4 de mayo de 2096:

Noche

Vaya fiesta —dijo Tavalera, mientras caminaba lentamente junto a Holly por la suave inclinación del camino que conducía a Atenas.

— ¿Te lo has pasado bien? —le preguntó Holly.

—Sí. Claro.

Holly levantó la vista hacia las luces que titilaban sobre sus cabezas: cabezas de alfiler que nunca cedían al pestañeo, las únicas estrellas que podía permitirse un hábitat circular como aquel.

Avanzaron sin prisa por el sendero, surcando piscinas de luz procedentes de las farolas, y también extensiones de sombra, deleitándose en su paseo, como si no les apeteciera regresar a casa.

—La nave que ha traído a esos científicos partirá en una semana —dijo Tavalera por fin.

—Nadia va a volver a la Tierra con ellos —respondió Holly.

—Volverá.

—A lo mejor.

Tavalera se detuvo y alargó un brazo para pasarlo sobre los hombros de Holly, haciéndole girar para que le mirase. Estaban en un repecho de sombras que había entre dos farolas; sus facciones apenas resultaban discernibles.

—Yo también podría regresar en esa nave —murmuró Tavalera—. Lo he consultado con Eberly. Dijo que la Nueva Moral pagará la mitad de mi billete y el hábitat podrá sufragar la otra mitad.

Un repentino arranque de ira inflamó el vientre de Holly:

— ¡Eberly! Pagaría lo que fuese por librarse de ti y por hacerme daño a mí —exclamó.

— ¿Te dolería? ¿Si me voy?

—Pues claro que sí.

— ¿De verdad? —Su voz tembló de dichosa incredulidad.

Holly le cogió de las orejas y le besó:

—Raoul, mira que llegas a ser idiota. ¡Te amo!

— ¡Oh, Holly, yo también te amo a ti! —replicó.

Incluso en la oscuridad nocturna Holly pudo ver el brillo dental de la sonrisa que a Tavalera se le derramó en los labios. Es tan guapo cuando sonríe. Luego pensó: debo hacer que sonría más a menudo.

—Holly —musitó Tavalera; su sonrisa palideció, y fue reemplazada por una seriedad mortal—. Holly… ¿vendrías conmigo a la Tierra? ¿Lo harías?

Holly no lo pensó un segundo:

—A la Tierra y a cualquier parte, Raoul. A cualquier parte.

— ¿Lo harás? —Su voz subió una octava.

—Sin duda —respondió, convencida—. Nunca he visto la Tierra. Fue allí donde nací, y allí viví mi primera vida, pero no recuerdo nada de aquello.

—Te llevaré al Gran Cañón —dijo Tavalera, explotando repentinamente de puro entusiasmo—. Al Taj Mahal. ¡A las pirámides!

—Quiero ver el oeste de Texas. Pancho y yo nacimos allí.

—La mayor parte está sepultada bajo el mar de México.

—Bueno, pues hacemos submarinismo.

—También podemos hacer submarinismo para ver Manhattan. Y Miami.

— ¡Cósmico!

— ¿Entonces? ¿Cogerás esa nave conmigo?

Holly tomó aliento.

—No puedo ir hasta que pasen las elecciones, Raoul.

—Oh. —Su voz se destempló—. Eso.

—No te sulfures —le contestó Holly, risueña—. Malcolm me va a dar una paliza en las urnas, y para entonces tendré libertad para ir donde te dé la gana.

— ¿Y si ganas?

—No hay la menor posibilidad —le aseguró. Y también a sí misma—. En cuanto se haga el recuento de votos podremos coger una nave y largarnos juntos de vuelta a la Tierra.

—Juntos —suspiró Tavalera.

—En la primera nave que parta después de las elecciones.

Tavalera murmuró:

—Podríamos casarnos en casa. A mis padres les encantaría.

—Y a mí también.

Reanudaron nuevamente la marcha por el empinado sendero. Tavalera espetó.

— ¿Pero y si ganas?

—No voy a ganar.

—Puede que sí. Has conseguido más de siete mil firmas para la reclamación. ¿Y si todos ellos te votan a ti?

—No lo harán. Berkowitz ha estado haciendo algunos sondeos. El de esta mañana me pone muy por detrás, sesenta y dos contra treinta y dos, y hay un seis por ciento de indecisos.

—Podrías retirarte —sugirió Tavalera—. Dimitir. Vayámonos juntos, ahora.

Holly negó con la cabeza.

—No quiero darle a Malcolm esa satisfacción. Que sude hasta que se cuente el último voto. Va a ganar, pero no quiero que lo haga por defecto.

Tavalera no dijo nada.

—Lo que quiero decir es que no me importa perder por un margen más o menos decente, pero esta diferencia es cósmica.

Con un leve encogimiento de hombros, Tavalera replicó:

—La gente quiere explotar los yacimientos de los anillos. Quieren hacerse ricos.

—Será eso.

Si gana no la volveré a ver jamás, pensó Tavalera. E incluso si pierde, podría cambiar de opinión y quedarse aquí.

Como si acabara de leerle los pensamientos, Holly dijo:

—No te comas la cabeza con esto, Raoul. Me van a patear el culo de tal manera el día de las elecciones que ni siquiera querré que me vuelvan a ver la cara en este hábitat.

Tavalera quiso creerla.

— ¿Crees de verdad que Eberly ha hablado con la gente de Selene? —musitó, aunque de manera audible—. ¿Y con las ratas de roca?

—Ya dijo él que sí.

— ¿Pero lo hizo de verdad? Quizá solo lo dijo para impresionar a los votantes.

Holly sonrió un poco.

—Puedo comprobarlo.

Tavalera se sintió feliz de verla sonreír, al menos un poco. Aun así, mientras avanzaban entre aquellas piscinas de luces y sombras hacia sus apartamentos, Tavalera hubiera querido haber mantenido la boca cerrada.

 

El nerviosismo y la inquietud de Eduoard Urbain iban a más a medida que la recepción decaía. La gente se marchaba, ya fuera en parejas o en grupos más numerosos. Las risas se espaciaban cada vez más; se consumieron las últimas bebidas. En cuanto al anfitrión de la velada, Urbain se había separado por fin de Wunderly y, a sugerencia de su mujer, se apostó junto al camino que daba a Atenas para poder despedir formalmente a los invitados que se marchaban de la fiesta. Algunos camareros del Bistró, esta vez humanos, apilaban la cristalería vacía sobre las cabecitas aplanadas de los robots, que enfilaban después el camino hacia el restaurante de Atenas.

Gaeta no había abandonado todavía la fiesta. Caminaba lentamente junto a Cardenas por la orilla del lago. Urbain le vio inclinarse, recoger un guijarro y lanzarlo al agua. Unas ondas se propagaron por la calmada superficie del lago, círculos en el interior de otros círculos. Es como un niño, pensó Urbain. Aún debe haber en su interior mucho de los sueños aventureros de los críos.

— ¿No vas a preguntárselo? —La voz de su mujer era suave, casi un susurro, pero, aun así, hizo que Urbain se sobresaltara.

Asintió, nervioso.

—Sí, debo hacerlo.

—Pues este es el momento —le dijo Jeanmarie.

—Sí —repitió—. Lo sé.

Tomó la mano que le ofrecía su mujer y juntos enfilaron la herbosa cuesta en dirección al borde del lago.

Cardenas les vio acercarse. Sonriendo, dijo:

—Una fiesta encantadora, Eduoard. Jeanmarie, debes estar muy orgullosa de tu marido.

—Lo estoy —respondió Jeanmarie—. Es un hombre de muchos talentos.

Gaeta les dedicó una vaga sonrisa:

—Ha sido mucho mejor que la fiesta de Año Nuevo.

Urbain sintió que sus mejillas ardían:

—Gracias. Gracias.

Cardenas miró su reloj de pulsera:

—Bueno, será mejor que durmamos un poco. Mañana hay que trabajar.

—Sí —murmuró Urbain, mientras su mente funcionaba a toda velocidad para dar con el modo de sacar el tema, la manera de llegar a lo que quería preguntar.

Jeanmarie comprendió. Le preguntó a Cardenas:

— ¿Cómo va el trabajo con el nuevo sistema de antenas?

—Como la seda —replicó Cardenas—. Podré entregar los nanos hacia finales de esta semana, como muy tarde. Solo debo hacer un par de pruebas más.

— ¿Serán seguros? —preguntó Jeanmarie.

—Eso es lo que vamos a comprobar. Los nanos ya han sido programados y resultan aptos para construirle al vehículo una nueva antena. Lo que estamos haciendo ahora es asegurarnos de si pueden desactivarse por sí mismos y entrar en modo de suspensión cuando su labor haya finalizado.

—Excelente —exclamó Urbain.

—Hay algo que me produce curiosidad —prosiguió Cardenas—. ¿Cómo pretendes hacer llegar el paquete hasta tu vehículo?

Urbain tosió ligeramente:

—Conocemos la posición de Alpha. La tenemos bajo vigilancia constante.

Gaeta dijo:

— ¿Y?

Tomando una profunda bocanada de aire, como un hombre que fuera a saltar desde un precipicio, Urbain replicó:

—Necesito que seas tú quien lleve las nanomáquinas hasta Alpha.

Por un instante, ni Gaeta ni Cardenas pronunciaron palabra. Urbain pestañeó, y sintió la mano de su esposa tensándose entre la suya.

Gaeta rio:

— ¿Ahora quieres que baje a la superficie? Ni de coña.

— ¡No! —saltó Cardenas—. Manny no va a ninguna parte. Se ha retirado.

—Pero esto es importante.

—Un momento —dijo Gaeta, con una sonrisa ladeada extendiéndose por sus duras facciones—. Cuando vine aquí por primera vez, era para estar allá abajo, ser el primer hombre en poner un pie en la superficie de Titán. Y tú te negaste a ello. ¡Pensé que se te iba la olla!

—Pero aquello era una proeza, una aventura publicitaria. Lo que te estoy pidiendo ahora es en aras de la ciencia.

—Dijiste que no querías que pudiese contaminar las formas de vida que allí hubiera.

—Y la doctora Cardenas —contraatacó Urbain, volviéndose hacia la experta en nanotecnología—, me dijo que podía descontaminar el traje empleando nanomáquinas.

— ¡Me da igual lo que dije! —replicó Cardenas, iracunda—. Manny no va a Titán. ¡Punto!

—Espera un momento, Kris —dijo Gaeta, aún sonriendo—. Esto es enorme. Haré que Fritz y su mejor equipo vengan para conseguir esta hazaña.

— ¡No es una hazaña! —insistió Urbain.

— ¡Y no vas a ir! —repitió Cardenas, igual de terca.

Jeanmarie intervino:

— ¿No se da cuenta, doctora Cardenas? El señor Gaeta es la última esperanza de mi marido. Su carrera, todas la investigaciones que ha llevado a cabo de la superficie de Titán, dependen de él.

—La carrera de su marido —replicó Cardenas—. La vida de Manny.

—Pero…

—Podría matarse allá abajo.

—Espera, Kris —repuso Gaeta—. Si consigo que Fritz y su gente dirijan la misión, podría ser el primer ser humano en estar en Titán. Eso no tiene precio.

— ¿Acaso vale más que tu vida?

—No será tan peligroso —insistió Gaeta—. Voy, pongo tu paquetito de nanos en el vehículo y me vuelvo para arriba. Pan comido.

—Manny, no. No quiero pasar otra vez por esto.

—Será la última vez, Kris.

—Eso es lo que dijiste cuando fuiste a los anillos a petición de Wunderly.

—Y estoy vivito y coleando, ¿verdad?

Urbain podía ver el fuego en los ojos de Cardenas. Y el deseo en los de Gaeta.

—Mira —le dijo Gaeta a Cardenas—. Deja que llame a Fritz, y vea lo que él piensa de esto. No va a permitir que me juegue el cuello por una bobada.

—Vaya cosa.

—Y si Fritz piensa que esta hazaña merece la pena, vendrá escopetado en una nave estelar y se hará cargo de toda la operación. Como en los viejos tiempos.

Cardenas inició una réplica, pero ninguna palabra salió de su boca, solo un sonido medio ahogado que igual podía ser un suspiro como un gruñido, o incluso un contenido sollozo de desesperación. Se precipitó hacia el sendero que conducía al pueblo. Gaeta corrió tras ella para darle alcance.

—Lo hará —murmuró Urbain, apenas sin aliento, con voz agitada.

—Sí —contestó Jeanmarie—. Solo espero que eso no destruya su relación con la doctora Cardenas.

Urbain estuvo a punto de decir: « ¿y qué?» Pero un vistazo al rostro consternado de su mujer le bastó para morderse la lengua.

Titán
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