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Lunes, 17.55, Oguzeli, Turquía

Ibrahim y el operador de radio Hasan permanecían de pie en la ventosa planicie. Mahmoud se arrodilló entre ambos. Los tres llevaban una ametralladora Parabellum checoslovaca colgada del hombro y una Smith & Wesson.38 en la cintura. También tenían un cuchillo de cazador pegado a la cadera.

Ibrahim sostenía las armas de su hermano Mahmoud, inclinado sobre la tierra dura. Las lágrimas surcaban las oscuras mejillas del hombre y la voz se le quebró al citar el sagrado Corán.

—Él enviará guardianes que cuidarán de ustedes y llevarán al Paraíso sus almas inmaculadas cuando la muerte los reclame...

Pocos minutos antes, Walid había depositado a los tres pasajeros con sus armas y mochilas en esa tierra reseca. Le había entregado a Mahmoud un anillo de oro con dos dagas de plata cruzadas bajo una estrella. Ese anillo lo identificaba como líder del grupo. Luego había despegado nuevamente y volado hacia la inundación. Había enfilado directamente a las aguas rugientes para que tragaran el helicóptero. Un géiser de espuma y vapor señaló por un instante su muerte. Luego los tres sobrevivientes vieron horrorizados cómo los despojos del helicóptero eran arrastrados por la corriente.

Walid se había sacrificado junto con el helicóptero porque ésa era la única manera de hacerlo desaparecer del radar turco. La única manera de evitar que su grupo de valientes fuera derribado. La única manera de proteger a los otros para que pudieran continuar la importante labor del Partido de los Trabajadores del Curdistán.

Mahmoud concluyó la plegaria pero no levantó la cabeza. Con voz débil y apenada preguntó:

—¿Por qué tú, Walid? Eras nuestro líder, nuestra alma.

—Mahmoud —dijo Ibrahim dulcemente—, pronto llegarán las patrullas. Debemos irnos.

—Podrías haberme enseñado a manejar el helicóptero —dijo Mahmoud—. Mi vida no era tan importante como la suya. ¿Quién guiará a la gente ahora?

—Mahmoud, —insistió Ibrahim—. Min fadlak... ¡por favor! Tú vas a guiamos. El te dio el anillo.

—Sí —asintió Mahmoud—. Yo los guiaré. Ése fue el último deseo de Walid. Todavía queda mucho por hacer.

Ibrahim nunca había visto tanta tristeza ni tanto odio en la expresión de su hermano. Y entonces se le ocurrió pensar que acaso fuera eso lo que Walid deseaba: el fuego del odio en los ojos y los corazones de sus soldados.

Mahmoud se puso de pie e Ibrahim le tendió su Parabellum y una.38.

—Gracias, hermano mío —dijo Mahmoud.

—Según Hasan —dijo Ibrahim con calma— podremos llegar a Sanliurfa al anochecer. Nos quedaremos al pie de las colinas y nos ocultaremos si fuera necesario. Tal vez podamos conseguir un automóvil o un camión.

Mahmoud se volvió hacia Hasan, que guardaba una respetuosa distancia.

—Nosotros no nos escondemos —dijo—. ¿Está claro?

—Aywa —respondieron a coro los dos hombres—. Sí.

—Guíanos, Hasan —dijo Mahmoud—. Y tal vez el Santo Profeta nos guíe a nuestras casas... y a las casas de nuestros enemigos.