28 de mayo de 2096:
Muerte
Gaeta volvió a limpiarse el visor; su guante dejó una mancha negra en el vidriometal. Vamos, Fritz, le urgió para sus adentros. Estoy perdiendo aire. Todos los registros que reflejaban los suministros vitales estaban ahora en rojo.
—Suministro de aire en estado crítico —masculló la voz computarizada del traje—. Si sigue perdiendo aire al ritmo actual, el suministro se habrá agotado en doce minutos.
Hay aire en el traje, se dijo Gaeta. El traje está lleno de aire. Incluso si el tanque se agota podría aguantar otros diez o quince minutos con el aire que hay en el interior del traje antes de que se quede sin oxígeno.
Echó una mirada a los arremolinados copos negros. El módulo de regreso está en alguna parte, hacia mi derecha. A setenta y dos metros. Casi podría alcanzar esa distancia con un balón. Ahora está cubierto por esta bazofia negra, pero si me acerco lo suficiente lo veré despuntar a lo lejos como una enhiesta cabina de teléfonos.
—El módulo de regreso está a treinta y cuatro grados de tu posición —observó Fritz, con la voz crispada por la tensión—. Si miras a la parte de atrás del vehículo, el módulo estará a tu derecha en dirección a las dos en punto.
—Recibido, dos en punto. —Gaeta sabía que había unos peldaños anclados a ambos lados del Alpha. Volvió a arrodillarse, lo cual hizo rugir los servomotores, y examinó de arriba abajo los lisos flancos de metal del vehículo.
—Veo los travesaños. Buscaré la escalera. —Era más fácil hacerlo a rastras—. He llegado a la escalera. Voy a bajar.
Preguntándose qué vería la audiencia con aquella ventisca negra, Gaeta descendió cauteloso los peldaños de metal.
—Estoy en la superficie —dijo, volviéndose. Entonces se dio cuenta de lo que eso significaba—. ¡Estoy pisando la superficie de Titán! —exclamó, lleno de dicha—. ¡Mis botas están tocando la nieve de metano!
Fritz ya debía haber estado dirigiéndose a él, pues su voz llegó de inmediato:
—… Sobre la superficie con tu espalda pegada al vehículo, el módulo de regreso se encuentra a setenta y dos metros de ti. Deberías dirigirte en la dirección de las diez.
—Hecho —replicó Gaeta. Comenzó a caminar—. El suelo es un tanto blandengue, es un poco como avanzar por nieve mojada, quizá llega hasta los tobillos. No es fácil andar.
—Suministro de aire en estado crítico —le recordó con su voz calmada el ordenador—. Si sigue perdiendo aire al ritmo actual, el suministro se habrá agotado en diez minutos.
Cardenas permanecía inmóvil tras la silueta de Fritz, que se hallaba sentado. ¡Solo diez minutos de aire! ¡Manny va a morir ahí!
Como si pudiera oír sus pensamientos, Von Helmholtz se dio la vuelta en la silla rodante y alzó la vista hacia ella.
—Lo conseguirá —dijo, sin más—. Hay suficiente aire en el interior del propio traje para hacer el ensamblaje en órbita.
— ¿Está seguro? —Cardenas sentía sus latidos ametrallándole el pecho.
Fritz señaló a la pantalla:
—Las cifras prueban que lo conseguirá. —Pero Cardenas vio que el dedo que había extendido temblaba. Luego, Fritz añadió:
—Si es que no tropieza con ningún obstáculo antes de que llegue al módulo de regreso.
Sereno, Timoshenko flotaba en el extremo del cable que lo conectaba al compartimento estanco. Saturno se sumergía tras la oscura masa del hábitat; era una vista espectacular, con sus nubes azafranadas y los brillantes anillos desapareciendo tras el cortante filo que conformaba el flanco de la Goddard.
No puedo matarlos, se dijo Timoshenko. No soy un asesino. A Eberly sí. Le aplastaría con mis propias manos si pudiera hacerlo. Se lo merece, ese cabrón embustero. Pero los demás no. Diez mil personas no. No puedo.
¿Entonces, qué vas a hacer, idiota?, le espetó una voz estridente en su cabeza. Aquí estás, suspendido del extremo de una cuerda, pensando en la vida y la muerte. ¿La vida de quién? ¿La muerte de quién?
Gaeta avanzó trabajosamente por el blando suelo, sus botas hundiéndose en el fango negro. A cada chapoteante paso tenía que esforzarse en arrancar los pies del lodo; las botas se separaban del suelo con un obsceno ruido de succión.
—Suministro de aire en estado crítico —entonó el ordenador—. Si sigue perdiendo aire al ritmo actual, el suministro se habrá agotado en siete minutos.
—Estás a cincuenta metros del módulo de regreso —dijo Fritz—. ¿Lo ves?
—No es que vea mucho con esta mugre encima —respondió Gaeta, tratando de ver lo que tenía delante. Divisó una forma alta y voluminosa asomando entre el negro lodazal—. ¡Eh, sí, lo veo!
Era imposible llegar a la carrera, pero Gaeta redobló sus esfuerzos. Su visor parecía haberse aclarado, y la oscuridad que había a su alrededor, de alguna forma, estaba escampando.
—La nieve está convirtiéndose en lluvia —murmuró, jadeando, mientras se abría camino hacia el módulo de regreso—. Debe ser que llega un frente cálido. —Rio de su propio chiste: «cálido» en Titán significaba cualquier cosa por encima de los ciento setenta y cinco grados bajo cero.
Unas gruesas gotas se estamparon en su visor, y Gaeta pudo oír cómo se aplastaban contra la parte exterior del traje.
—La lluvia consiste en una mezcla de gotas de etano y agua —dijo Fritz.
—Eso facilita la visión —replicó Gaeta—, pero está convirtiendo la superficie en una auténtica sopa. Avanzar es difícil.
—Suministro de aire en estado crítico —dijo de nuevo el ordenador—. Si sigue perdiendo aire al ritmo actual...
Gaeta cortó la voz. No necesito que me lo recuerdes, dijo para sí. En voz alta, preguntó:
— ¡Eh!, ¿el monstruo este está enviando los datos recogidos en los sensores?
Más de doce segundos de espera. Entonces llegó la voz de Habib:
— ¡Sí! La información está llegando. ¡Es maravilloso! ¿Cómo ha conseguido que el ordenador remita los datos?
Gaeta jadeaba por el esfuerzo de abrirse camino a través del pegajoso y pesado fango.
—Mi padre —respondió.
Cristo, pensó mientras, a duras penas, seguía avanzando. Quería ser el primer hombre en llegar a la superficie de Titán, pero también quería volver a casa. Por la forma en que el lodo me absorbe, parece que Titán quiere que me quede aquí.
— ¿Su padre?
—Sí… —Otro paso—. Cuando éramos niños… y le pedíamos algo… que él no podía comprarnos… nos decía que ya lo compraría… Pero nunca lo hacía.
Otra chapoteante zancada en el pegajoso lodo:
— ¿Qué tiene eso que ver con lograr que el ordenador se conectara con nosotros?
—Nos mentía —explicó Gaeta—. Nos mentía… descaradamente… y nosotros le creíamos… Nos la pegaba… todo el tiempo.
Por fin pudo ver claramente el módulo de regreso. La lluvia estaba despojándole de la nieve negra que lo cubría.
—Así que mentí… al ordenador… Le dije… lo que quería… escuchar.
Gaeta sentía las piernas como dos maderos. Alcanzó el módulo de regreso, y casi se derrumbó sobre él.
—Siempre… funciona —resolló—. Estúpido ordenador… se cree que soy sincero.
Un golpe que parecía producido por un mazo le alcanzó en el hombro, desmadejándole sobre el suelo:
— ¡Jesús! —aulló Gaeta—. ¡Ese maldito láser me está disparando!
Timoshenko se dio cuenta de que llevaba casi una hora embutido en su traje espacial. ¿Haciendo qué?, se preguntó. ¿Qué has conseguido?
—He estado meditando —murmuró—. Meditando. Es bueno que un hombre medite. Pensar antes de actuar.
Solo tienes derecho a llevarte una vida por delante, decidió. La tuya.
Se deshizo del control remoto que había estado sujetando con su mano enguantada. El mando se fue dando vueltas, engullido por la infinitud del espacio. No soy un carnicero. Ni siquiera soy un asesino. Pero el suicidio es ya otra cosa. Eso no tiene que ver con nadie, solo me incumbe a mi.
Se llevó la mano al cierre de seguridad que sellaba herméticamente el casco al cuerpo de su traje espacial. Abre el cierre, deja escapar el aire, y en segundos habrás hecho la descompresión. Un puto desastre, pero estarás muerto. No habrá más preocupaciones, no más arrepentimientos. Solo paz.
Tocó el cierre con un dedo. Nada más de nada, pensó. ¿Estás preparado para ello? ¿Estás preparado para la muerte?
Le sorprendió darse cuenta de que no lo estaba. Pese a todo, pese a perder a Katrina y su vida en la Tierra, no estaba preparado para morir. ¡Maldito Eberly!, gruñó para sus adentros. ¡Está en lo cierto! Este hábitat puede ser una prisión, pero al menos no es de lo más duro. La vida aquí puede ser buena si te abres de corazón a ella.
La vida o la muerte.
¿Eres capaz de construir una nueva vida sin contar con Katrina?, se preguntó. Y se respondió: ¿qué has estado haciendo durante los últimos dos años y medio?
Volvió a mirar las estrellas, con la espalda vuelta a Saturno y a la oscura masa del hábitat. Las estrellas le devolvieron la mirada, impertérritas, inflexibles. Puedes mirar a la muerte a la cara, se dijo, pero eso ya es mucho. Ya es mucho. La vida es demasiado preciosa como para tirarla por la borda.
Con un suspiro, se volvió y comenzó a arrastrarse por el cable de nanotubos hacia el compartimento estanco.
La respuesta es la vida, comprendió Timoshenko. Elige la vida. Siempre podrás matarte si las cosas se vuelven realmente insoportables. Mientras tanto, este lugar quizá pueda sacar algo de mí. Quizá, después de todo, la vida merezca la pena vivirse.
Negroponte llamó suavemente a la puerta de la oficina de Urbain. Al ver que nadie respondía, golpeó con un poco más de fuerza.
Tengo tanto que contarle, pensó. Pero está tan metido en su Titán Alpha que no le importa otra cosa.
Siguió sin haber respuesta.
—Doctor Urbain —llamó—. Soy la doctora Negroponte. Debo hablarle. Hemos hecho un gran descubrimiento.
Silencio. Sintió que el rencor le ardía por dentro. Ese idiota engreído, dijo para sí. Está tan embebido en su preciosa sonda que no le importa ni que el infierno se congele.
Colérica, abrió la puerta de par en par y entró, resuelta, a la oficina de Urbain. Este se había derrumbado sobre la mesa, con la cabeza entre las manos, estaba muerto.