12 de abril de 2096:
Mañana
Nos vamos a perder el debate! —dijo Tavalera, mientras observaba cómo Gaeta se introducía en el voluminoso traje espacial.
—No os preocupéis —exclamó Timoshenko desde detrás del traje, donde se había colocado para ayudar a Gaeta a introducirse por la escotilla de la espalda—. Lo van a repetir en los informativos de noticias al menos seiscientas veces.
Habían trasladado el traje espacial de Gaeta en la plataforma rodante, como el sarcófago de un gigante, hasta la cámara exterior del compartimento estanco que había en los suburbios del hábitat, el único compartimento lo suficientemente grande para acomodar el voluminoso traje blindado. Luego, con la ayuda del propio Gaeta, habían usado el torno superior para poner en pie el traje sobre las gruesas suelas de las botas. Gaeta abrió la escotilla que había en la parte posterior del traje e ingresó en su interior. El transbordador que debía llevarlo hasta los anillos estaba acoplado en el exterior del compartimento. Pancho y Wanamaker empezaron la cuenta atrás para el lanzamiento. Tavalera había llevado cuatro ordenadores desplegables para monitorizar los sensores del traje y realizar las comunicaciones, y los adhirió a las mamparas de metal raspado porque no había paredes inteligentes en la zona del compartimento. Cuando la cabeza de Gaeta asomó por el visor del casco, Tavalera encendió el intercomunicador.
— ¿Puedes oírme, Manny?
—Alto y claro. Baja el volumen un poco, si quieres.
Timoshenko comprobó la escotilla del traje para asegurarse de que estaba bien cerrado, y luego regresó a la hilera de ordenadores desplegados para unirse a Tavalera.
Les llevó varios minutos ejecutar la lista de comprobación. Por fin, Tavalera dijo:
—Puedes entrar al compartimento estanco.
Gaeta se volvió lentamente, como un monstruo salido de una vieja película de terror, mientras Timoshenko corría hacia la escotilla interior del compartimento y tecleaba la combinación en la placa incrustada a la pared que servía para abrirla. La escotilla se deslizó suavemente hacia su interior, y Gaeta pasó los pies cuidadosamente sobre su umbral. Cuando la escotilla se cerró de nuevo, con Gaeta en su interior, Timoshenko volvió a toda prisa a los ordenadores que cubrían las mamparas, donde Tavalera le esperaba.
—Despresurizando el compartimento estanco —avisó Tavalera.
Oyeron la voz de Gaeta desde el ordenador que empleaban para las comunicaciones:
—Recibido. Despresurizando.
Levantando la vista de las pantallas para dirigirla a Timoshenko, Tavalera dijo:
—Agradezco de veras que nos estés ayudando con esto.
Timoshenko se encogió de hombros:
—Ahora soy uno de los jefazos, el tiempo me sobra. No tengo otra cosa que hacer salvo sentarme a una mesa y escuchar discursos.
Y tener esperanza en el futuro, añadió para sí.
A Timoshenko no se le había pasado por alto, cuando Eberly le llamó para que se presentase en sus oficinas, que el administrador jefe iba a retorcerle el brazo un poco más. A primeras horas del día, el hábitat había sufrido un nuevo apagón que se había prolongado durante una hora, el tercero en las últimas seis semanas. Ahora ya era de noche, bien entrada la hora de la cena, y las mesas de la oficina exterior se hallaban vacías. Las luces cenitales estaban apagadas; solo alguna desperdigada lamparilla de mesa rompía la oscuridad.
Llamó una vez a la puerta de Eberly y después abrió. Eberly estaba sentado a su mesa. Como siempre, esta se hallaba inmaculadamente limpia, y su superficie resplandecía a la impávida luz de las lámparas del techo.
—A la hora exacta —dijo Eberly, sonriendo ampliamente, mientras con un gesto invitaba a Timoshenko a sentarse en una de las sillas que había ante la mesa.
Timoshenko se sentó sin pronunciar una palabra.
—Esta tarde he despedido a Aaronson —dijo Eberly, sin más preámbulos—. No podemos seguir teniendo estos apagones. Así que voy a designarle director de todo el departamento de Mantenimiento.
—Declinaré ese honor.
Aún sonriendo, Eberly abrió el cajón de la mesa y sacó una hoja de plástico:
—Su mujer es bastante guapa —comentó, deslizando la hoja al otro lado de la mesa.
Timoshenko no se atrevió a cogerla. Simplemente, mirar el adorable rostro de Katrina era suficiente para hacer que su corazón le brincase en el pecho.
—Mi ex mujer no tiene nada que ver con esto —dijo, con los dientes apretados.
—He preguntado por ella a las autoridades de Moscú. No ha vuelto a casarse. Y por lo que parece, su deseo es venir aquí —replicó Eberly—. Parece que está ansiosa por reunirse con usted.
La primera reacción de Timoshenko fue saltar sobre la mesa y emprenderla a golpes contra aquel sucio bastardo. Pero pudo contenerse, aunque con esfuerzo.
—Podría volver a estar con ella —prosiguió Eberly—, una vez acepte el puesto de director del departamento de Mantenimiento. Para entonces, será un importante miembro de la comunidad de este hábitat, y ella…
— ¡No quiero que ella venga! ¡No quiero que se vea exiliada de la Tierra!
Eberly sacudió la cabeza como un maestrillo decepcionado por la respuesta de su pupilo.
—Veo que eres la víctima de un pensamiento incapaz de organizarse correctamente, Ilya. Para ti este hábitat es un lugar de exilio, una prisión, un gulag.
— ¿Y no lo es?
—Ni de lejos. Es el lugar más confortable, e incluso lujoso, que jamás hayas conocido en toda tu vida. Admítelo. ¿Acaso sus condiciones no son mejores de las que hay en Rusia? ¿No te sientes más libre de lo que jamás fuiste allí? ¿No gozas de una posición mucho mejor, no eres un hombre respetado?
Timoshenko no pudo responder. Quería meterle a Eberly aquellas palabras en la garganta, pero sabía que lo que le estaba diciendo era bastante cierto. Con la salvedad de que Timoshenko jamás podría escapar de aquel mundo creado por la mano del hombre. Nunca podría regresar a Rusia. Nunca más vería su hogar. Nunca vería a Katrina, ni volvería a escuchar su voz. Lujosa o no, sigue siendo una prisión, se dijo.
Inclinándose sobre la mesa y señalando con un dedo al ingeniero, Eberly prosiguió:
—Vives mucho mejor de lo que vive tu mujer, ¿sabes? Para tu información, me he interesado en las condiciones en que vive. Y su vida no se parece ni de lejos al nivel de confort y respeto de que tú disfrutas aquí.
— ¿Está… está bien?
—Vive en un pequeño estudio y trabaja como ayudante en la biblioteca pública de Kaliningrad. Es un suburbio de Moscú, creo.
— ¿Ayudante? Pero si tiene un doctorado en Ciencias de la Comunicación…
—Podría estar aquí en seis meses, incluso menos —le tentó Eberly—. Si tú aceptas el puesto de jefe de Mantenimiento.
Timoshenko empezó a negar con la cabeza, pero oyó su propia voz diciendo:
— ¿Me promete que puede traerla?
—En la próxima nave que salga de la Tierra.
— ¿Y… y podrá irse… si esto no le gusta? —Si no quiere quedarse conmigo, añadió para sí.
—Vendrá por su propia voluntad —respondió Eberly con voz suave—. Y por supuesto, podrá irse en cuanto lo desee.
Timoshenko se sintió paralizado, incapaz de decidir, incapaz incluso de pensar. Se le removían las entrañas, pero su mente estaba en blanco.
—Quiere venir —ronroneó Eberly—. Quiere estar contigo. Sé que quiere.
Al margen de lo que sabía que debía decir, Timoshenko estalló:
— ¡De acuerdo! ¡De acuerdo! Aceptaré su maldito trabajo. Seré uno de los jefazos, lo que usted quiera. —Y dentro de su cabeza, una voz le decía: ¡Katrina va a venir! ¡Va a venir a reunirse conmigo! ¡Quiere estar conmigo!
A duras penas, se incorporó de la silla sin decir una palabra y se alejó con la cabeza baja hasta la puerta, mientras Eberly le observaba, sonriendo. Solo cuando estuvo lejos de la oficina de Eberly, en la frondosa oscuridad de las mesas vacías, Timoshenko dejó que unas lágrimas de felicidad corriesen por sus mejillas.
De pie junto a Tavalera en la zona del compartimento estanco, Timoshenko intentó centrarse en los asuntos que le concernían en aquel momento. Se obligó a apartar la imagen de Katrina de su cabeza, y se concentró en los datos que mostraban las delgadísimas pantallas de ordenador.
— ¿Abro el enlace con la doctora Wunderly? —preguntó.
Tavalera asintió, ausente, mientras apretaba una alfombrilla de presión en el teclado de tela del ordenador de comunicaciones:
—Pancho, ¿estás preparada para embarcar a Manny en el transbordador?
Pancho aguardaba en la pequeña carlinga del transbordador. Apenas lo bastante grande para dos personas, carecía de sillas, y únicamente albergaba las pantallas con sus indicadores y lecturas parpadeantes y un único puerto circular de vidriometal justo en frente de ella.
—Preparada para el embarque —dijo al pequeño micrófono que había adherido al cuello de su mono de trabajo. Volviéndose hacia Wanamaker, agregó:
—Eres el comité de bienvenida, Jake.
Burlón, Wanamaker le dedicó un saludo militar y avanzó agachado por la escotilla. Solo había tres pasos hasta la zona de carga, donde se instalaría Gaeta, siempre dentro de su traje.
—Estoy preparado para embarcar —dijo la voz de Gaeta desde el altavoz que había situado sobre la escotilla del compartimento estanco.
—Aguarda cinco minutos —replicó Wanamaker—. Tengo que asegurarme de que esto está bien aislado.
—La luz del panel está en verde —le avisó Pancho.
—Bien. Solo voy a hacer una comprobación manual. —Era parte del procedimiento que habían ensayado en el simulador. Wanamaker comprobó si no había grietas entre el compartimento estanco de la nave y el del hábitat—. Perfecto —continuó, tras una inspección de dos minutos—. Procedo a abrir la escotilla exterior de nuestro compartimento estanco.
Los despresurizadores emitieron un ruido sordo, y Wanamaker pensó que casi podía oír cómo se abría la escotilla exterior. Me lo estoy imaginando, se dijo. Los rodamientos no gimen.
Por fin la escotilla interior se abrió y Gaeta ingresó torpemente en la zona de carga. El desmesurado traje se cernía sobre Wanamaker; tuvo la impresión de que un monstruoso robot alienígena había entrado a bordo.
—Bienvenido a la nave —saludó, asomándose para ver el rostro de Gaeta en el visor del traje.
— ¿Es este el autobús que va a Tijuana? —bromeó Gaeta.
La voz de Pancho replicó:
—Déjate de payasadas y aísla el compartimento estanco. Tenemos que seguir el horario previsto.
Nadia Wunderly había esperado conseguir muestras de los anillos antes del debate entre Eberly y Holly, pero los retrasos a la hora de remodelar el cohete transbordador y los cambios en las asignaciones de la tripulación, de ella a Pancho y finalmente de esta a Gaeta —que debía haber asumido la responsabilidad desde el principio, en opinión de Wunderly—, congelaron la misión hasta el mismo día del debate.
Eberly se deshizo en evasivas con respecto a dar permiso para usar el transbordador, pero una visita de Wanamaker y Gaeta había servido para poner punto final a las constantes obstaculizaciones de Eberly. Aun así, el tipo había conseguido hacer que la fecha del lanzamiento coincidiese con el día del debate entre él y Holly.
El debate no empezaría hasta las ocho de la noche, como bien sabía Wunderly. Para entonces, Manny puede haber llegado hasta los anillos y emprendido el camino a casa. Pero yo no sabré qué traerán las cajas de las muestras. El debate empezará antes de que haya podido llevar mis muestras al laboratorio.
Sentada en su recoleta oficina, su única pantalla inteligente se dividía entre las cámaras que había en el traje espacial de Gaeta y una vista de Saturno. Los anillos del planeta gigante brillaban como exclamativas bandas de diamantes, indeciblemente atractivas, inagotablemente fascinantes.
Con un poderoso esfuerzo de voluntad, Wunderly apartó su atención de los anillos. Nerviosa, comenzó a colocar los papeles que se esparcían sobre su atestada mesa, aguardando a que la nave se desacoplase del hábitat y emprendiese su vuelo a los anillos.
Vamos, le apresuró mentalmente. ¡Empieza de una vez!