64
Jueves, 1.01, sobre el mar Mediterráneo
Cuando Mike Rodgers se incorporó al ejército tuvo un sargento instructor llamado Messy Boyd. Nunca supo de dónde provenía la abreviatura Messy, porque tenía que ser la abreviatura de algo. Porque Messy Boyd era el hombre más limpio, más puntilloso y más disciplinado que Rodgers había conocido en su vida.
El sargento Boyd había marcado a fuego dos cosas en sus hombres. Una era que la bravura era la cualidad más importante que podía tener un soldado. Y la otra, que el honor era todavía más importante que la bravura. “El hombre honorable”, había dicho Boyd, parafraseando a Woodrow Wilson, “es el que define su conducta de acuerdo con los ideales del deber”.
Y Rodgers se lo había tomado a pecho. También había tomado prestadas las Citas familiares de Bartlett que Boyd tenía sobre su escritorio. Ese libro lo inició en su romance de veinticinco años con la sabiduría de los grandes estadistas, militares y eruditos de todo el mundo. También lo convirtió en un lector rapaz, que devoraba todo lo que caía en sus manos, desde Epicteto a San Agustín, desde Homero a Hemingway. Así había aprendido a pensar. Tal vez demasiado, se dijo.
Rodgers estaba sentado en el banco de madera del fuselaje del C-141B y escuchaba con aire ausente una conversación entre el coronel August, Lowell Coffey y Phil Katzen sobre sus hazañas deportivas. Rodgers sabía que jamás había actuado cobardemente ni de manera deshonrosa. Pero también sabía que, debido a los acontecimientos de Oriente Medio, su carrera militar estaba terminada. Él mismo la había creído terminada cuando no pudo recuperar el CRO en la frontera siria. Aquello había sido una torpeza, una estupidez, la clase de error que un hombre en su posición no podía permitirse cometer. Pero con la muerte del líder del PKK se había sentido revivir. No como un soldado en el campo de batalla, sino como un soldado en lucha contra el terrorismo. Esa lucha hubiera continuado en la corte marcial hasta convertirse en una brava y honorable batalla contra un flagelo terrible. Ahora, pensó, ya no me queda nada.
—General —preguntó August—, ¿cuál era el nombre del catcher que terminó ganándonos a los dos en quinto grado?
—Laurette —replicó Rodgers—. Olvidé su apellido.
—Eso es. Laurette. La clase de chica que uno querría comerse.
Era absolutamente encantadora, incluso atrás de su máscara de catcher, de su guante y de un enorme globo de chicle Bazooka.
Rodgers sonrió. La chica era verdaderamente encantadora, y aquel partido había sido una verdadera carrera. Pero todas las carreras terminaban con un ganador y varios perdedores.
Como la que acabamos de correr en Oriente Medio.
Allí, el ganador había sido el Striker. Su actuación había sido ejemplar. ¿Los perdedores? Los curdos, que habían sido eliminados. Turquía y Siria, que todavía tenían millones de ciudadanos inquietos dentro de sus fronteras, y Mike Rodgers, que había descuidado la seguridad, juzgado erróneamente a un leal compañero de trabajo y ejecutado a un prisionero de guerra.
Los Estados Unidos también habían perdido. Habían perdido al encerrar nuevamente a Mike Rodgers en su cubículo del Centro de Operaciones, en vez de respaldarlo en su guerra contra el terrorismo.
Y es una guerra... o al menos tendría que serlo.
Mientras estaba en la enfermería había profundizado sus ideas al respecto. Había planeado usar el podio de la corte marcial para declarar que toda nación que atacara a un norteamericano en cualquier lugar del mundo, y de cualquier manera, habría declarado efectivamente la guerra a los Estados Unidos. También había planeado exigirle al presidente que declarara la guerra a cualquier nación responsable del rapto de ciudadanos norteamericanos o de la voladura de aviones y edificios. Esa declaración de guerra no implicaría necesariamente atacar a la gente y los soldados de esas naciones, pero otorgaría a los EE.UU. libertad para bloquear puertos y hundir cualquier embarcación que intentara entrar o salir. Libertad para cerrar aeropuertos y carreteras con misiles. Libertad para anular el comercio, destruir la economía y derrocar al régimen que había respaldado a los terroristas.
Cuando se acabara el terrorismo, la guerra terminaría.
Eso era lo que Rodgers había planeado. Si la ejecución del curda hubiera sido tan sólo su primer golpe contra el terrorismo, él hubiera recuperado el honor. Tal como estaban las cosas, el hecho de haber matado a un hombre desarmado que lo había torturado era un mero acto de venganza. No había honor ni bravura en eso. Como había escrito Charlotte Bronte, la venganza “era como el vino aromático, caliente al beberlo... pero dejaba en los labios un sabor metálico y corrosivo”.
Rodgers bajó la vista. No deseaba deshacer lo que había hecho.
La muerte del líder curdo le había ahorrado a la nación las agonías del juicio y los siempre impredecibles devenires de la opinión pública. También les había proporcionado a los curdos un mártir en vez de un perdedor. Pero Dios, cómo deseaba que la misma bala los hubiera matado a ambos. Lo habían entrenado para servir a su país y proteger su integridad y su bandera a cualquier precio. El perdón era una mancha sobre ambos. Tratándolo con caridad, su nación había perdido de vista un valor más importante: la justicia.
El error había sido cometido por gente bien intencionada. Pero por el bien y el honor de su país era necesario repararlo.
Rodgers se paró con dificultad, constreñido por los vendajes de los brazos y el torso. Mantuvo el equilibrio tomándose de la soga que corría a lo largo del fuselaje.
August levantó la vista. — ¿Estás bien?
—Sí —sonrió—. Iba al baño.
Miró al desacostumbradamente efervescente coronel August.
Estaba orgulloso de él y contento de que hubiera ganado la carrera. Dio media vuelta y avanzó hacia el fondo.
El baño era una habitación fría con una bombita de luz y un inodoro. No tenía puerta, uno de esos pequeños detalles destinados a disminuir el peso de la aeronave.
Al volver pasó junto a los estantes de aluminio donde estaban los equipos del Striker. Su propio equipo estaba en la mochila que había usado al frente del CRO. Todavía le quedaba una manera de recuperar el honor.
—No está ahí —dijo una voz a sus espaldas.
Rodgers se dio vuelta y vio el rostro largo y apostólico del coronel August.
—El arma que usaste para matar al terrorista —prosiguió August—. La tengo yo.
Rodgers enderezó la espalda.
—No tenías derecho a meter la mano en la mochila de un general, coronel.
—Sin embargo lo hice, señor. Siendo el oficial de mayor rango y no habiendo tomado parte de un crimen confeso, era mi deber confiscar evidencias para la corte marcial.
—Yo he sido perdonado —dijo Rodgers.
—Ahora lo sé —replicó August—. En ese momento no lo sabía. ¿Al señor le gustaría recuperar el arma?
Los dos hombres se miraban fijamente.
—Sí —dijo Rodgers—, me gustaría.
—¿Es una orden?
—Sí, coronel. Es una orden.
August se dio vuelta y buscó en la parte de atrás del más bajo de los tres estantes. Abrió la primera de cinco valijas que contenían los revólveres y pistolas del Striker y le entregó una pistola a Rodgers.
—Aquí tiene, señor.
—Gracias, coronel.
—De nada, señor. ¿El general planea usarla?
—Eso es cosa del general, me parece.
—A mí me parece que es un punto a debatir —dijo August—. Estás seriamente herido, También estás amenazando a un general del ejército norteamericano. Y yo he jurado defender a mis camaradas.
—Y obedecer órdenes —dijo Rodgers—. Por favor, vuelve a tu asiento.
—No, señor.
Rodgers estaba parado con el revólver al costado del cuerpo. A medio avión de distancia la privada DeVonne y el sargento Grey se habían levantado de sus asientos y parecían listos para correr.
—Coronel —dijo Rodgers—, la nación ha cometido hoy un grave error. Ha perdonado a un hombre que no merecía ni deseaba el perdón. Al hacerlo ha puesto en peligro la seguridad de su pueblo y de sus instituciones.
—Lo que planeas hacer no cambiará las cosas —dijo August.
—Las cambiará para mí.
—Eso es muy egoísta, señor —dijo August—. Permítame recordarle al general que cuando salió segundo después de Laurette también pensó que no podría seguir viviendo, y revolcó el bate con tanta violencia que si su aterrado amigo no lo hubiera detenido probablemente se hubiera golpeado en la nuca y sufrido una conmoción grave. Pero la vida siguió y el muchachito aquél salvó innumerables vidas en el sudeste asiático, en Desert Storm, y más recientemente, en Corea del Norte. Si el general intenta golpearse nuevamente la cabeza debe tener en cuenta que su amigo volverá a detenerlo. Esta nación lo necesita vivo.
Rodgers miró a August.
—¿Lo necesita más que al honor?
—El honor de una nación está en los corazones de su gente. Si detienes tu corazón le robarás a la nación lo que afirmas querer preservar. La vida duele, pero ambos hemos visto ya suficiente muerte. Todos nosotros.
Rodgers miró a los Strikers. Había algo vital en sus rostros, en sus posturas. A pesar de todo lo que habían sufrido en el Líbano. A pesar de la muerte del privado Moore en Corea del Norte y del teniente Squires en Rusia, todavía estaban vivos, entusiasmados y llenos de esperanza. Tenían fe en sí mismos y en el sistema.
Lentamente, Rodgers puso el revólver sobre el estante. No sabía si coincidía con August sobre la totalidad del tema. Pero lo que estaba a punto de hacer hubiera aniquilado el entusiasmo de los Strikers. Y eso bastaba para detenerlo.
—El apellido era Delguercio —dijo Rodgers—. Laurette Delguercio.
August sonrió.
—Lo sabía. Mike Rodgers no se olvida de nada. Sólo quería ver si estabas prestando atención a la historia. Como no prestabas atención te seguí hasta aquí.
—Gracias, Brett —murmuró el general. August apretó los labios y asintió.
—Bueno —dijo Rodgers suavemente—. ¿Les contaste cómo les gané a Laurette y a ti la temporada siguiente?
—Estaba a punto de hacerlo.
Rodgers palmeó al coronel en el hombro.
—Vamos —dijo abrazándolo.
Con un guiño cómplice a DeVonne y Grey, Mike Rodgers volvió a su asiento para escuchar a Brett August hablar de una época en que su pequeño equipo local era el mundo y el tanto que iba a lograr en la temporada siguiente era una excelente razón para seguir vivo.