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Lunes, 6.48, Chevy Chase, MD

Paul Hood estaba sentado bebiendo café en la guarida de su cómoda casa suburbana. Había corrido las cortinas color marfil, abierto apenas una pulgada la puerta de vidrio corrediza, y miraba complacido el patio trasero. Hood había recorrido el mundo y se sentía a gusto en muchos lugares, pero nada lo conmovía más que esa cerca pintada de blanco sucio que delimitaba la pequeña parte que le pertenecía.

El césped era de un verde resplandeciente y la brisa cálida le traía el penetrante aroma de las rosas del jardín de su mujer. Los azulejos y los ruiseñores cantaban vívidamente y las ardillas parecían minúsculos Strikers peludos por su manera de avanzar, detenerse, reconocer el terreno y avanzar otra vez. La tranquilidad rústica era interrumpida de vez en cuando por lo que Hood, gran amante del jazz, denominaba el “jazz matinal de la puerta”: el suave deslizar de una puerta de alambre tejido, el gruñido de la puerta de un garaje o el golpe de la puerta de un automóvil.

A la derecha de Hood había una oscura biblioteca de roble repleta de libros de jardinería y cocina muy usados que pertenecían a Sharon. Los estantes también estaban colmados de enciclopedias, atlas y diccionarios que Harleigh y Alexander ya no consultaban desde que todo lo que necesitaban estaba en CD-ROM. Por último había un rinconcito destinado a las novelas favoritas de Hood: De aquí a la eternidad, La guerra de los mundos, Ben Hur, Tierna es la noche. Obras de Ayn Rand, Ray Bradbury y Robert Louis Stevenson. Viejas novelas del Llanero Solitario por Fran Striker que Hood había leído en su infancia y a las que volvía de vez en cuando. A la izquierda de Hood había unos estantes llenos de recuerdos de su mandato como alcalde de Los Ángeles. Plaquetas, jarrones, llaves de otras ciudades y fotografías con dignatarios locales y extranjeros.

El café y el aire fresco eran igualmente vigorizantes. Su camisa ligeramente almidonada le resultaba cómoda. Y sus zapatos nuevos parecían caros aunque no lo eran. Recordó las épocas en que su padre no podía comprarle zapatos nuevos, hacía ya treinta y cinco años, cuando Paul tenía nueve y el presidente Kennedy acababa de ser asesinado. Su padre, Frank “Acorazado” Hood, hombre de la marina durante la Segunda Guerra Mundial, había dejado un trabajo de contaduría para tomar otro. Los Hood habían vendido su casa y estaban a punto de mudarse de Long Island a Los Ángeles cuando la firma que iba a contratar a su padre congeló repentinamente el ingreso de personal. La firma lo lamentó muchísimo, pero no sabían qué iba a pasar con la compañía, con la economía, con el país. Su padre estuvo trece meses sin trabajo y tuvieron que mudarse a un departamento pequeño. Un departamento lo suficientemente pequeño como para que él pudiera escuchar a su madre consolar a su padre cuando lloraba por las noches.

Y aquí estaba él. Relativamente opulento y director del Centro de Operaciones. En menos de un año Hood y su equipo habían transformado la agencia formalmente conocida como Centro Nacional para Manejo de Crisis —agencia que funcionaba de nexo entre la CIA, la Casa Blanca y otros peces grandes— en un equipo para manejo de crisis por derecho propio. Hood había tenido relaciones muchas veces ríspidas con algunos de sus colaboradores más próximos, particularmente con el subdirector Mike Rodgers, el oficial de Inteligencia Bob Herbert y la oficial de Política y Economía Martha Mackall. Pero aceptaba las diferencias de opinión. Además, si no era capaz de manejar choques de personalidad en su propia oficina le resultaría imposible solucionar enfrentamientos de orden político o militar a miles de millas de distancia. Las escaramuzas de escritorio lo mantenían alerta y en forma para las batallas mayores, verdaderamente importantes.

Hood bebía lentamente su café. Casi todas las mañanas se sentaba cómodamente solo en el sofá. Analizaba su vida e invitaba a la satisfacción para que lo envolviera como a una isla. Pero rara vez lo complacía. Y jamás lo envolvía por completo. Había un agujero, que se había agrandado considerablemente en el mes posterior a su regreso de Alemania. Un vacío que la pasión había llenado inesperadamente. Pasión por Nancy, su antigua amante, a quien había reencontrado en Hamburgo después de veinte años. Pasión que ardía en la playa de su islita y no lo dejaba dormir de noche y reclamaba su atención durante el día.

Pero era una pasión que no podía atender. A menos que quisiera destruir las vidas de aquellos para quienes esa casa y ese estilo de vida eran satisfactorios y plenos. Los hijos para quienes él era fuente constante y confiable de fuerza y seguridad emocional. La esposa que lo respetaba y confiaba en él y que decía amarlo. Bueno, probablemente lo amara. De la misma manera casi fraternal en que la amaba. Eso no era tan malo después de todo, aunque difería completamente de lo que sentía por Nancy.

Hood vació la taza, lamentando que el último sorbo jamás tuviera el glorioso sabor del primero. Ni en el café... ni en la vida. Se levantó, dejó la taza en la pileta de la cocina, descolgó su chaqueta del guardarropa y salió a la mañana, fragante.

Hood se dirigió al sudeste a través de Washington D.C., rumbo a los cuarteles generales de la Base Andrews de la Fuerza Aérea, esquivando camionetas, Mercedes y flotas de camiones del correo que corrían a hacer sus entregas matutinas. Se preguntó cuánta gente estaría pensando como él, cuántos estarían maldiciendo el tránsito, y cuántos simplemente estarían disfrutando el hecho de conducir, la mañana y un poco de música rítmica.

Puso un casete de música gitana española, gusto que había heredado de su abuelo cubano. El automóvil se llenó con esos sonidos. Hood no entendía las palabras pero sí la pasión que expresaban. Y, sumergido en la música, intentó llenar una vez más las brechas de su felicidad.