54
Martes, 15.51, Damasco, Siria
Warner Bicking se puso de pie y levantó las manos. La derecha le sangraba por el golpe propinado a la poderosa mandíbula del curdo.
—Estoy de su lado —dijo Bicking en sirio—. ¿Puede entender? El hombre de baja estatura y frente alta y llena de cicatrices se acomodó el rifle bajo la axila. Mientras avanzaba en dirección a Bicking hizo señas a su compañero, un gigantón, para que se ocupara de los otros. Bicking echó un rápido vistazo a la derecha y vio que el gigantón alzaba sin esfuerzo a un hombre herido en la pierna. Cargó al herido sobre el hombro y luego alzó a un segundo hombre.
—Soy norteamericano —prosiguió Bicking—, y estos hombres son mis colegas.
Señaló con la cabeza el cantero, donde Haveles y Nasr también habían buscado refugio. Los dos salieron de su escondite.
El hombre que montaba guardia en la puerta gritó repentinamente.
—¡Viene alguien!
El hombre bajo miró a su enorme compañero.
—¿Puedes arreglarte? —le preguntó.
El gigante asintió mientras acomodaba el peso del hombre sobre su hombro derecho. Luego levantó el rifle y lo apuntó hacia adelante, entre las piernas del herido.
El hombre bajo se dirigió a Bicking.
—Vengan con nosotros —le ordenó.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Haveles, avanzando inestablemente. Le hacía pensar a Bicking en una víctima de accidente automovilístico totalmente conmovida pero que insistía en que estaba perfectamente bien.
—Nos mandaron a buscados —dijo el hombre bajo—. Deben venir ahora o quedarse aquí.
—Los representantes de Japón y Rusia también están aquí —dijo Haveles—. Están en el retrete...
—Sólo usted —dijo el hombre bajo. Dio media vuelta en dirección al pasillo y le hizo señas al hombre apostado allí. El hombre asintió y comenzó a caminar por el pasillo, hacia la izquierda. El hombre bajo se dio vuelta.
—¡Ahora! —ordenó.
Bicking tomó del brazo al embajador.
—Vamos. La guardia de palacio se ocupará del resto —dijo.
—No —dijo Haveles—. Me quedaré con los otros.
—Señor embajador, todavía hay tiroteos y...
—Me quedaré —insistió.
Bicking vio que era inútil discutir.
—Está bien —dijo—. Lo veremos después en la embajada. Haveles dio media vuelta y avanzó con pasos rígidos y mecánicos hacia el oscuro retrete detrás del sector del bar. Se unió a los otros hombres y buscó protección en las sombras.
El gigantón avanzó hacia la puerta seguido por el hombre bajo.
—Nuestro tren está por partir —dijo Nasr, pasando junto a Bicking.
Bicking asintió y se unió a la partida.
El hombre que había salido por el pasillo regresó con Paul Hood. Hood entregó los videos al hombre bajo y el grupo se dirigió a la entrada. Dos de los enmascarados iban al frente, el gigantón a la retaguardia.
—¿Dónde están los embajadores? —preguntó Hood—. ¿Todos están bien?
Bicking asintió. Miró sus nudillos enrojecidos. Hacía seis años que no golpeaba a nadie.
—Casi todos —dijo, pensando en el curdo.
—¿Qué quieres decir?
—Todos los curdos han muerto y el embajador Haveles está ligeramente impactado —dijo Bicking—. Pero decidió quedarse. Nuestros escoltas fueron absolutamente específicos acerca de a quiénes estaban dispuestos a ayudar.
—Sólo a nuestro grupo —dijo Hood.
—Correcto.
—Y Bob Herbert debe haber pagado caro para conseguirlo.
—Estoy seguro —dijo Bicking—. Bueno, diplomáticamente es lo mejor que podía haber hecho el embajador. Habría un espantoso escándalo internacional si un operativo de rescate favoreciera a Washington. Por no decir que no habría un solo japonés o ruso que escupiera sobre un diplomático norteamericano que se estuviera quemando vivo.
—Te equivocas —dijo Hood—. Creo que lo escupirían.
Los hombres siguieron avanzando por el pasillo hasta una puerta dorada. Estaba cerrada. El hombre que iba al frente disparó al picaporte y la abrió de una patada. Todos entraron, el último de la fila cerró la puerta, y el hombre que iba al frente encendió un reflector. El grupo atravesó velozmente un gran salón de baile. Incluso en la semioscuridad Bicking pudo sentir el peso de los cortinados dorados y oler su larga historia.
Se oyó ruido de botas al otro lado de la puerta. Los tres hombres del Mista’aravim se detuvieron en seco y apuntaron sus armas al pasillo. Apagaron el reflector y el hombre bajo corrió hacia la puerta dorada.
—Sigan derecho hacia adelante y esperen en la cocina —les susurró el gigantón a Hood, Nasr y Bicking.
Ellos hicieron lo que les decían. Mientras avanzaban, Hood miró hacia atrás. El hombre bajo espiaba por el agujero donde había estado el picaporte. Al ver que no entraba nadie, los enmascarados se unieron a él.
El hombre bajo les dijo algo en sirio.
—Guardias presidenciales —tradujo Bicking para Hood mientras atravesaban corriendo la enorme cocina.
—Entonces todo esto fue una farsa, como sugirió el embajador —dijo Nasr echando hacia atrás su ondeado cabello entrecano que la excitación había despeinado. El mechón rebelde inmediatamente le volvió a caer sobre la frente.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Hood.
—El presidente sirio esperaba que pasara esto —dijo Nasr—, tal como lo predijo el embajador Haveles. Permitió que sucediera y que los embajadores extranjeros sufrieran los mayores embates, protegidos sólo por la guardia de palacio...
—Que equivale al personal de seguridad norteamericano de bancos y museos —intervino Bicking—. Están entrenados para enfrentamientos persona a persona. Si hay grandes problemas deben pedir refuerzos.
—Correcto —dijo Nasr—. Cuando el presidente estuvo seguro de que los curdos habían enviado el grueso de sus fuerzas, hizo que su guardia de elite cerrara la puerta tras ellos.
—El presidente usa a otras naciones como amortiguadores contra sus enemigos —dijo Bicking—. Usa al Líbano para mandar terroristas contra Israel, a Grecia para combatir a Turquía, y a Irán para crear problemas en todo el mundo. Deberíamos haber previsto que haría lo mismo con esta gente.
El sonido de los disparos aumentó considerablemente. Hood imaginaba falanges de soldados armados hasta los dientes atravesando los pasillos y acribillando a cualquier posible oponente. Aunque los curdos heridos serían capturados, le resultaba imposible pensar que se rindieran. La mayoría preferiría la muerte a la cárcel.
Se detuvieron frente a otra puerta. El líder bajo les ordenó esperar. Sacó de su bolsillo una pequeña plancha de C4 y un detonador, abrió la puerta y salió. Aunque estos hombres no fueran los más amables que Bicking hubiera conocido, no podía dejar de admirar lo bien entrenados que estaban.
—¿El embajador Haveles estará a salvo? —preguntó Hood.
—Es difícil saberlo —admitió Nasr—. Pase lo que pase, el único ganador es el presidente sirio. Si Haveles muere, la culpa será de los curdos y los Estados Unidos no los respaldarán en el futuro. Si vive, los guardias de elite se convertirán en héroes y el presidente sacará provecho de los Estados Unidos.
El hombre bajo volvió e indicó a los demás que avanzaran. El grupo atravesó una enorme despensa hasta una puerta que daba a un pequeño jardín externo, rodeado por un muro de piedra de diez pies de alto con una puerta de hierro de la misma altura en el extremo sur. Caminaron por un sendero de pizarra bordeado por un impecable seto a la altura de la cintura. Al llegar al final del sendero, el hombre bajo les mandó detenerse y esperar a unos veinte pies de la puerta de hierro. Poco después explotó el cerrojo, abriendo un boquete en la puerta y la pared. Casi en seguida apareció un camión con techo de lona. El hombre bajo se adelantó corriendo.
En la calle no había peatones; era evidente que el combate o la policía local los habían ahuyentado. Asombrosamente, tampoco había periodistas. Bicking entendió por qué habían tomado el camino más largo: los israelíes no querían ser fotografiados.
El hombre bajo corrió la lona trasera a un costado. Luego hizo señas a los hombres de la puerta.
Al acercarse al camión fueron sorprendidos por un fuerte olor a pescado... que no les impidió subir rápidamente. Hood, Bicking y Nasr fueron los primeros. Ayudaron al gigantón a subir a sus dos compañeros heridos y luego entró el resto del equipo. Los heridos se acostaron sobre bolsas de lona vacías y los demás se sentaron sobre grasientos barriles de madera amontonados al fondo. En menos de un minuto el camión estaba en marcha en dirección sudeste, rumbo a la calle Straight. El conductor giró a la derecha y pasó velozmente frente al Arco Romano y la iglesia de la Virgen María. La calle Straight se transformó en la calle Bab Sharqi y el camión siguió en dirección nordeste.
Nasr levantó apenas la lona y espió por la parte trasera del vehículo.
—Me lo esperaba —murmuró.
—¿Qué cosa? —preguntó Hood.
Nasr dejó caer la lona y se acercó a Hood.
—Vamos al barrio judío —dijo, y se acercó todavía más—. Se rumorea que estos Mista’aravim operan fuera de aquí.
Bicking también se había acercado a Hood.
—Y apuesto todo lo que tengo a que en esos barriles hay algo más que pescado. Probablemente hay suficiente pólvora en este camión como para pelear una pequeña guerra.
El camión aminoró la marcha al atravesar calles muy angostas y sinuosas. A los costados había casas altas y blancas, construidas en ángulos y distancias irregulares. Las paredes otrora blanquísimas tenían ahora el desgastado amarillo del sol. Las sogas de ropa rozaban la lona del techo del camión y los ciclistas y los automóviles marchaban lentamente y dificultaban todavía más las maniobras.
Finalmente, el camión entró a un callejón oscuro y sin salida.
Los hombres salieron y caminaron hasta una puerta de madera a la izquierda del callejón. Fueron recibidos por dos mujeres que ayudaron a trasladar a los heridos a una cocina oscura y amplia. Los heridos fueron dejados en el suelo, sobre frazadas. Las mujeres les quitaron los kaffiyeh y los pantalones y comenzaron a lavarles las heridas.
—¿Podemos colaborar en algo? —preguntó Hood. Nadie respondió.
—No lo tome como algo personal —lo tranquilizó Nasr.
—Claro que no —dijo Hood—. Tienen otras cosas en mente.
—Procederían del mismo modo si no hubiera heridos —susurró Nasr—. Que los vean los pone paranoicos.
—Es comprensible —intervino Bicking—. Los Mista’aravim se han infiltrado en grupos terroristas como el Hezbollah y el Hamas. Sólo vienen al barrio judío cuando necesitan trabajar con absoluta seguridad. Pero si los vieran aquí les costaría la vida y —lo que es mucho peor para ellos— comprometerían la seguridad de Israel. Seguramente no estarán muy contentos de haber tenido que salir a rescatar a un grupo de norteamericanos.
Mientras los norteamericanos hablaban el conductor del camión y los tres enmascarados se levantaron. El hombre bajo hizo una llamada telefónica y los otros abrazaron a las mujeres: —Luego abandonaron la habitación oscura. Poco después se oyó el ruido del motor del camión que salía del callejón.
Una de las mujeres siguió atendiendo a los heridos, la otra se puso de pie y encaró a los tres recién llegados. Estaba al borde la treintena, llevaba su cabello castaño rojizo recogido en un rodete, y sus tupidas pestañas hacían que sus ojos pardos parecieran todavía más oscuros. Tenía la cara redonda, los labios carnosos y la piel morena. Llevaba puesto un delantal manchado de sangre sobre su vestido negro.
—¿Quién es Hood? —preguntó. Hood levantó el dedo índice.
—Soy yo —dijo—. ¿Sus hombres se recuperarán?
—Creemos que sí —dijo ella—. Han llamado a un médico. Pero su socio tiene razón. A los hombres no les gustó tener que salir. Y menos les gustó que hubiera dos heridos. La ausencia y las heridas no serán fáciles de explicar.
—Entiendo —dijo Hood.
—Están en mi café —dijo la mujer—. Fueron una entrega de pescado. En otras palabras, no pueden ser vistos fuera de este lugar. Los llevaremos a la embajada después de cerrar. No puedo disponer de gente hasta entonces.
—También entiendo eso —dijo Hood.
—Mientras tanto —dijo ella—, le han pedido que telefonee al Sr. Herbert. Si no tiene teléfono tendré que conseguirle uno. Esa llamada no puede aparecer en nuestra cuenta.
Bicking buscó en su bolsillo y sacó su teléfono celular.
—Veamos si éste todavía funciona —dijo mientras lo abría. Lo encendió, escuchó un instante y luego se lo entregó a Hood—. Fabricado en Estados Unidos y bueno como si fuera nuevo.
Hood fue a un rincón y llamó al Centro de Operaciones. Lo comunicaron con la oficina de Martha, donde ella, Herbert y otros miembros del equipo esperaban noticias de la operación.
—Martha... Bob —dijo Hood—, soy Paul. Ahmed, Warner y yo estamos bien. Gracias por todo lo que hicieron.
Aunque estaba un poco lejos, Bicking pudo oír los aplausos que venían del teléfono. Se le humedecieron los ojos al pensar en el increíble alivio que todos estarían sintiendo.
—¿Qué saben de Mike? —preguntó Hood tratando de ser lo más discreto posible.
—Lo han encontrado —dijo Herbert—, y Brett está allí. Estamos esperando noticias.
—Estoy en el celular —dijo Hood—. Llámenme en cuanto sepan algo.
Hood colgó. Mientras informaba a los demás llegó el médico. Los tres hombres se retiraron a un rincón y observaron en silencio mientras el médico aplicaba inyecciones de anestésicos locales a los heridos. La mujer que les había hablado se arrodilló junto a uno de ellos, le puso una cuchara de madera entre los dientes y le sujetó los brazos contra el pecho para impedir que se moviera. Cuando la mujer asintió, el médico empezó a extraer la bala de la pierna del hombre. La otra mujer usó un trapo y una palangana de agua para limpiar la sangre.
El hombre empezó a retorcerse de dolor.
—Siempre pensé que lo peor de ser diplomático es cuando no tienes nada que decir ni que hacer —le dijo Bicking a Hood.
Hood negó con la cabeza.
—Eso no es lo peor —murmuró—. Lo peor es saber que, comparado con lo que hacen en el frente, lo que tú haces es nada.
A pedido del médico, la mujer dejó de limpiar la herida para sostener la pierna del hombre y evitar que se moviera. Sin preguntar, Hood le dio el teléfono a Bicking y se acercó rápidamente. Levantó el trapo, metió el brazo entre los tres cuerpos, y enjugó la sangre lo mejor que pudo.
—Gracias —dijo la mujer que les había hablado.
Hood no dijo nada y Bicking comprobó que era muy, muy fácil.