27 de diciembre de 2095:
Anochecer
A Kris Cardenas no se le escapaba la tremenda presión bajo la que se encontraba Urbain. Como único premio Nobel del hábitat, había invitado a la doctora Wexler, Pancho, Urbain y su mujer a una pequeña cena de despedida en el Nemo, el restaurante más chic a bordo de la Goddard.
La decoración del Nemo pretendía ser una imitación pseudovictoriana del interior de la ficticia Nautilus de Julio Verne: mamparos de acero y gruesas cañerías recorrían las alturas. Pantallas que remedaban unos ojos de buey mostraban infinidad de bancos de peces, pulpos que parecían deslizarse y aerodinámicos y letales tiburones.
A Manny Gaeta parecía que lo incomodaba su camisa granate de cuello vuelto y su chaqueta de punto color marfil, para él, lo más próximo al atuendo de una cena formal. Cardenas llevaba un vestido floreado de falda corta, Wexler una túnica azul oscuro de mangas muy largas sobre una falda que caía hasta la mitad de sus pantorrillas. Pancho llevaba un cómodo traje pantalón estilo camuflaje, mientras Jeanmarie Urbain se había engalanado con un ceñido vestido tubo de color negro, decorado con un intrincado bordado que exhibía su estilizada silueta de un modo ciertamente favorecedor.
—Hubiera esperado que esto fuera una celebración —se lamentó Cardenas, tratando de que su tono sonase alegre, ligero—, con champán y felicitaciones. Supongo que tendremos que esperar algún tiempo.
Urbain abrió la boca para responder, pero se conformó con sacudir la cabeza y alargar el brazo para alcanzar el vaso de zumo de frutas que había frente a él.
—Ya llegarán las celebraciones —dijo Wexler, forzando una sonrisa—. Es una verdadera pena que no esté aquí cuando la sonda finalmente empiece a enviar datos.
— ¿Te vas mañana? —preguntó Jeanmarie—. ¿Tan pronto?
—La nave de la señora Lane parte mañana y no vendrá ninguna otra nave en muchos meses —replicó Wexler.
—Puedo esperar un par de días —dijo Pancho—. Pero esos viejos metomentodo de las oficinas centrales de Corporación Astro se van a alterar un poco.
—Pues déjales que se alteren —rezongó Gaeta.
Pancho le dedicó una sonrisa:
—Si todavía fuera su presidente podría, y lo haría. Ahora que estoy retirada, sin embargo, no están haciéndome sino un favor.
—En cualquier caso, tampoco podría quedarme por más tiempo —intervino Wexler, mirando a Urbain y luego, aprisa, de nuevo a Pancho—. En casa se me acumula el trabajo.
— ¿Crees que podrías arreglar en unos cuantos días los problema técnicos? —preguntó Pancho a Urbain.
Este compuso una sonrisa laboriosa:
—Quizá.
—No debería llevar más tiempo —dijo Jeanmarie, no sin firmeza—. Después de todo, saben que la máquina funciona. Sus sistemas internos funcionan. El único problema es el enlace de comunicaciones, ¿no es así?
Urbain asintió con aire taciturno.
No muy convencido, un camarero humano acudió a la mesa, armado de varios menús enormes con las tapas de cuero. Cardenas le hizo un gesto con la cabeza. Mejor que lean el menú y pidan sus cenas a que remuevan lo del silencio de la sonda, pensó.
Aunque era la persona de más edad en la mesa, Kris Cardenas, con su aspecto enérgico y como de estar siempre en contacto con el exterior, no parecía tener más de treinta años, gracias a las nanomáquinas que recorrían su cuerpo como un decidido y poco menos que inteligente sistema inmunológico que aplacaba la invasión de los microbios, limpiaba las arterias de sedimentos y reparaba los tejidos dañados. Tenía los hombros anchos y el cabello de ese rubio radiante de las surfistas californianas, y los ojos de un azul aciano que chispeaban a la luz de las velas que ardían en la mesa. Exiliada de la Tierra a causa de las nanomáquinas que tenía en su interior, había perdido a su marido y sus hijos, y nunca había llegado siquiera a tocar las caras de sus nietos. Había pasado años sumida en un amargo odio hacia aquellos ignorantes de la Tierra que habían prohibido la nanotecnología, y unos años de penitencia como médico para esas ratas de roca del cinturón de asteroides en Ceres.
Ahora comenzaba una nueva vida a bordo de aquel hábitat que orbitaba alrededor de Saturno, junto al guapo y musculoso Manuel Gaeta, que había dejado atrás su profesión de especialista para estar con ella.
Mientras les ponían ante sí los aperitivos en la mesa, Gaeta preguntó a Urbain:
— ¿Tienes alguna idea de por qué el bicho ese no os habla?
Urbain, sentado frente a Gaeta, levantó las cejas mientras trataba de interpretar la pregunta. Por fin, frunció levemente el ceño y dijo:
—Estamos barajando algunas posibilidades. Es bastante confuso.
Wexler dejó caer una mano con aire de garra en la manga de Urbain:
—Siempre es confuso, Eduoard, hasta que obtienes la respuesta. Luego te preguntas cómo es que una cosa así ha podido confundirte durante tanto tiempo.
—Estoy segura de que Eduoard obtendrá la respuesta correcta en un día o así —dijo Jeanmarie.
Su marido la miró con el ceño fruncido.
— ¿Recuerdas la primera vez que nos vimos? —le preguntó Gaeta—. ¿En el despacho del profesor Wilmot?
Urbain asintió, cauteloso.
Una sonrisa torcida asomó al tosco rostro de Gaeta:
—Quise descender a la superficie de Titán. Ser el primer humano en poner un pie en ese lugar. ¡Pensé que te había dado un ataque!
Con una débil sonrisa, Urbain dijo:
—No podemos llevar humanos a Titán. La contaminación... —Dejó que su voz se apagase.
—Estoy de acuerdo —intervino Wexler, cortante—. Hay formas de vida únicas allá abajo. Sería un acto criminal contaminarlas con organismos terrestres.
Gaeta levantó las manos, en un gesto de burlona rendición:
—Eh, estoy retirado. No me interesa hacer más de especialista.
Pero Pancho arqueó una ceja:
— ¿Sabéis? Tal vez lo que vuestro vehículo necesita es un hombre que lo repare. O una mujer.
— ¿Te estás ofreciendo voluntaria? —bromeó Gaeta.
—Hace algún tiempo fui astronauta. Incluso en órbita he arreglado más de un robot paralizado. Recuerdo una vez, antes de que Base Lunar se convirtiera en la nación de Selene...
Pancho regaló a los comensales de la mesa durante las siguientes horas relatos de sus hazañas en la Luna.
Mientras tanto, el profesor James Colraine Wilmot recibía a un inoportuno invitado en sus habitaciones.
—Lamento haber interrumpido su velada —dijo Eberly, mientras entraba en el salón del profesor.
—Sí, es obvio —dijo Wilmot, con un desagrado apenas disimulado.
El apartamento de dos habitaciones de Wilmot no era más grande que los apartamentos estándar del pueblo de Atenas: consistía en un salón y un dormitorio, espacioso para lo que era corriente en una nave espacial, y aun así, tan sólido como cualquier apartamento de tamaño reducido de cualquiera de las principales metrópolis de la Tierra. Sin embargo, era tan cómodo y tan poco pretencioso como el propio Wilmot. El profesor lo había decorado a la manera de sus viejos aposentos de Cambridge; en realidad, la mayor parte de la cálida y oscura decoración en madera la había traído de su casa de Cambridge. Incluso una sección de una de las paredes inteligentes mostraba una chimenea, en la que no faltaban siquiera sus hipnóticas y chisporroteantes llamas.
El propio Wilmot estaba vestido para lo que obviamente pretendía ser una velada en solitario. Llevaba una bata color burdeos oscuro sobre unos pantalones de tweed arrugados y sueltos. Tenía los pies enfundados en unas cómodas y arcaicas pantuflas. Era considerablemente más voluminoso que Eberly, un tipo alto y fornido con un frondoso bigote gris y un cabello plateado, de cara curtida y permanentemente bronceada por los largos años pasados en expediciones antropológicas sobre el terreno.
Eberly vestía su atuendo de oficina: una túnica azul claro que le llegaba hasta las caderas y unos pantalones color carbón con una raya perfecta. Wilmot pensó que la túnica servía para ocultar el abombado vientre del tipo. Una extraña criatura, se dijo el profesor para sí, mientras con un gesto indicaba a Eberly el viejo y desgastado sillón de cuero. Obviamente, el tipo ha derrochado un sinfín de esfuerzos por embellecer su rostro, incluso por conferirle un aire autoritario. Pero bajo su cuello es tan blando como la masilla.
— ¿A qué debo el honor de esta visita? —preguntó Wilmot, hundiéndose en su silla favorita. Un vaso medio vacío de güisqui descansaba en la mesilla para el café que se interponía entre ambos. Wilmot apenas le dedicó una mirada; tampoco ofreció nada de beber a su visita.
El esculpido rostro de Eberly se tornó serio, casi grave:
—Pensé que era mejor discutir esto cara a cara, y no en mi oficina —comenzó.
Allá va, pensó Wilmot. Siempre en plena emergencia. Siempre la necesidad del secretismo. El tipo es un intrigante nato.
— ¿Hay algún problema? —preguntó.
Asintiendo, Eberly dijo:
—Debemos enmendar la constitución.
— ¿Ah, sí?
—Sí. Me he dado cuenta de que celebrar elecciones anuales es un error. Debemos cambiar eso.
—Ah. —Wilmot sonrió, cómplice—. Ahora que se encuentra en el poder, no quiere arriesgarse a no ser reelegido.
—No es eso —protestó Eberly.
— ¿Entonces qué es?
El rostro de Eberly se contrajo en un rictus nervioso. Wilmot podía ver las ruedas girando en su cabeza.
Por fin, el más joven de los dos dijo:
—Tener elecciones anuales significa que quien esté en el poder habrá de prepararse para la campaña de las siguientes elecciones, ¡cada año! Eso lo distraerá de sus obligaciones. Estoy tan ocupado tratando de convencer a la gente de que hago para ellos el mejor trabajo posible que no tengo tiempo de hacer el trabajo por el que me han elegido.
Wilmot meditó sobre aquello por unos momentos:
—Puedes dimitir y permitir que otro lleve a cabo esa labor.
— ¡Pero yo soy el más cualificado para ello! —clamó Eberly—. Es así de simple. Ya conoces a la gente de este hábitat. Son unos vagos. No quieren las responsabilidades que exige mi cargo. Prefieren que otro lo haga en su lugar.
—La verdad es que sí, son contrarios a las responsabilidades políticas —reconoció Wilmot—. Quizá deberíamos instituir un alistamiento...
— ¿Alistamiento?
—Es lo que se ha sugerido. Consistiría en reclutar a los responsables de nuestra administración por levas. Dejaríamos que el ordenador del departamento de Personal hiciera todo el trabajo. Eso incluso podría generar cierto entusiasmo entre la gente, como una lotería.
—Y quien sea elegido se negará a servir —dijo Eberly, casi con resentimiento.
Wilmot advirtió que estaba cansado de aquella payasada. Además, su bebida le aguardaba. Se puso en pie. Eberly pareció sorprendido; luego, lentamente, se incorporó de su silla.
—La verdadera razón por la que tenemos elecciones cada año —dijo, asiendo el delgado brazo de Eberly con su fuerte mano— es para permitir a la gente del hábitat que dé rienda suelta a su indignación política. Las elecciones representan una válvula de escape, ¿no lo ve? Confieren a la gente la ilusión de que tienen un mínimo control sobre su Gobierno. Sin elecciones, quién sabe qué protestas e incluso sediciones tendrían lugar, aun viniendo de ciudadanos tan desidiosos y poco comprometidos. Son perezosos e inconformistas, sin duda, pero si alguna vez llegan a pensar que su Gobierno no es sensible a sus necesidades, ya se buscarán la manera de cambiarlo. Unas elecciones siempre son mejores que una revuelta.
Eberly permaneció inmóvil, con un aspecto decididamente amargado. Trata de concebir alguna réplica, comprendió Wilmot. Puedo percibir el olor a madera quemada.
—Dudo que tenga algo de lo que preocuparse, muchacho —dijo Wilmot con jovialidad, dando una palmadita a Eberly en el hombro y conduciéndole a la puerta—. Como ha dicho, los buenos ciudadanos de este hábitat son deplorablemente apáticos. La mayoría de ellos ni siquiera se molestarían en votar, al menos mientras haya elecciones. Pero suprima las elecciones y tendrá entre manos un verdadero problema. Recuerde, como titular del cargo, tiene usted una ventaja formidable. Dudo que tenga algo que temer. De verdad.
Eberly parecía cualquier cosa excepto tranquilizado cuando dio las buenas noches y Wilmot cerró la puerta tras él.
Maldito intrigante, pensó Wilmot, mientras regresaba a su bebida. Chantajista. Haría cualquier cosa por mantenerse en el poder.
Se dejó caer en su silla y dio un largo trago a su güisqui. Sintiendo su calor abriéndosele paso en el interior, Wilmot se relajó un poco. Yo estoy al margen de eso, se dijo a sí mismo. Ahora no soy sino un mero observador, nada más.
Dio otro trago, y después reclinó la cabeza. Aun así, esto se pone interesante. Diez mil hombres y mujeres encerrados en esta gigantesca lata de sardinas. El experimento antropológico perfecto. Pese a todo, la verdad es que soy un tipo con suerte.
Eberly, mientras tanto, avanzaba por el pasillo hacia sus propios apartamentos. Había una riada de gente que venía en la otra dirección. Eberly se sorprendió al ver que la mayoría de ellos parecían bronceados, incluso dorados. ¿Qué es esto?, se preguntó. ¿Una nueva moda de la que aún no me he enterado?
Cuantos pasaron junto a él reconocieron a Eberly, naturalmente, y lo recibieron con sonrisas y saludos. Eso hizo que se sintiese mejor. Me conocen. Les gusto. Incluso la mayoría me admira.
Wilmot no va a ofrecer ningún apoyo para enmendar la constitución, advirtió. Pero entonces se animó. Con todo, el viejo tampoco mostrará ninguna oposición. Su poder moral en este hábitat es nulo. Ya he podido darme cuenta de ello.
Aceleró el paso mientras avanzaba hacia su apartamento.