Trenos de José
XVI. ¡Malhaya yo en este día! ¡Malhaya el día en que mi madre me parió! ¡ Malhaya el seno en que recibí el germen de vida! ¡Malhayan los pechos cuya leche mame! ¡Malhayan las rodillas en que me he sentado! ¡Malhayan las manos que me sostenían hasta que fui mayor, para entrar en el pecado! ¡Malhayan mi lengua y mis labios, que se han empleado en la injuria, la calumnia, la detracción y el engaño! ¡Malhayan mis ojos, que han visto el escándalo! ¡Malhayan mis oídos, que han gustado de escuchar frívolos discursos! ¡Malhayan mis manos, que han tomado lo que no les pertencía! ¡Malhayan mi estómago y mi vientre, que han tomado alimentos que no les correspondían y que, si hallaban alguna cosa de comer, la devoraban más que una llama pudiera hacerlo! ¡Malhayan mis pies, que tan mal han servido a mi cuerpo, llevándolo por otras vías que las buenas! ¡Malhaya mi cuerpo, que ha tornado mi alma desierta y extraña al Dios que la creó! ¿Qué haré yo ahora? Estoy cercado por todas partes. En verdad, malhaya todo hombre que corneta pecado. En verdad que la misma turbación que yo he visto en mi padre Jacobo cuando dejó su cuerpo cae hoy sobre mí, desgraciado que soy. Pero es Jesús, mi Dios, el árbitro de mi suerte, quien cumple su voluntad en mí.
XVII. Viendo que mi padre José hablaba de tal forma, me levanté y fui hacia él, que estaba acostado, y lo hallé turbado de alma y de espíritu. Y le dije: Salud, mi querido padre José, cuya vejez es a la vez buena y bendita. Él, con gran temor de la muerte, me contestó: ¡Salud infinitas veces, mi hijo querido! He aquí que mi alma se apacigua después de escuchar tu voz. ¡Jesús, mi Señor! ¡Jesús, mi verdadero rey! ¡Jesús, mi bueno y misericordioso salvador! ¡Jesús, el liberador! ¡Jesús, el guía! ¡Jesús, el defensor! ¡Jesús, todo bondad! ¡Jesús, cuyo nombre es dulce y muy untuoso a todas las bocas! ¡Jesús, ojo escrutador! ¡Jesús, oído atento! Escúchame hoy a mí, tu servidor, que te implora, y que solloza en tu presencia. Tú eres Dios, en verdad. Tú eres, en verdad, el Señor, según el ángel me ha dicho muchas veces, sobre todo el día que mi corazón tuvo sospechas, por un pensamiento humano, cuando la Virgen bendita estaba encinta y yo me propuse despedirla en secreto. Cuando tales eran mis reflexiones, el ángel se me mostró en una visión, y me habló en estos términos: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque aquel que ha de parir es sali- ¶do del Espíritu Santo. No albergues ninguna duda respecto a su embarazo, porque ella parirá un niño, que llamarás Jesús. Tú eres Jesús, el Cristo, el salvador de mi alma, de mi cuerpo y de mi espíritu. No me condenes a mí, tu esclavo y obra de tus manos. Yo no sé nada, Señor, y no comprendo el misterio de tu concepción desconcertante. Nunca he oído que una mujer haya concebido sin un hombre, ni que una mujer haya parido conservando el sello de su virginidad. Yo recuerdo el día que la serpiente mordió al niño que murió. Su familia te buscó para entregarte a Herodes, y tu misericordia lo salvó. Resucitaste a aquel cuya muerte te habían achacado por calumnia, diciendo: Tú eres quien lo ha matado. Hubo una gran alegría en la casa del muerto. Yo te tomé la oreja, y te dije: Sé prudente, hijo. Y tú me reprochaste, diciendo: Si no fueses mi padre según la carne, no haría falta que te enseñase lo que acabas de hacer. Ahora, pues, ¡oh mi Señor y mi Dios!, si es para pedirme cuenta de aquel día para lo que me has enviado estos signos terroríficos, yo pido a tu bondad que no entres conmigo en disputa. Yo soy tu esclavo y el hijo de tu sierva. Si rompes mis lazos, yo te ofreceré un sacrificio de alabanza, es decir, la confesión de la gloria de tu divinidad. Porque tú eres Jesucristo, el hijo del Dios verdadero y el hijo del hombre al tiempo mismo.