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Lunes, 22.34, Oguzeli, Turquía

Agazapado en el asiento del conductor, Ibrahim observaba el medidor de energía mientras las baterías iban siendo recolocadas, A medida que los números digitales se incrementaban, Ibrahim probaba distintos botones para ver cómo funcionaban el aire acondicionado, las luces y otros aparatos. Había muchos paneles y botones que no comprendía.

Mahmoud estaba de pie junto a él, apoyado contra el tablero y fumando un cigarrillo. Tenía los brazos cruzados y sus ojos agotados no abandonaban ni por un instante a los norteamericanos ubicados en la parte trasera del remolque. Hasan había vuelto con ellos, llevando un reflector para vigilar cada movimiento que hicieran.

Los otros prisioneros estaban despiertos, sentados en silencio allí donde los curdos los habían dejado. Katzen, Mary Rose, Coffey y el coronel Seden estaban atados a la base del asiento del acompañante. El privado Pupshaw seguía atado a la silla de la computadora. No les habían ofrecido agua ni comida y ellos tampoco habían pedido. Nadie había pedido ir al baño.

Ibrahim miró por la ventana. En cuanto la energía empezó a volver a los controles, Ibrahim había abierto la ventana para que saliera el humo del cigarrillo de Mahmoud. El tabaco beduino que Mahmoud prefería era horriblemente dulzón, como un repelente de insectos. Ibrahim no entendía por qué su hermano lo disfrutaba tanto.

Pero lo cierto es que tampoco entendía por qué su hermano disfrutaba tantas otras cosas. Por ejemplo las confrontaciones. A Mahmoud le había gustado el episodio con el norteamericano. Ambos habían perdido un poco de estatura a raíz de eso e Ibrahim estaba seguro de que su hermano pronto buscaría revancha.

Por su parte, Ibrahim sabía que su trabajo era necesario aunque él no lo disfrutara. Se vio reflejado en el espejo retrovisor y estudió sus rasgos con una curiosa mezcla de satisfacción y odio. Ese día habían hecho un buen trabajo, ¿pero qué derecho tenía a estar vivo? Walid había luchado tanto y con tanta diligencia. De estar vivo, esa noche hubiera agradecido a Alá con una plegaria, no a título personal.

Mientras se miraba, Ibrahim advirtió por primera vez que el espejo tenía forma de plato y cierto grado de convexidad que permitía ampliar la vista del camino. Pero el marco también era redondeado, más allá de los dictados del estilo. Curioso, sacó el cuchillo y lo metió detrás del espejo.

El líder norteamericano, al que llamaban Kuhnigit, dejó de hacer lo que estaba haciendo y le dijo algo a Ibrahim: Hasan respondió algo. El norteamericano volvió a hablar. Kuhnigit no parecía tan confiado como antes e Ibrahim se preguntó si no ocultaría algo. Hasan señaló la abertura del piso y dijo algo en inglés. El norteamericano se agachó y volvió a trabajar. Ibrahim siguió con el espejo.

El cristal estaba suelto a los costados pero permanecía sujeto al centro. Sólo que no era cristal sino un material mucho más liviano. Casi como un celofán plateado. Ibrahim se asomó por la ventana para ver mejor. Había algo atrás del espejo... una especie de bocina. Parecía un transmisor.

No, pensó, un transmisor no. Un radar como los que usaban en la fuerza aérea, sólo que de tamaño reducido.

Ibrahim recolocó el espejo y miró hacia atrás. El norteamericano había dejado de recolocar las baterías y lo estaba mirando. Hasan le ordenaba:

—Trabaja... ¡trabaja!

El norteamericano se irguió vacilante sobre sus pies atados por un instante, y luego se apoyó contra una de las computadoras apagadas. Hasan avanzó hacia él, lo aferró del hombro y lo arrojó de vuelta a la abertura del piso.

Ibrahim saltó del asiento con el cuchillo en la palma de la mano.

—Algo anda mal aquí —le dijo a Mahmoud.

Mahmoud chupó su cigarrillo por última vez y lo tiró al piso.

—¿Qué podría andar mal aquí, fuera del paso de tortuga del norteamericano?

—No sé —dijo Ibrahim—. Si dejara volar mi imaginación diría que el marco de ese espejo parece un transmisor de radio muy pequeño —utilizó el cuchillo para señalar—. Y además están todas esas computadoras y monitores. Supongamos que no las usan para encontrar ciudades enterradas. Supongamos que estos tipos no son científicos. Supongamos que todo esto es un disfraz.

Mahmoud se irguió de golpe. El cansancio pareció abandonarlo.

—Continúa, hermano mío.

Ibrahim señaló a Rodgers con la punta de su cuchillo.

—Ese hombre no actuó como un científico. Sabía muy bien hasta dónde llegar cuando amenazaste a la chica.

—Como si hubiera hecho lo mismo otras veces, quieres decir —dijo Mahmoud—. Aywa... sí. Tuve la misma sensación pero no sabía por qué.

—Todos están demasiado tranquilos —dijo Ibrahim—. Nadie ha suplicado, ni siquiera han pedido de beber —señaló a Pupshaw y DeVonne—. Esos dos soportaron las ataduras sin una queja.

—Como si estuvieran entrenados —dijo Mahmoud. Miró el remolque oscuro a su alrededor como si lo viera por primera vez—. Pero si no es para investigación, ¿qué demonios es este lugar? —preguntó.

—Una estación de reconocimiento —dijo tentativamente Ibrahim. Luego, con más confianza, dijo:

—Sí. Casi estoy convencido de que lo es.

Mahmoud aferró el brazo de su hermano.

—Loado sea el Profeta, podríamos usarla para...

—¡No! —gritó Ibrahim, desasiéndose—. No...

—Pero podría servimos para salir de Turquía —dijo Mahmoud—. Tal vez podamos interferir conversaciones militares.

—O ellos interferir las nuestras —replicó Ibrahim—. Y no desde tierra sino desde allá arriba —señaló el espejo retrovisor con el cuchillo—. Es muy posible que ya nos estén vigilando, que estén esperando para ver hacia dónde vamos.

Mahmoud miró a su hermano y luego a Rodgers quien, inclinado sobre la abertura del piso, estaba terminando de recolocar las baterías.

—¡Abadan! —gritó el sirio—. ¡Nunca! De una u otra manera... los cegaré.

Se apoderó del cuchillo de Ibrahim y avanzó hacia Mary Rose. Se agachó y cortó la cuerda que la mantenía atada a la silla. La chica todavía estaba atada de pies y manos y Mahmoud la empujó hacia adelante, de cara al piso.

Luego le devolvió el cuchillo a Ibrahim y se arrodilló junto a ella. Le aferró el cabello con tanta fuerza que Mary Rose aulló de dolor. Mahmoud sacó la.38 del cinturón y le clavó el caño del arma en la nuca.

Rodgers dejó de trabajar por segunda vez. No intentó levantarse.

—¡Hasan! —gritó Mahmoud—. Dile al norteamericano que ya sabemos para qué sirve su vehículo. Dile que quiero saber cómo funciona —Mahmoud sonrió burlonamente— y dile que esta vez solo contaré hasta tres.