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Lunes, 14.2.1, Washington D.C.
El coronel Brett August estaba dando una clase de ciencia militar a sus Striker cuando sonó su computadora. Miró el número: era Bob Herbert. Los fríos ojos azules de August volvieron a los diecisiete Striker que ocupaban el salón. Todos estaban sentados muy erguidos frente a sus viejos escritorios de madera. Sus uniformes color caqui estaban limpios y prolijamente planchados. Todos tenían sus computadoras personales abiertas.
El llamado de Herbert interrumpió una clase sobre el sangriento intento de derrocar a un dictador militar llevado a cabo por oficiales japoneses en febrero de 1936.
—Ustedes estarán al mando de las fuerzas rebeldes de Tokio —dijo August avanzando hacia la puerta—. Cuando regrese, quiero que cada uno de ustedes me presente un plan alternativo para llevar a cabo el golpe. Pero esta vez quiero que triunfen. Si quieren pueden retener o anular los asesinatos del ex primer ministro Saito y el ministro de Economía Takahashi. También pueden considerar la posibilidad de ser tomados como rehenes y utilizados para manipular convenientemente la opinión pública y la reacción oficial. Honda, usted quedará a cargo hasta que yo regrese.
El PFC Ishi Honda, el experto en comunicaciones del Striker, se puso de pie e hizo la venia cuando el coronel abandonó el salón.
Mientras atravesaba el oscuro corredor de la Academia del FBI en Quántico, Virginia, ni siquiera se molestó en imaginar qué podría querer Herbert.
August no era propenso a las especulaciones. Tenía el hábito de autoevaluarse: hacer lo mejor posible, considerar lo que se ha hecho y pensar cómo hacerlo mejor la próxima vez.
Pensó en la clase y se preguntó si les habría dado la clave acerca de la toma de rehenes. Probablemente no. Sería interesante ver si alguien la descubría por las suyas.
Sobre todo le agradaba el progreso logrado por el Striker desde su llegada. Tenía una filosofía simple acerca de la conducción de comandos militares. Hacerlos levantar temprano y llevar el cuerpo al límite. Hacerlos levantar pesas, trepar sogas y correr. Hacerlos probar los puños contra pedazos de madera y jugar pulseadas. Hacerlos nadar un rato y luego a desayunar. Cuatro millas de caminata diarias con el uniforme puesto, la primera y la tercera corriendo suavemente. Después una ducha, un descanso breve y clases. Los temas de las clases abarcaban desde estrategia militar a técnicas de infiltración que había aprendido de un colega de los Mista’aravim, los comandos de defensa israelíes disfrazados de árabes. Cuando los soldados llegaban a las clases se sentían felices de sentarse y sus mentes estaban muy alertas. August terminaba el día con un partido de béisbol, basquetbol o voleibol, según el clima y la disposición del equipo.
El Striker había avanzado mucho en pocas semanas. Físicamente los estaba preparando contra cualquier crisis, contra cualquier comando del mundo. Psicológicamente comenzaban a recuperarse de la muerte de Charlie Squires. August había trabajado en colaboración con la psicóloga del Centro de Operaciones, Liz Gordon, para ayudarlos a superar el trauma. Liz se había concentrado en dos terapias posibles. Primero los ayudaba a aceptar la verdad: la misión en Rusia había sido un éxito y los Striker habían salvado miles de vidas. En segundo lugar, basándose en proyecciones computadorizadas de la misión-tipo, les demostraba que sus pérdidas no eran extraordinarias de acuerdo con lo que los militares consideraban “una escala aceptable”. Esa aseveración fría y entrelíneas no podría curar la herida, pero Liz esperaba que aliviara parte de la culpa del grupo y les devolviera la confianza. Hasta el momento parecía funcionar. La semana pasada August había notado que los soldados estaban más concentrados durante el entrenamiento y reían más en los descansos.
El alto y espigado coronel caminaba rápidamente sin prisa aparente. Aunque sus ojos eran amables tenía la mirada clavada en el frente. No reconocía a los oficiales del FBI que pasaban junto a él. Desde que se había hecho cargo del Striker, August había buscado aislarse y aislar a su equipo de toda influencia externa. Más que el extinto Charlie Squires, August creía que un grupo comando no sólo debía ser mejor que cualquier otro grupo militar, sino que debía creerse mejor. No quería quedar colgado de una saliente en la montaña con una fuerza superior cercándolo y su propia gente preguntándose si era lo bastante buena para dispararle al enemigo. Fraternizar con elementos externos diluía la concentración, la sensación de unidad y objetivos.
La oficina de August se encontraba en el corredor ejecutivo del FBI. Ingresó su código en la ranura del umbral y entró. Siempre se sentía muchísimo mejor cuando cerraba la puerta y dejaba atrás lo que denominaba con cierta sorna “las camisas blancas”. No era que le desagradaran o no los respetara. Al contrario. Eran inteligentes, bravos y delicados. Amaban a su país tanto como él. Pero temía su destino. Para August eran como las visiones navideñas de Scrooge sobre el porvenir. El coronel detestaba la idea de atarse a un cómodo escritorio y por eso había rechazado la sugerencia de Mike Rodgers de abandonar su puesto como oficial de la OTAN y trasladarse a Washington. Pero como Rodgers era su amigo de la infancia y el Striker era una fuerza singularmente capaz y agresiva, August había aceptado supervisarlos.
Lo atraía el gran desafío de reconstruir y liderar un equipo desmoralizado por la muerte de su comandante. Y además estaba el encanto de volver a estar con Rodgers. Desde niños compartían la pasión por el aeromodelismo y la evocación de antiguas novias. Rodgers había llegado a encontrar a una de las más queridas de August para inducirlo a volver a trabajar en los EE.UU.
La estratagema había funcionado. Cuando August finalmente se reunió con Barb Mathias, la princesa de la secundaria que había sido su primer amor, supo que ya no volvería a la OTAN. Compró un Ford para todos los días y un Rambler para arreglarlo los fines de semana, se mudó a las barracas de Quántico y volvió a prestar servicio como soldado por primera vez después de Vietnam. Los Striker eran jóvenes pero entusiastas y el equipo de alta tecnología resultaba maravillosamente inspirador.
August cerró la puerta tras él. Avanzó hacia el escritorio de metal y tocó el dial automático del teléfono de seguridad. Bob Herbert levantó el tubo.
—Buenas tardes, coronel —dijo Herbert.
—Buenas tardes, Bob.
—Por favor encienda su computadora —dijo Herbert—. Tiene una directiva firmada. Acuse recibo y vuelva a enviarla por correo electrónico.
A August le ardió el estómago de nervios al ingresar su código de identificación. Seguía sin especular, pero era astuto y absolutamente curioso. En pocos segundos la orden de Paul Hood apareció en pantalla. August la leyó. La Orden Nº 9 de Despliegue de Striker simplemente le ordenaba a él y a todo su comando Striker volar en helicóptero desde Quántico a la Base Andrews de la Fuerza Aérea y abordar allí el C-141B que los esperaba. August tomó la lapicera láser del escritorio y firmó la pantalla. Salvó el documento y se lo devolvió a Herbert.
—Gracias —dijo Herbert—. El teniente Essex del equipo del general Rodgers lo recibirá en el campo a las quince horas. Supervisaremos la misión. Enviaremos todos los detalles cuando estén en vuelo. No obstante tengo algo que decirle, coronel, y me temo que no es agradable. Mike y el CRO han sido capturados por terroristas curdos, aparentemente.
La sensación de ardor subió a la garganta de August.
—O bien usted recupera la planta —prosiguió Herbert—, o según las reglas del juego nos veremos obligados a cerrar el negocio.
Tal vez debamos hacerlo antes de que usted llegue allí, pero obviamente intentaremos evitarlo. ¿Entendido?
Cerrar el negocio, pensó August. Destruir el CRO sin tener en cuenta dónde estaba ni quién estaba adentro.
—Sí —dijo el coronel—. Entiendo.
—No comparto criterios con el general Rodgers como usted —prosiguió Herbert— pero lo disfruto y lo respeto plenamente. Es el único tipo que conozco capaz de citar a Arnold Toynbee en una frase y pasar letra de una película de Burt Lancaster en la siguiente. Lo quiero de vuelta. Los quiero a todos de vuelta.
—Yo también —replicó August—. Y estamos preparados para traerlos.
—Usted también es un gran tipo —dijo Herbert—. Buena suerte.
—Gracias —dijo August.
El coronel colgó el teléfono. Un momento después inhaló aire por la nariz con suma lentitud. Se llenó de aire el estómago, como si fuera una botella. El “gran vientre” era un truco que le había enseñado un simpático guardia cárcel cuando era POW en Vietnam. August había sido destinado a Vietnam del Norte para buscar un equipo Scorpion reclutado por la CIA en 1964 entre norvietnamitas católicos perseguidos. Se había supuesto que los trece comandos habían muerto. Pero años después se supo en Saigón que todavía estaban vivos. Enviaron a August a buscarlos junto con otros cinco hombres. Encontraron a los diez Scorpion sobrevivientes en un campo de prisioneros cerca de Haiphong... y se unieron a ellos. El guardia del Vietcong, Kiet, tenía que hacer lo que hacía para dar de comer a su esposa e hija. Pero era un humanista taoísta que enseñaba en secreto su credo de “supervivencia sin esfuerzo” a los cautivos. Y el enfoque “quietista” de Kiet, junto con su propia y obstinada determinación, permitieron sobrevivir a August.
August exhaló, se quedó quieto un instante, y luego abandonó su oficina. Su paso era más rápido que antes, sus ojos más intensos.
Mientras intentaba asimilar el impacto de lo ocurrido, August no pensó ni un momento en el CRO ni en Mike Rodgers. Sólo pensó cómo trasladar a su gente al avión. Ése era otro truco que había aprendido como POW. Era más fácil enfrentar una crisis tragándola a pedazos de tamaño digerible. Si uno estaba colgado de las muñecas y hundido hasta las narices en una letrina maloliente y cubierta de moscas, o si se estaba cocinando en una jaula del tamaño de un ataúd bajo el sol de mediodía, no debía pensar cuándo iba a salir porque esa clase de pensamiento sólo serviría para enloquecerlo. En cambio, uno debía calcular cuánto demoraba una nube en viajar de una copa de árbol a otra, a qué velocidad cruzaba un espacio abierto una araña grande, e incluso contar cien respiraciones lentas destinadas al Vientre de Buda.
Claro que estaba preparado, se dijo August. Y su equipo también. Al menos sería mejor que lo estuvieran. Porque en menos de un minuto comenzaría a patear culos de Striker como nadie los había pateado antes.