19 de febrero de 2096:

Medianoche

Y dónde has estado? —saltó Urbain.

Dirigiéndose con frialdad a la silla que había ante su mesa y sentándose en ella, Yolanda Negroponte se apartó un mechón de cabello rubio ceniza de la cara y respondió:

—Uno de nuestros grupos ha tenido una pequeña discusión política acerca de la cena.

Habib, que ya estaba sentado ante la mesa de Urbain, parecía perplejo:

— ¿Qué grupo?

—Las mujeres del equipo científico —respondió Negroponte, sonriendo ligeramente—. ¿Acaso no visteis el discurso de Holly Lane hace un rato, esta misma noche?

Negando con la cabeza, Habib replicó:

—Yo estaba aquí, rastreando estas huellas fantasma…

—Donde tú también debías haber estado —agregó Urbain severamente a Negroponte—. El descanso para la cena no debería durar tres horas.

—Como he dicho —replicó Negroponte, sin inmutarse—, durante la cena hubo una discusión de tono político.

Antes de que ambos se sumieran en una auténtica discusión, Habib señaló una de las pantallas murales y dijo:

—Hemos estado tratando de unir las piezas de las huellas fantasma de Alpha.

La imagen de la superficie de Titán era la única luz que iluminaba la oficina de Urbain. Cuando Negroponte se volvió en la silla para mirar a la pantalla, Urbain advirtió que Habib la observaba a ella, no a la pared inteligente. Es una mujer bien proporcionada, pensó Urbain. Un poco carnosa, y grande como una amazona. Habib parecía hechizado por ella.

—Si esas débiles huellas en la tierra son de verdad los restos de las huellas de Alpha —dijo Habib—, quizá podamos usarlas para encontrar el cacharro.

Urbain se sintió arder por dentro al oír aquel «si», y aún más al ver que se refería a Alpha con la palabra «cacharro».

Negroponte sacudía la cabeza, lo que hizo que el rebelde mechón de cabello cayese nuevamente en su rostro:

—Aquí hay algo más —murmuró—. Algo aún más importante.

Urbain notó que sus cejas se alzaban:

— ¿Más importante que encontrar a Alpha?

—Si esas zonas llanas son los restos de las huellas de Alpha, entonces la pregunta debería ser: « ¿Qué allanó las huellas?»

Habib dijo:

—Ya has mencionado esto antes, la idea de que algo está pasando por encima de las huellas del cacharro por su propia voluntad. Algo que hay en el suelo.

—Allanando las huellas por propia voluntad —repitió Urbain.

—En cuestión de días —afirmó Negroponte—. Quizá solo de horas.

Contra sus deseos, Urbain se sintió intrigado:

—Podría ser una erosión producida por la lluvia.

—O algo tectónico, geológico —musitó Habib.

— ¿Qué fuerza geológica podría hacer algo así?

Negroponte sacudió la cabeza:

—No creo que sea de origen geológico. Y no es tampoco meteorológico. No, al menos, en tan breve espacio de tiempo.

— ¿Crees que es de origen biológico? —murmuró Urbain.

— ¿Qué podría ser, si no?

Habib dijo:

—Mejor que hagamos que el equipo biológico se encargue de esto.

Vacilante, se puso en pie. Negroponte se incorporó con él. Ausente, Urbain percibió que la mujer era un poco más alta que Habib. Ambos se dirigieron a la puerta.

—Es ya pasada la medianoche —dijo la mujer a Habib.

— ¿Y qué? —replicó este, casi riendo—. Querrán que esto comience cuanto antes. Ya dormirán en otro momento.

Ambos abandonaron la oficina, dejando a Urbain sentado allí, con la boca medio abierta y su cabeza dando vueltas: ¡pero debemos encontrar a Alpha! Esa es nuestra labor principal. Y no tenemos más que un día, apenas algo más, quizá solo unas horas, antes de que entre en el modo de suspensión.

Pero ya estaba solo, hablando para nadie más que él mismo.

 

Eberly se había acomodado en su butaca favorita para ver el discurso de Holly con la petulante convicción de que esta se metería en un berenjenal. Pero aquella salida de tono, refiriéndose al apagón de energía, lo llenó de furia. ¡Como si fuera culpa mía!, gritó, colérico, mientras recorría de un lado a otro su apartamento.

Por fin, decidió que no tenía otra opción. Debía despedir a Aaronson. Tenían que rodar cabezas: debía enseñar a los votantes que estaba haciendo algo. Reorganizaré el departamento de Mantenimiento, se dijo Eberly. Pondré a Timoshenko al frente del departamento al completo, con Aaronson como número dos, por debajo de él. Y el primer trabajo al que deberá enfrentarse Timoshenko será averiguar la causa del apagón, y asegurarse de que no vuelva a ocurrir. Al menos, hasta que acaben las elecciones.

 

Tamiko y Hideki Mishima estaban tan emocionados por el discurso de Holly que no podían dormir.

—De veras quiere ayudarnos —le decía Tamiko a su marido, ambos tumbados en la cama y completamente desvelados, en la habitación a oscuras.

—Sí, pero se va a topar con muchos obstáculos —alertó Hideki—. Mucha gente tendrá miedo de lo que supondrá una explosión demográfica y de que eso pueda destruirnos. Se aferrarán con uñas y dientes al protocolo CCP.

— ¿Tú crees?

—Estoy seguro.

Tamiko se incorporó sobre un codo y miró fijamente el rostro de su marido:

—Entonces debemos tener una posición más activa. Unir a la gente para apoyar a la señorita Lane. Organizarnos en una fuerza política.

— ¿Nosotros? —preguntó Hideki, dudoso.

—Las mujeres que quieran tener hijos —replicó ella. Luego, riendo, le desordenó los cabellos—. No te preocupes, cariño, no tendrás que hacer nada. Esto es responsabilidad mía.

 

Oswaldo Yáñez había visto el discurso de Holly sentado al lado de su mujer, en el sofá del salón. Había prestado la mayor atención a cada una de sus palabras, y luego apartó el discurso de su cabeza. Se levantó del sofá, se dirigió a la oficina que había habilitado en un hueco de su dormitorio y pasó lo que restaba de noche estudiando los últimos boletines médicos de la Tierra y de Selene.

Los informes de las investigaciones llevadas a cabo en la Tierra se centraban en los esfuerzos por parte de los estamentos de salud pública para contener una epidemia de enfermedades que, según se creía, habían sido erradicadas hacía tiempo. Pero el ébola, la tuberculosis e incluso la peste estaban en pleno auge, y surgían en brotes que resistían el uso de los antibióticos. Incluso en las ciudades más pobladas, con sus edificios sanitarios, agua centralizada y sistemas de alcantarillado, dichas enfermedades seguían tomando las calles. En las zonas más pobres del mundo, la epidemia había escapado a todo control.

Yáñez se preguntó qué pasaría en su Buenos Aires natal. ¿De qué modo se estaría viendo afectada la gente? Sintió un desacostumbrado prurito de puro placer al pensar en quienes lo habían exiliado de la Tierra, asediados por aquellas enfermedades que él se había esforzado en erradicar. La venganza es mía, dice el Señor, se recordó Yáñez. Y aun así, el pensamiento no podía sino satisfacerle.

Por supuesto, los informes no hablaban del sida ni de las demás enfermedades de transmisión sexual. Esos mojigatos fariseos que le habían exiliado se negaban a emprender investigaciones de esa catadura; en su opinión, la agonía y la muerte que procuraban tales enfermedades era un castigo inferido a causa del pecado.

Los boletines de Selene eran muy diferentes. Las investigaciones en los laboratorios lunares se centraban en las labores de extensión vital, terapias de rejuvenecimiento y nanotecnología: áreas de estudio que en la Tierra estaban prohibidas.

Con un pestañeo fatigado, Yáñez apartó la vista de la pantalla y vio que ya era pasada la medianoche. Era extraño que Estela no hubiera acudido a la cama. Frotándose los ojos, regresó al salón.

Estela estaba viendo de nuevo el discurso de Holly Lane.

— ¿Lo están repitiendo? —preguntó Yáñez, dirigiéndose a la cocina y a las sobras de las empanadas que Estela había guardado en el envase del pan.

—No, grabé el discurso —repitió Estela, con voz tranquila. Era una mujer delgada, enjuta, sin un gramo de grasa en todo el cuerpo. A menudo, Yáñez pensaba en ella como en su «adorable gorrioncillo». Pero Yáñez sabía que su «gorrioncillo» tenía la fuerza interior de un águila.

Se detuvo antes de hacerse con el envase del pan:

— ¿Lo has grabado?

—Creo que lo que dice es muy importante.

Yáñez rio entre dientes, inseguro.

—Eres demasiado mayor para tener otro hijo.

La mujer le dedicó una vaga sonrisa:

—Muchas mujeres de mi edad han dado a luz. Y tú lo sabes.

—Después de que se les implantasen los óvulos de alguna donante.

— ¿Y?

—Estela, ¡soy demasiado viejo para criar a un niño!

Rio con ganas:

—No te preocupes, querido. No voy a pasar otra vez por ello.

—Genial —concedió Yáñez, sin apercibirse de la acritud que había en la carcajada de su esposa. Tomó el envase del pan, pensando que Estela había votado por Eberly en las últimas elecciones y que probablemente esta vez haría lo mismo.

Eso esperaba.

Titán
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