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Martes, 5.55, Londres, Inglaterra
Paul Hood y Warner Bicking fueron recibidos en el aeropuerto de Heathrow por un automóvil oficial y un vehículo de la ASD con tres agentes. Los norteamericanos esperaban pasar en el aeropuerto las dos horas que mediaban entre ambos vuelos. Sin embargo, un funcionario del aeropuerto recibió a Hood en la entrada con un fax urgente de Washington. Hood buscó la protección de un rincón para leerlo. Bob Herbert había hecho los arreglos necesarios para que se dirigieran, acompañados por un funcionario diplomático, a la embajada norteamericana en Londres. El fax decía que era muy importante que Hood utilizara el teléfono seguro de la embajada. Bicking y Hood fueron conducidos a un área segura de la terminal aérea, exclusiva para dignatarios internacionales y sin control de aduana.
El trayecto hasta el 2431 de Grosvenor Square fue plácido debido al escaso tránsito propio de esa hora de la mañana. Hood estaba asombrosamente alerta. Había podido dormir tres horas en el avión y todavía podía saborear las dos tazas de café demasiado liviano que había bebido antes de aterrizar. Por ahora, esas dos tazas bastarían para tenerlo en pie. Si podía dormir dos o tres horas más en el próximo vuelo estaría en perfectas condiciones al llegar a Damasco. Hood también estaba alerta gracias a su innata curiosidad y su obvia preocupación por el misterioso fax. De haber sido buenas las noticias, Herbert se lo habría anticipado.
Bicking iba sentado al lado de Hood, con las piernas cruzadas y el pie balanceándose ansiosamente. Aunque había trabajado ininterrumpidamente durante las siete horas de vuelo, estudiando los diversos escenarios, estaba más despierto que Hood.
Bicking es muy joven, por eso puede hacerlo, maldito sea, pensó Hood mientras veía disiparse la primera niebla matinal. En otra época Hood también podía quedarse despierto trabajando, cuando era banquero. Desayunaba en Nueva York o Montreal, cenaba en Estocolmo o Helsinki, y a la mañana siguiente desayunaba en Atenas o Roma. En esa época podía pasarse cuarenta y ocho horas sin dormir. Incluso desdeñaba el hecho de dormir por considerarlo una pérdida de tiempo. En la actualidad, muchas veces se metía en la cama y ni siquiera toleraba que su esposa lo tocara. Solamente quería acostarse y disfrutar el sueño que se había ganado.
Poco después de iniciado el viaje, el conductor le entregó a Hood un sobre sellado de parte del embajador. Contenía su itinerario local e indicaba que el Dr. Nasr se encontraría con ellos a las 7 en punto en la embajada.
Habitualmente, Hood disfrutaba Londres. Sus bisabuelos habían nacido en Kensington y él respondía de manera casi espiritual a la historia y el carácter de esa ciudad. Pero a medida que el auto avanzaba entre los edificios centenarios —todavía hechizados o acechados por fantasmas de valientes y nefandos— Hood sólo podía pensar en Herbert, en el CRO y en el auto de la ASD que iba pegado al de ellos. Habitualmente, los vehículos de seguridad diplomática los seguían manteniendo una distancia equivalente al largo de uno o dos automóviles. Hood también se preguntaba por qué había tres agentes en el auto en vez de dos. El hombre que los acompañaba, un simple asistente de embajador, sólo ameritaba dos.
Las preguntas de Hood obtuvieron respuesta en cuanto lo condujeron a una oficina del antiguo edificio de la embajada y pudo llamar a Herbert. El jefe de inteligencia le habló del asesinato en Turquía y de lo que parecía ser un intento fallido de fuga cuando el CRO había entrado a Siria. También especuló con la posibilidad de que el asesinato fuera una respuesta a eso. Cuando Hood le preguntó por qué, Herbert le relató algunos hechos que todavía no podían ser divulgados por la prensa.
—Un miembro del personal doméstico del señor Bora es curdo turco —dijo Herbert—. El dejó entrar a los asesinos.
Hood miró el reloj.
—Eso pasó hace menos de una hora. ¿Cómo pueden saber con certeza quién hizo qué?
—Los turcos hicieron un montón de preguntas con mangueras de goma y picanas —replicó Herbert—. El sirviente admitió recibir órdenes de Siria. Pero excepto por el nombre en clave Yarmuk, no sabía de quién ni de dónde. Lo único que se me ocurre es una batalla del año 636, cuando los árabes derrotaron a los bizantinos y recuperaron Damasco.
—Parece que alguien les estuviera dando propina —dijo Hood.
—Pienso exactamente lo mismo —dijo Herbert—. Pero no podemos permitir que Damasco se entere por una razón: podrían no creernos. Y por otra: si nos creyeran podrían aliarse con los curdos sólo para mantener la paz.
—¿Y qué se sabe del motociclista? —preguntó Hood—. ¿Era curdo o freelancer?
—Oh, era uno de ellos —replicó Herbert—. Hasta el caracú. Vivía en una choza en los suburbios de Estambul desde hacía cuatro semanas. Suponemos que fue enviado desde las zonas de combate orientales turcas como parte de un equipo destinado a atacar blancos en Estambul después del ataque inicial a la represa. Sus huellas digitales estaban en los archivos policiales de Ankara, Jerusalén y París. Tiene un récord impresionante para ser un joven de veintitrés años. Todo como liberacionista curdo. Y las granadas que llevaba eran de la misma clase que usan los curdos en el este de Turquía. Al viejo estilo, sin dispositivo de seguridad, provenientes de Alemania oriental.
—Probablemente los curdos tengan quintacolumnistas preparados para actuar en otras ciudades —dijo Hood.
—Indudablemente —replicó Herbert—. Aunque los de Ankara deben haberse desparramado como cucarachas. He notificado al presidente. Pienso que los curdos probablemente intentan convertir Ankara, Estambul y Damasco en campos de matanza como parte de un plan más abarcativo.
—Desatar una guerra que les dé una patria como parte de las condiciones para la paz —dijo Hood—. Hemos hablado del tema en la Casa Blanca.
—Pienso que es una idea correcta —dijo Herbert—. La única buena noticia que puedo darte es que nos las ingeniamos para meter un soldado druso en el valle de Bekaa, cuya misión es localizar el CRO. Aunque tenemos una paja de diez millas de ancho metida en el ojo del satélite, nuestro veterano del Sayeret Ha’Druzim tendría que poder encontrar el CRO. El Striker llegará a Israel en un par de horas y podrá ser destinado al Bekaa.
—¿Qué noticias tienes de Damasco y Ankara? —preguntó Hood.
—Ankara anda buscando información igual que nosotros, pero en Damasco están empezando a ponerse nerviosos. El general Bar-Levi de Haifa ha entrado en contacto con su personal judío más secreto: el Mista’aravim.
—¿Son los que se disfrazan de árabes?
—Correcto —dijo Herbert—. En realidad son agentes especialmente entrenados que ven y oyen casi todo lo que ocurre. Dicen que ha habido un desastre sin precedentes entre los curdos. Arrestos, reportes de golpizas, malos tratos, etcétera. Tengo la sensación de que todo va a empeorar rápidamente —Herbert hizo una pausa—. Sabes, Paul, es acerca de Mike. Si realmente derramó sangre para recuperar el CRO... bueno, espero que el ataque a la subjefa de Misión Morris sea la respuesta a su ataque.
—¿Por qué?
—Porque eso significaría que los curdos querían darle su merecido sin lastimado directamente —dijo Herbert—. ¿Sabes quién acostumbraba hacer eso todo el tiempo?
—Sí, lo sé —dijo Hood—. Cecil B. DeMille. Si quería que una actriz sintiera temor de Dios insultaba a su maquillador o vestuarista personal. La asustaba sin dejar ninguna marca.
—Muy bien, Paul —dijo Herbert—. Estoy impresionado.
—Son cosas que se escuchan cuando uno es alcalde de Los Ángeles —dijo Hood. Miró el reloj y se fastidió consigo mismo. No había pasado un minuto desde que lo había mirado por última vez—.Tengo que irme, Bob. Debo encontrarme con el Dr. Nasr en el aeropuerto y tú sabes que atraigo los embotellamientos de tránsito.
—Como Job atrae las aflicciones.
—Exacto. Y por si eso fuera poco... me siento horriblemente inútil.
—No más inútil de lo que me siento yo —le retrucó Herbert—. Advertí a todas nuestras embajadas en cuanto tuve pautas del incidente del CRO en la frontera. En todas mandaron a los ASD, pero la señora Morris se escapó de la red. Los bastardos conocían el paño y fueron atrás de la oveja descarriada.
—No es tu culpa —dijo Hood—. Respondiste rápida y correctamente.
—Y predeciblemente —dijo Herbert—, y eso es algo que debo cambiar. Cuando el enemigo sabe dónde está tu gente y cómo llegar a ella, y en cambio tú no lo sabes, es obvio que tendrás problemas. —Veinte a veinte de percepción tardía...
—Sí —lo interrumpió Herbert—. Ya sé. La mayor parte de las veces aprendes a hacer negocios perdiendo dinero. Pero en nuestro trabajo aprendemos perdiendo vidas. Apesta, pero así es.
Hood hubiera deseado poder responder algo, pero Herbert tenía razón. Discutieron algunos de los parámetros del Striker, incluyendo el hecho de que el comando llegaría a Israel antes de que el Congreso se reuniera. Y que podría ser necesario que el Striker se moviera antes de que el Comité de Supervisión de Inteligencia del Congreso tuviera oportunidad de aprobar sus acciones. Hood le dijo a Herbert que firmaría una Orden Directiva haciéndose cargo de todas las responsabilidades legales por las acciones del Striker. No tenía la menor intención de permitir que el Striker esperara sentado en el desierto si tenía alguna chance de rescatar a Rodgers y al equipo. Herbert le deseó buena suerte en su misión a Damasco y colgó. Sentado a solas en la habitación oscura y silenciosa, Hood se dio un momento para considerar lo que estaba decidido a hacer. Para salvar a seis personas que ni siquiera sabía si estaban vivas todavía estaba dispuesto a arriesgar las vidas de dieciocho jóvenes comandos. Los cálculos no cerraban... ¿entonces por qué le parecían correctos? ¿Porque ésa era la tarea del Striker, la tarea que querían cumplir y para la que se entrenaban con ahínco? ¿Porque el honor nacional lo exigía y también por lealtad a sus propios colegas? Había muchas y excelentes razones, aunque ninguna de ellas neutralizaba la terrible carga de dar órdenes y la ejecución de esas órdenes.
¿Dónde está Mike Rodgers, el caminante de Bartlett, ahora que lo necesitas?, musitó Hood, levantándose de la pesada silla laqueada.
La alfombra persa ahogó el sonido de los pasos de Hood, cuando atravesó el salón y se reunió con Warner Bicking, que lo estaba esperando en la oficina externa. Una secretaria de la embajada le ofreció un café, que Hood aceptó agradecido. Un momento después, Hood, Bicking y un joven oficial empezaron a discutir los pormenores de la situación de Turquía mientras esperaban al Dr. Nasr.
Nasr llegó a las siete menos cinco. Entró al hall principal y avanzó rápidamente en dirección a ellos. El nativo egipcio era más bien bajo de estatura, pero caminaba como un gigante. Tenía la cabeza y los hombros echados hacia atrás y su mentón afilado y barbado apuntaba al frente como una lanza. Los ojos de Nasr eran astutos detrás de los lentes de vidrio grueso, y su traje gris liviano tenía casi el mismo color mate de su cabello ondeado. Esbozó una ancha sonrisa al ver a Hood y extendió su mano pequeña y regordeta a medio salón de distancia. Ese gesto le daba un carácter paternal antes que vanidoso.
—Mi amigo Paul —dijo Nasr mientras Hood se ponía de pie para saludado. Se estrecharon fuertemente la mano y Nasr palmeó a Hood en la espalda—. Es tan bueno volver a verlo.
—Usted tiene muy buen aspecto, doctor —dijo Hood—. ¿Cómo está su familia?
—Mi querida esposa está muy bien, preparándose para una nueva serie de recitales —replicó Nasr—. Todo Liszt y Chopin. Escuchar la Procesión fúnebre de góndolas NE. 2 me hace llorar. El recitando de mi mujer es glorioso... y el Estudio revolucionario... ¡soberbio! Tocará en Washington hacia fin de año. Ustedes serán nuestros invitados especiales, por supuesto.
—Gracias —dijo Hood.
—Dígame —dijo Nasr—. ¿Cómo están la señora Hood y sus pequeños hijos?
—Hasta mi último llamado telefónico todos estaban contentos y no eran tan pequeños —dijo Hood con aire culpable. Se volvió hacia Warner Bicking, que estaba parado a sus espaldas—. Dr. Nasr, no creo que haya tenido oportunidad de conocer al señor Bicking.
—No —dijo Nasr—. Sin embargo leí su informe sobre la creciente defensa de la democratización en Jordania. Ya hablaremos en el avión.
—Será un gran placer para mí —replicó Bicking, tendiéndole la mano.
Mientras caminaban hacia el auto —Nasr iba en medio de los otros dos—, Hood les informó rápidamente los últimos acontecimientos. Subieron al Sedan y Bicking ocupó el asiento delantero. Cuando el automóvil se puso en marcha, Nasr comenzó a tironear suavemente de la punta de su barba con el pulgar y el índice de la mano derecha.
—Creo que tienen razón —dijo Nasr—. Los curdos quieren y exigen una nación propia. La cuestión no es saber hasta dónde están dispuestos a llegar para conseguida. Está claro que sin patria perecerán.
—¿Entonces cuál es la pregunta? —preguntó Hood. Nasr dejó de jugar con su barba.
—La cuestión, mi amigo, es saber si la voladura de la represa fue su gran golpe... o si nos tienen reservado algo aún más grande.