y se pegó a Nasr. Tanto su pasaporte como su billetera resultarían invalorables para alguien que deseara salir de Siria. Con los brazos apretados a los costados del cuerpo se puso en puntas de pie. A unas cinco yardas de distancia se veía un pedazo de cartón blanco con su nombre escrito en letras negras.

—¡Vamos! —les gritó a Nasr y Bicking.

Los tres hombres literalmente avanzaron a empujones en dirección al joven de traje negro que portaba el cartón.

—Soy Paul Hood —dijo. Señaló a los otros dos—. Ellos son el doctor Nasr y el señor Bicking.

—Buenas tardes, señor. Soy el agente Davies de la ASD y esta es la agente Fernette —gritó el joven, señalando con la cabeza a una mujer que estaba a su derecha—. Permanezcan junto a nosotros.

Debemos pasar por la aduana.

Yul y Madeleine dieron media vuelta y empezaron a caminar codo a codo. Hood y los demás los siguieron. Los escoltas alternativamente se abrían paso entre la multitud a codazos y empujones. A Hood no lo sorprendió que no hubieran enviado un contingente de seguridad sirio dado que no tenía jerarquía suficiente para merecerlo. Pero sí lo sorprendía que hubiera tan pocos policías en el aeropuerto. Se moría por saber qué había ocurrido pero no quería distraer a sus escoltas.

Les llevó casi diez minutos atravesar la terminal principal en esas condiciones. El área de equipajes estaba relativamente vacía. Mientras esperaban el suyo, Hood les preguntó a los agentes qué había sucedido.

—Hubo un enfrentamiento en la frontera, Sr. Hood —replicó la agente Fernette. Tenía el cabello corto y cobrizo, la voz metálica, y aparentaba unos veintidós años.

—¿Muy grave? —preguntó Hood.

—Muy grave. Las tropas sirias rodearon a las tropas turcas que habían cruzado la frontera en busca de los terroristas. Los sirios fueron atacados y respondieron al ataque. Tres soldados turcos resultaron muertos antes de que el resto de la patrulla de frontera pudiera regresar a Turquía.

—Los ha habido peores —acotó Nasr—. ¿El pánico es por eso? Fernette volvió sus negros ojos hacia el doctor.

—No, señor —respondió—. Por lo que siguió. El comandante sirio persiguió a los turcos hasta la propia Turquía y literalmente los exterminó. Ejecutó a los soldados que se rindieron.

—¡Dios mío! —gritó Bicking.

—¿De qué origen es el comandante sirio? —preguntó Nasr. Curdo —respondió Fernette.

—¿Y qué pasó después? —preguntó Hood.

—El comandante fue destituido y los sirios se retiraron —dijo la mujer—Pero sólo aceptaron irse cuando los turcos movieron efectivos y tanques hacia la frontera. Ésas son nuestras últimas noticias al respecto.

—Y por eso todos están intentando salir de Siria —dijo Hood.

—No todos, a decir verdad —dijo Fernette—. La mayoría de los que están aquí son jordanos, saudíes y egipcios. Sus respectivos gobiernos están enviando aviones para evacuarlos. Ellos temen que sus países puedan ponerse del lado de los turcos y no quieren estar aquí cuando eso suceda.

Después de recoger su equipaje, Hood y sus compañeros fueron llevados a una pequeña habitación en el extremo norte de la terminal. Allí pasaron rápidamente por la aduana y se encaminaron hacia un automóvil que los estaba esperando. Al subir a la inmensa limusina con chofer norteamericano Hood sonrió para sus adentros. El presidente había tenido que mandarlo al otro extremo del planeta para hacerla subir a una limusina.

El trayecto a la ciudad fue rápido y fácil. El tránsito en la autopista era liviano y el chofer rodeó la ciudad populosa para llegar a la calle Shafik al-Mouaed. Giró hacia el oeste, rumbo a la calle Mansour. La embajada norteamericana se localizaba en el número dos. La calle estaba vacía.

Nasr sacudió la cabeza mientras entraban por el angosto sendero.

—Me he pasado la vida viniendo aquí —dijo con voz temblorosa—, y nunca he visto la ciudad tan vacía. Damasco y Alepo son las ciudades antiguas más habitadas del mundo. Verla así es terrible.

—Entiendo que en el norte es todavía peor, Dr. Nasr —dijo la agente Fernette.

—¿Todos han abandonado la ciudad o están metidos en sus casas? —preguntó Hood.

—Las dos cosas —respondió Fernette—. El presidente ha ordenado que se mantengan las calles vacías por si el ejército o su propia guardia de palacio deben movilizarse.

—No comprendo —dijo Hood—. Toda la actividad está teniendo lugar a ciento cincuenta millas al norte de aquí. Los turcos no serían tan osados como para atacar la capital.

—No lo son —dijo Bicking—. Apuesto a que los sirios tienen miedo de sus propios curdos, como el oficial que comandó el ataque en la frontera.

—Exactamente —dijo Fernette—. Hay toque de queda a las cinco en punto de la tarde. El que sale después de esa hora se arriesga a ir a la cárcel.

—Un lugar en el que nadie quiere estar en Damasco —acotó el agente Davies—. Allí tratan muy mal a la gente.

Al llegar a la embajada Hood fue recibido por el embajador H. Peter Haveles. Hood lo había conocido como abogado de comercio internacional en una recepción de la Casa Blanca. Haveles se estaba quedando calvo y usaba lentes muy gruesos. No era demasiado alto, y sus hombros demasiado robustos lo hacían parecer más bajo todavía. Se comentaba que había obtenido la embajada porque era amigo del vicepresidente. En su momento, el predecesor de Haveles había declarado que un hombre de bien sólo entregaría esa embajada a su peor enemigo.

—Bienvenido, Paul —dijo Haveles, avanzando por el lujoso pasillo.

—Buenas tardes, señor embajador —replicó Hood.

—¿El vuelo fue placentero? —preguntó Haveles.

—Escuché viejos temas musicales en el canal cuatro y me dormí —dijo Hood—. Esa, señor embajador, es mi definición perfecta de lo placentero.

—Suena bastante convincente —dijo Haveles sin convicción.

Mientras le daba la mano a Hood sus ojos se clavaron en Nasr—. Es un honor tenerlo aquí, Dr. Nasr.

—Es un honor estar aquí —replicó Nasr—, aunque desearía que las circunstancias fueran menos desagradables.

Haveles estrechó la mano de Bicking pero sus ojos volvieron inmediatamente a Nasr.

—Son aún más desagradables de lo que usted cree —dijo Haveles—. Vamos. Hablaremos en mi despacho. ¿Les agradaría beber algo, señores?

Los hombres hicieron un gesto afirmativo y Haveles extendió la mano en dirección al pasillo. Todos avanzaron lentamente; Haveles, entre Hood y Nasr, y Bicking al lado de Hood. Sus pasos hacían eco en el corredor mientras el embajador hablaba de las vasijas antiguas que allí se exhibían. Tenían el extremo superior iluminado y un aspecto absolutamente dramático frente a los murales del siglo XIX que describían acontecimientos del reino de los califas Umayyad durante el siglo I d. C.

El despacho circular de Haveles estaba en el sector más apartado de la embajada. Era pequeño pero ornado, con columnas de mármol en todas las paredes y un cielo raso central abovedado que recordaba la catedral de Bosra.

La luz entraba por una enorme claraboya en la parte superior de la cúpula. No había más aberturas. Los huéspedes se sentaron en cómodos sillones de grueso tapizado ocre. Haveles cerró la puerta y se sentó tras su macizo escritorio. El tamaño del escritorio lo hacía parecer casi enano.

—Tenemos informantes en el palacio presidencial —sonrió— y sospechamos que ellos tienen informantes aquí. Por eso es mejor hablar en privado.

—Por supuesto —coincidió Hood.

Haveles cruzó las manos sobre su regazo.

—En el palacio creen que hay un escuadrón de la muerte en Damasco. La mejor información que tienen indica que el mencionado comando atacará esta tarde.

—¿Esa información ha sido corroborada? —preguntó Hood.

—Esperaba que usted nos ayudara a hacerlo —dijo Haveles—. O por lo menos que su gente pudiera ayudarnos. Verá, he sido invitado a visitar el palacio esta misma tarde —miró el antiguo reloj de marfil sobre su escritorio—. Dentro de noventa minutos, a decir verdad. Me han invitado a pasar allí el resto del día hablando con el presidente. Nuestra charla será seguida de una cena...

—Es el mismo presidente que una vez hizo esperar dos días a nuestro secretario de Estado para concederle una audiencia —interrumpió Nasr.

—Y también tuvo al presidente francés sentado en la recepción durante cuatro horas —agregó Bicking—. Y el presidente sigue sin aprender.

—¿Aprender qué? —preguntó Hood.

—Las lecciones de sus ancestros —dijo Bicking—. Durante la mayor parte del siglo XIX solían invitar enemigos a sus tiendas y los seducían con amabilidades. Las almohadas y los perfumes ganaron más guerras aquí que las espadas y el derramamiento de sangre.

—Y, sin embargo, tantas victorias no han podido unir a los árabes —acotó el Dr. Nasr—. El presidente no busca seducimos con amabilidades. Abusa de los extranjeros para intentar seducir a sus hermanos árabes.

—Sinceramente —intervino Haveles—, creo que ambos están desacertados. Si me permiten terminar lo que había comenzado a decirles, el presidente también ha invitado a los embajadores de Rusia y Japón a este encuentro. Sospecho que estaremos con él hasta que haya pasado la crisis.

—Por supuesto —asintió Hood—. Si algo le pasa a él, también le pasará a usted y a los otros dos.

—Suponiendo que el presidente se digne a aparecer —señaló Bicking—. Incluso puede no estar en Damasco.

—Es posible —admitió Haveles.

—Si se produce un ataque —intervino Nasr—, incluso con el presidente fuera del palacio, a Washington, Moscú y Tokio les resultará imposible respaldar a los atacantes, sean curdos o turcos.

—Exactamente —dijo Haveles.

—Hasta podrían ser soldados sirios disfrazados de curdos —dijo Bicking—Y matar oportunamente a todos... salvo al presidente. El presidente sobrevive y se transforma en héroe para millones de árabes que detestan a los curdos.

—Eso también es posible —dijo Haveles. Miró a Hood—. Y es por eso, Paul, que toda tarea de inteligencia será más que bienvenida.

—Me pondré en contacto con el Centro de Operaciones inmediatamente —dijo Hood—. Mientras tanto, ¿qué pasa con mi encuentro con el presidente?

Haveles miró a Hood.

—Está todo arreglado, Paul.

A Hood le desagradó la torva amabilidad con que el embajador había pronunciado esas palabras.

—¿Cuándo? —preguntó hoscamente.

Haveles sonrió por primera vez.

—Lo han invitado a visitar el palacio conmigo.