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Miércoles, 21.37, Londres, Inglaterra

Paul Hood habló con Mike Rodgers desde Londres, en ruta a Washington. Rodgers estaba a punto de abandonar la enfermería de Tel Nef para unirse a los Strikers en su vuelo de regreso a EE.UU.

Los dos hombres mantuvieron una conversación breve y desacostumbradamente tensa. Ya fuera porque temía liberar la ira, la frustración, la tristeza o lo que fuera que estaba sintiendo, Rodgers no dejó salir nada de sí. Para lograr que el general respondiera sobre su salud y las comodidades de Tel Nef, Hood tuvo que hacer preguntas muy específicas. Y hasta esas respuestas fueron concisas. Hood lo atribuyó al cansancio y la depresión que Liz había previsto.

Al hacer la llamada, Hood no estaba dispuesto a hablar del perdón presidencial. Sentía que sería mejor hacerlo cuando Rodgers hubiera descansado y estuviera rodeado por la gente que había orquestado la amnistía. Gente cuyas opiniones respetaba. Gente que podría explicarle que lo habían hecho para proteger los intereses nacionales y no como un favor personal.

Sin embargo, Hood sentía que Rodgers tenía derecho a saber lo que había pasado. Quería que usara el vuelo de regreso para planear su futuro en el Centro de Operaciones y no un futuro imaginario en la corte marcial.

Rodgers recibió la noticia con calma. Le pidió a Hood que agradeciera a Martha y Herbert por sus esfuerzos. Pero mientras el general hablaba, Hood tuvo la fuerte sensación de que estaba pasando algo más, algo impronunciable que se había interpuesto entre ambos. No era amargura ni rencor. Era algo más parecido a la melancolía, como si en vez de salvarlo lo hubieran condenado.

Era como si el general se estuviera despidiendo.

Después de cortar con Rodgers, Hood llamó al coronel August.

Rodgers y el comandante del Striker se habían criado juntos en Hartford, Connecticut, y Hood le pidió que utilizara todo su arsenal de cuentos, bromas y recuerdos para divertir y entretener a Rodgers. August prometió hacerlo.

Hood y Bicking despidieron calurosamente al profesor Nasr en Heathrow y prometieron asistir al concierto de piano de su esposa. El programa estaba dedicado a Liszt y Chopin. No obstante, Bicking le sugirió reemplazar el Estudio revolucionario por algo de menor carga política. Nasr estuvo de acuerdo.

El vuelo desde Londres fue relajado y estuvo colmado de cumplidos inusualmente sinceros para Hood, que no se parecían en nada a las palmaditas superficiales que solía recibir en las reuniones y recepciones de Washington. Los funcionarios que viajaban en el avión parecían encantados con los rumores de que el Striker había quebrado una gran cantidad de leyes seculares en el valle del Bekaa. Estaban casi tan contentos con eso como con el hecho de que los terroristas hubieran sido encontrados y neutralizados, y las tropas sirias y turcas se hubieran retirado de la frontera compartida. Como le había dicho el subsecretario de Estado Tom Andrea: “Uno se cansa de obedecer las reglas cuando los demás no lo hacen”.

Andrea también lo había presionado para saber quién los había ayudado a escapar del ataque al palacio en Damasco. Pero Hood se limitó a beber la Tab que había comprado en Londres y no dijo nada.

El avión aterrizó a las 22.30 del miércoles. Una guardia de honor esperaba los restos de los agentes de la ASD y Hood permaneció con ellos hasta que los ataúdes fueron retirados y enviados rumbo a su destino final. Después entró en la limusina que los esperaba para llevarlos a sus casas. La limusina había sido enviada por Stephanie Klaw de la Casa Blanca con una nota adjunta.

“Paul”, decía, “bienvenido a casa. Tenía miedo de que tomaras un taxi.”

La limusina llevó primero a Hood, quien sostuvo un momento la mano de Bicking entre las suyas antes de bajar.

—¿Qué se siente al haber sido garantía de dos presidentes? —preguntó Hood.

El joven Bicking sonrió y replicó:

—Es muy estimulante, Paul.

Hood pasó una hora acostado en la cama con sus hijos y después pasó dos horas haciéndole el amor a su esposa. Y luego de eso, con Sharon acurrucada a su lado y tomados de la mano, se quedó despierto largo rato preguntándose si no habría cometido el error de su vida al decirle a Mike Rodgers que el presidente le había otorgado un perdón.